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La Pena Capital Y La Cuestión Por La Justicia : Un Análisis ético


Enviado por   •  9 de Julio de 2013  •  2.266 Palabras (10 Páginas)  •  517 Visitas

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la pena capital corresponde a una cierta acepción de justicia, pero a una justicia que es insuficiente como principio para ordenar la sociedad, porque no toma en cuenta la dignidad de la persona

Pocas cuestiones despiertan hoy tanta pasión en el campo de la moral como la pena de muerte. A diferencia de los debates teológicos más recónditos de épocas pasadas, la pena capital provoca discusiones no sólo en las aulas de la academia, sino también en las salas de espera de los dentistas, en taxis y en las peluquerías. A pesar de este interés casi universal en el tema, no se ha alcanzado una opinión unánime. Muy por el contrario. Unos defienden apasionadamente la pena capital, y otros, con igual vehemencia y certeza subjetiva, su abolición. Y aunque la balanza se inclina cada vez más a favor de los abolicionistas, hasta el momento, ninguna de las partes se ha asegurado una reivindicación moral incontestable.

Las sensibilidades modernas se inclinan claramente hacia su prohibición. Hubo un tiempo, no hace mucho, cuando la gente y las naciones consideraban la pena de muerte útil, moral y necesaria para castigar crímenes graves. Pero ya no es así. En los últimos cincuenta años, se ha realizado un cambio fundamental de actitud con respecto a la pena de muerte. En las décadas después de la Segunda Guerra Mundial casi todos los países democráticos han ido proscribiendo esta pena, salvo en la ley militar. En la escena global, noventa y nueve países han abolido la pena de muerte (por ley o por lo menos en la práctica), y por primera vez en la historia, los países sin la pena capital son más numerosos que los que todavía permiten la práctica.

En el constante debate sobre la pena de muerte, las propuestas teológicas se combinan a menudo con argumentos filosóficos, históricos, políticos, jurídicos, afectivos y pragmáticos, acabando en un verdadero popurrí. Lo inconmensurable de estos niveles de razonamiento (o sentimiento) obstaculiza el debate y hace casi imposible llegar a una conclusión.

Además, entre pensadores católicos, la pena de muerte presenta dificultades particulares que hoy día no se encuentran en otros ámbitos de controversia de la teología moral. En el caso del aborto, de los anticonceptivos, o de la clonación, por ejemplo, las líneas se definen claramente entre los teólogos fieles al Magisterio y aquellos que no concuerdan con la enseñanza de la Iglesia. En el caso de la pena capital, al contrario, no existen categorías tan claras. Aprovechando siglos de razonamiento teológico de figuras monumentales, como san Agustín y santo Tomás de Aquino, algunos formulan argumentos a favor de la legitimidad de la pena de muerte. Otros, sin embargo, comparan la pena capital con cuestiones como la esclavitud, aceptada tácitamente durante siglos e incluso defendida por muchos teólogos y que ha sido condenada de manera formal por la Iglesia sólo recientemente. Estos pensadores señalan los pronunciamientos recientes del Papa Juan Pablo II –el texto del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la pena capital tuvo que ser modificado para incorporar las palabras del Papa sobre el tema en su encíclica Evangelium Vitae– y prevén una evolución mayor en la doctrina católica, al punto de proscribir la pena de muerte del todo.

Como en el caso de otros dilemas morales, la solución podría estar ante todo en formular bien la pregunta. Porque quizás –como diría Walker Percy– nos equivocamos no a nivel de respuestas, sino a nivel de las preguntas que hacemos. Ciertamente en el caso de la pena capital las respuestas variarían según las preguntas hechas.

En este ensayo, propongo centrarme en las tres preguntas que considero más importantes para un análisis ético apropiado de la pena capital: las cuestiones de justicia, de legitimidad, y de conveniencia. Aunque estas tres preguntas se asemejan, cada una implica matices particulares y merece su propio análisis.

La cuestión por la justicia

En un número de la revista Commentary apareció un artículo de David Gelernter con el título sugestivo “¿Qué se merecen los asesinos?” A primera vista, la pregunta no requiere mucha deliberación: los asesinos merecen la muerte. Han quitado deliberadamente la vida de otro y para restablecer el equilibrio la justicia exige que sufran una suerte similar. Nada, salvo la muerte, puede satisfacer los requisitos de una justicia absoluta. De hecho, después de reflexionar sobre la cuestión en varias paginas, el Sr. Gelernter llega a esta misma conclusión.

Tal razonamiento moral forma parte del patrimonio de la civilización humana. El refrán “Que el castigo se ajuste al crimen” hace eco del mandato del Antiguo Testamento “ojo por ojo, diente por diente.” La expresión verdadera que usa la Escritura es aun más explicita: “Quien mutile a otro ser sufrirá a su vez la misma lesión: fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente; la lesión infligida es la lesión que se sufrirá” (Lev 24:19-20). Como principio de justicia, y tomado por sí mismo, este raciocinio tiene una lógica indiscutible.

Pero este razonamiento suscita varios problemas. Ante todo, ¿pretendemos realmente la justicia absoluta? ¿Queremos realmente que todos los crímenes, pecados, y ofensas (incluso los propios) sean castigados como en realidad lo merecen?

En un pasaje típico de la Escritura, el Salmista, reflexionando sobre la universalidad de la culpabilidad y la consiguiente necesidad universal del perdón, escribe, “Si tú, Señor, te fijaras en nuestra culpabilidad, Señor, ¿quién sobreviviría?” (Sal 130). ¿Quién –podemos preguntar– está libre del mal moral? ¿Quién entre nosotros no merece castigo alguno? Reflexiones similares han sido captadas en el rito de la comunión de la celebración eucarística: “No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu iglesia.” Con estas palabras, imploramos al Señor no sólo que se detenga en aplicar el castigo que verdaderamente merecemos por nuestros pecados, sino que ni siquiera los considere. Somos todos, en efecto, pecadores, y, por tanto, merecemos el castigo. Ciertamente, este argumento de por sí no eliminaría la pena de muerte, pero como cristianos nos debería hacer pensar a la hora de exigir una retribución absoluta por los pecados de otros.

Cuando en el IV siglo san Ambrosio fue interrogado por un magistrado civil sobre su opinión acerca de la pena capital, el antiguo prefecto imperial, ahora arzobispo de Milán, propuso el ejemplo de Jesús con la mujer adúltera (Juan 8) como el ejemplo a seguir. Jesús no trata la cuestión de la culpabilidad de la mujer o la conveniencia de la prescripción mosaica de lapidarla, sino que invita a sus apasionados

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