La ética como pregunta
FREDY_SEGUNDOMonografía19 de Julio de 2023
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Un pragmatismo simplista, una mente inmediatista probablemente rechazaría de entrada esta afirmación por dos razones:
Primero: no tiene sentido agregar, al cúmulo de preguntas que se plantean problemas de sobrevivencia social, una más.
Segundo: Si la ética es una pregunta, lo que en todo caso se requiere, son respuestas, ¿cuál es el sentido de hacerla? Pero es que la ética es pregunta en el sentido más profundo de la realidad humana: lo que conforma al hombre como tal es precisamente la pregunta. No hablamos de la pregunta científica que presupone la respuesta de un objeto distanciado del sujeto, no es la pregunta del cómo; no es la pregunta que busca esas respuestas funcionales que ha entronizado el positivismo - ese positivismo que a decir de Augusto Hortal se practica más por comodidad que por convicción— se trata de la pregunta fundamental, la que instala al hombre en su grandeza, precisamente por saber que ignora.
La ética es una disciplina integradora, y es fácil caer en el error de interpretar esta cualidad integradora como un agente totalizador que dicta las normas de la “convivencia” de las ciencias. La ética, por el contrario, es integradora en tanto otorga sentido al actuar del hombre.
Dicho de otra manera: el ser de la ética es el deber ser, y precisamente el hombre es la concreción misma del deber ser y éste se conforma, se forma en la acción. El deber ser no es un añadido a la persona, sino su constitutivo, el motor de su acción, la concreción de su intencionalidad.
Y una de las formas en que el hombre actúa con una intencionalidad es dentro del ejercicio de la profesión. Tal ejercicio es afirmación de la propia libertad en la construcción personal más allá del área de especialización a la que se aboque. Porque la profesión es proyección en actos de los saberes adquiridos y las habilidades desarrolladas hacia el alcance de un bien específico demandado por la sociedad en que se inserta el profesional. El ejercicio de la profesión es el ejercicio de la libertad mediatizada. Esa libertad mediatizada nuevamente pone de manifiesto el llamado a ser. Somos libres en la medida en que podemos hacer algo frente a lo que “han hecho con nosotros” —asegura Hortal— entendiendo ese “lo que han hecho...” como las circunstancia que nos obliga a una deliberación. Ser profesional es la búsqueda de una respuesta personal hacia la permanencia o transformación de los valores que imperan en un ámbito social determinado.
La propuesta de una ética profesional parte de un hecho incuestionable: hay “algo” en el ejercicio que nos llama a la reflexión de lo que hace o debe de hacer el profesional y qué tipo de bien persigue la profesión en cuestión. Esto nos lleva a una interrogante más compleja: ¿cómo y quién determina la bondad de los actos que conforman tal ejercicio? Más todavía: Si la ética se entiende como la ciencia filosófica que estudia el fin al que debe dirigirse la conducta de los hombres; ¿desde dónde y quién determina ese fin concretamente en el quehacer profesional.
Sea cual sea la respuesta a estas interrogantes, es el deber ser el motor de la ética, un deber que tiende al ser en tanto bueno, sin importar el autor o la escuela que se ocupe de esa ciencia filosófica.
Las características que determinan una tarea profesional están confeccionadas a partir del supuesto de un deber ser: lo que el profesional “debe” ser para denominarse profesional. Es la profesión una actividad diversa a otras acciones humanas, y tales acciones no son mecánicas, sino que involucran la voluntad y al involucrarla llevan a la pregunta sobre el tipo de bondad de la que son objeto.}
De dónde emerge la pregunta por lo bueno
Decir de manera memorística que lo bueno es el objeto de la voluntad, vale como un enunciado, pero muy poco podrá aportarnos si queremos comprender por qué el hombre tiende a lo bueno y de qué manera el hombre configura su propia historia en la búsqueda de esa bondad, es decir en su proyección al ser.
Y el caso es que no podemos hablar, del “hombre” como un género, sino del hombre que somos cada uno. Muchas son las teorías que se ocupan de definir al hombre en cuanto sujeto de la ética.
El presente artículo se basa en la concepción de Bernard Lonergan, para quien el sujeto es —el hombre en cuanto constituido por la conciencia. El hombre que no solamente conoce, sino que conoce cómo conoce. Pues, a fin de cuentas, si la ética, cómo lo señalara Kant, atiende a la pregunta “qué debo hacer”, la respuesta no puede provenir de un enunciado sino de una apropiación de la conciencia que lleve a la acción. Existen además otras razones que señalan por qué el compromiso ético no puede provenir de un enunciado y que son entre otras:
1) Porque esa respuesta emerge de cada hombre en particular.
2) Porque dicha respuesta implica una acción y a esta acción le antecede una serie de procesos internos.
