Naturaleza Humana
Kimbo072 de Julio de 2013
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Todo escrito que pretende definir con claridad algún concepto suele ser extremadamente técnico. Este ensayo, si bien juguetea con una definición -la de “naturaleza humana”-, no busca llegar a una conclusión definitiva acerca de lo que es “natural en el ser humano”, por tanto intentará ser lo menos técnico posible. Empero, la ocasional precisión técnica es lo único que, probablemente, lo salve de caer en el desvarío o en la charlatanería.
El cuestionamiento inicial, creo, no debiera ser cuál es la naturaleza humana, sino si en realidad existe alguna y, entonces sí, cómo es.
Cuando hablamos de naturaleza o del mundo natural, hacemos referencia, gracias al legado de la ciencia, al universo físico o material: todo lo que ocupa un lugar en el espacio. Pero cuando a esta palabra se le relaciona con la vida entonces natural es todo aquello que “está dado” en los organismos al momento de nacer. Lo innato, lo no creado, lo no artificial es entonces natural.
El concepto de vida no ha existido desde siempre en la ciencia, al menos no en las formas en que se usa hoy en día. Durante y antes de los siglos XVII y XVIII el término era prácticamente inutilizado: los seres naturales eran clasificados más allá de si tenían propiedades de “autonomía” –es decir, si estaban vivos o no-, sino que se les ubicaba en un cuadro jerárquico que iba desde los minerales al hombre. Probablemente el uso de cada vez mejores técnicas de medición, de descripción y de análisis en la ciencia permitió que el hipotético vacío conceptual que existía al dar el salto de los minerales a las plantas o a los animales (y de “el resto de los animales” al hombre) que el término vida tomara fuerza en la taxonomía del mundo natural.
Pero, ¿qué es eso a lo que llamamos vida? ¿Por qué si, como dijo Carl Sagan, estamos hechos de “polvo de las estrellas”, no decimos que las estrellas son seres vivos? Sería absurdo señalar que el simple hecho de poner “en orden” ciertos elementos indispensables para la vida, ésta surge espontáneamente. Es decir, no es que en las estrellas y en nosotros existan los mismos elementos pero se encuentren “acomodados” de manera distinta.
Tradicionalmente se ha señalado a alguna “fuerza” especial o divina como la responsable de que los componentes propios de un ser comiencen a relacionarse entre sí dando como resultado la vida misma, como si la energía necesaria para mover las “piezas” de los organismos fuera algún tipo de fuerza vital que proviene de quién sabe dónde. Si esto fuera así, si consideráramos que ser vivo es un conjunto de componentes organizados de cierta manera y cuyo funcionamiento depende de algún tipo de energía, entonces tendríamos que incluir en esta categoría desde los cristales minerales hasta los sistemas cerrados (máquinas).
Por ejemplo, un reloj es un sistema cerrado. Su función es la medición del tiempo. Ninguna de las partes del reloj puede por sí misma “dar la hora”. Dicho de otra forma, la función del reloj no está dada por sus componentes, sino por la organización de éstos, movidos mediante la energía provista por una batería. No hay nada inherente a ninguna de las piezas del reloj que “contengan” los segundos, los minutos o las horas; sólo podemos dar cuenta de ella bajo la observación de las relaciones establecidas por todos los elementos del reloj de una manera global. A este fenómeno, en la Teoría General de Sistemas, se le llama sinergia: un fenómeno que sólo existe mediante la observación del funcionamiento de las piezas como un todo. Algo que es más que la simple suma de las partes. Pero a nadie se le ocurriría decir que un reloj es un ser vivo.
Por razones que resultan obvias, el concepto de vida ha seguido una evolución paralela a la de la ciencia que se encarga de estudiarla: la biología. Dadas las dificultades para definir a la vida, la biología recurrió a la enumeración de ciertas características que distinguían a lo vivo de lo no vivo. Se decía que los seres vivos necesitan energía (se nutren), que responden a su medio ambiente, que crecen y que se reproducen entre ellos mismos, sin necesidad de ayuda externa. Sin embargo, esta débil definición de la vida permitía, como se mencionó antes, que, por ejemplo, los cristales minerales entraran en esta categoría.
El enfoque mecanicista surgió ante la incapacidad de los científicos por encontrar alguna fuerza organizadora peculiar que fuera común a todo lo que habían denominado como vivo. Se encontraban una y otra vez con lo mismo que en cualquier otra parte del mundo físico: moléculas, interacciones materiales gobernadas por las leyes físicas carentes de algún objetivo o finalidad.