3) Porque si entendemos en su justa enunciación la pregunta como “qué debo hacer” y no como “qué se debe hacer”, descubriremos que podemos actuar movidos por lo que se debe hacer, y actuaremos en el ámbito de la moralidad; podremos, incluso, actuar en el ámbito del derecho, pero entender “qué debo hacer” compete al campo de la ética cuyo análisis es el objeto de este trabajo.
Efectivamente el “qué debo hacer” de Kant, es transformado por Lonergan en algo que antecede a esa pregunta y que me atrevo a enunciar de la siguiente manera:
Si algo “debo hacer” eso supone un proceso interno que me llevará a deliberar aquello que debo hacer; luego, antes de deliberar lo que debo hacer es que he decidido, he deliberado. Aquí entra precisamente la ética de Lonergan, que no se entiende como un conjunto de normas a seguir sino que parte de una propuesta, de un método que nos permita entender qué estamos haciendo cuando deliberamos, al que daremosel nombre de autoapropiación.
Cuando el hombre opta por una acción, siempre considerada como buena, se ponen en marcha una serie de dinamismos que lo llevan a realizarla. Tad Dunne pretende explicar, en primer lugar, una teoría del conocimiento moral a la luz de la filosofía de Lonergan y para ello parte de un hecho cotidiano: la exigencia a la que se enfrenta el hombre ante acciones que requieren de ser juzgadas moralmente.
El hombre vive inserto en una sociedad que comparte una serie de estándares morales y, acudir a ellos no resulta problemático en tanto no se exija una fundamentación de dichos estándares: ¿qué me obliga a actuar de determinada manera? Esta exigencia de fundamentación que es lo que propiamente se denominará como ética, puede ser respondida acudiendo al dictamen de una “ley natural”, o bien a otros sistemas filosóficos que finalmente se convierten en opciones que como tales no responden a la pregunta normativa: ¿por qué, a fin de cuentas, elijo una manera de actuar? Es decir, asumir como válida, ésta o aquella posición filosófica no determina la decisión personal de actuar moralmente.
La confrontación de sistemas filosóficos se convierte, según Dunne, en un callejón sin salida, puesto que, si consideramos, por ejemplo, a quien defiende una ética pragmática, frente al racionalismo práctico del imperativo categórico, podremos señalar que uno u otro concluyan con la siguiente sentencia: “No debo intentar convencerlo de mis convicciones, como usted no debe intentar convencerme de las suyas”.
De esta suerte podríamos establecer que lo bueno, moralmente hablando, se defina bajo alguna de las siguientes opciones:
- Una especie de convencionalismo que evite la confrontación.
- Una ética regida por los intereses de quienes ostenten el poder de una determinada sociedad y que puede, incluso, tratarse de una ética egoísta.
- Una ética heroica desencarnada, cuyas metas no tienen concreción en la realidad, o bien,
- Un relativismo práctico en donde se renuncia a la objetividad del bien moral.
Lonergan va a proponer un método que permita descubrir la verdad en la ética. Aunque a primera vista, proponer este método, a los ojos de un liberalismo que se conforma con el frío arbitraje que impida la confrontación de quienes enarbolan diferentes conceptos del bien, puede resultar un dogmatismo; por el contrario, el punto de partida de Lonergan se basa en un hecho indiscutible que podríamos determinar como la búsqueda común de aquello en lo que consiste el deber ser. No perdamos de vista que aun aquellos que concluyen que la ética es imposible, están en realidad inmersos en una discusión ética, —de un deber ser— pues incluso negar la posibilidad de la ética es una búsqueda de objetividad en torno del bien, aunque tal objetividad se reduzca a la pura coordinación o al arbitraje de opiniones en disputa.
Cualquier ser humano percibe lo fácil que es actuar en desacuerdo con lo que pensamos, y esto pone de manifiesto que el ser del hombre es un deber ser que se descubre través de nuestros juicios, pero estos deben concretarse en la acción, la ética es un saber para actuar, es un saber práctico. Ahora, para entender nuestro deber ser, con frecuencia, establecemos teorías sobre los juicios éticos sin atender en primer lugar a aquello que estamos haciendo cuando emitimos tales juicios. De otra parte, no basta señalar la necesidad de la moral advirtiendo las consecuencias de desorden que se desatarían sin ella. Esta insuficiencia vale lo mismo para una pregunta sobre la ética profesional. Decir, por ejemplo, que la falta de principios morales generaría una total anarquía en su ejercicio, es solamente un enunciado que no resuelve la pregunta por la fundamentación de tales principios. Señalar solamente la necesidad de principios morales tiene como resultante un círculo vicioso del que no se han desarraigado los actuales códigos de la deontología profesional.
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