El problema residía en poder determinar qué hacía diferentes a los sistemas vivos de cualquier otro tipo de sistema, si las leyes de la física operaban bajo los mismos principios. Utilizaré el término sistema como sinónimo de máquina, para evitar perturbaciones ideológicas que puedan surgir de la idea de concebir a los seres vivos como “máquinas vivientes”.
Todo sistema no vivo es una estructura material definida por la naturaleza de sus componentes y por la dinámica de interacciones y transformaciones de los componentes, lo que constituye su organización.
Un sistema vivo (autopoiético, en palabras de Humberto Maturana) es un sistema homeostático, cuya peculiaridad reside en aquello que mantienen constante. Un sistema vivo “especifica y produce su propia organización a través de la producción de sus propios componentes, bajo condiciones de continua perturbación y compensación de esas perturbaciones” . Dicho de otra forma, los seres vivos son estructuras moleculares autoorganizadas capaces de intercambiar energía y materia con el entorno con la finalidad de automantenerse.
De esta forma, la organización de los seres vivos se refiere a procesos encadenados de manera tal que éstos producen los componentes que constituyen y especifican al sistema como una unidad, es decir, que son sistemas homeostáticos que tienen a su propia organización como la variable que mantienen constante.
Esto es precisamente lo que distingue a los sistemas vivos de los no vivos. Los primeros son autónomos en tanto que subordinan todos sus cambios a la conservación de su propia organización, mientras que en los segundos los cambios que experimentan están necesariamente supeditados a la producción de un producto distinto de ellas (por ejemplo, un reloj, un automóvil, etc.).
Estas ideas, extraídas de Maturana, resultan de vital importancia pues zanjan la cuestión acerca de qué es lo que hace diferente a la organización viva de cualquier otro tipo de organización. Esto es, tanto los sistemas vivos como los no vivos están determinados en su estructura, pero es su organización lo que los distingue como miembros de una categoría o de otra.
Así, los seres vivos no lo son en tanto que “hagan” ciertas cosas que los identifican (crecer, reproducirse, etc.). Para Maturana –y para mí también-, la autopoiesis es entonces una propiedad necesaria y suficiente en la organización de lo vivo. De esta forma, procesos como la evolución o la reproducción surgen como procesos secundarios que se encuentran subordinados a la existencia y al funcionamiento de las unidades autopoiéticas.
Otra cuestión muy distinta sería la de determinar el verdadero origen de la vida. Es decir, no qué surge al iniciar la vida, sino porqué surge. No estoy seguro siquiera si valga la pena hacerse esta pregunta, pero sin duda escapa a los objetivos y a las capacidades del autor.
Retomando el tema de la autopoiesis, quiero agregar que este concepto engloba a la totalidad de seres vivos y no hace ninguna distinción entre ellos. Tan sólo hace referencia a esa propiedad intrínseca de todo ser vivo que le da su propia identidad. Precisamente aquí surge la siguiente gran incógnita: ¿Dónde radica la diferencia entre un ser vivo “cualquiera” y el ser humano?
Es innegable que los seres humanos se encuentran en un peldaño distinto (¿superior?) al del resto de los animales. Seguimos formando parte del reino animalia, pero todos estamos seguros de que existe algo más en nosotros que nos coloca en un nivel diferente. Es discutible el epíteto de “superior”, pero definitivamente podemos ubicarnos en una esfera propia y distintiva. Hay, efectivamente, un salto cualitativo del resto de los animales al ser humano. Será precisamente la distinción que se haga entre humano y no humano (no quiero usar el término “infrahumano”, pues en cierta forma me rehúso a colocarme por encima de aquellos seres con quienes comparto la existencia) lo que responderá la primera incógnita del ensayo: si acaso existe una naturaleza humana.
No deseo introducirme demasiado en el tema de la filogenia. Ciertamente determinar de manera clara e inequívoca la historia evolutiva del ser humano no me compete y no creo que sea absolutamente necesaria para el entendimiento de la naturaleza humana, pues no busco explicaciones acerca del porqué las cosas son como lo son y no de otra forma. Intento definir, para mí mismo en primera instancia, y para quien lea este ensayo en segunda, lo que es el ser humano. La búsqueda de un porqué creo que es irrelevante porque sólo conduce a la futilidad de tratar de encontrar una razón o un motivo para lo humano. Y prefiero andar por el mundo con la convicción de que no hay nadie o nada tras de mí que determine en todo momento mi destino. Además, creo que la naturaleza humana no se define “relativamente”, es decir, no es una naturaleza distinta para los hombres de antaño que para los actuales.
Retomaré aquí uno de los primeros puntos del ensayo:
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