Resumen Retorica
pablosa13 de Mayo de 2014
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1. La retórica como arte
La Retórica de Aristóteles es un “arte”, una tékhne, es decir, un tratado teórico-práctico sobre un objeto concreto, en este caso la palabra persuasiva, el discurso retórico. Es decir, es un conjunto sistemático de conocimentos universales teórico-prácticos que rebasa el nivel de la mera experiencia (empeiría, palabra de la que procede nuestro adjetivo «empírico»).
Es experiencia el constatar que a Sócrates o Calias y otros muchos, enfermos de tal o cual enfermedad, les tocó padecer esto o lo otro. Es “arte”, en cambio, el saber que a Sócrates, a Calias y a otros muchos de la misma constitución física (flemáticos o biliosos, por ejemplo), enfermos de una constitución física genérica reductible a la unidad, cuando les ataca determinada enfermedad, les pasa exactamente esto y no eso otro (Aristóteles, Metafísica 981a).
Las “artes” comienzan en Grecia en el siglo V a.J.C. y son el claro exponente de la confianza generalizada en la razón como generadora de conocimientos teórico-prácticos sobre cualquier realidad del mundo o de la vida.
Todo se puede investigar, sobre cualquier tema se puede primero acopiar los datos, “los hechos evidentes” (phainómena), como los llamaba Aristóteles, seguidamente teorizar sobre ellos, y, por último extraer de esa teoría conclusiones prácticas. No hay más que formular una teoría basada en los hechos y luego subrayar los puntos teóricos relevantes que permitan una inmediata aplicación práctica de ella que resulte correcta y exitosa.
2. Las Artes Retóricas prearistotélicas
Las Artes Retóricas o Artes de los Discursos o simplemente Artes, como a la sazón se llamaban, existieron ya en el siglo V a.J.C. Fue el propio Aristóteles quien, en una obra que sólo conocemos indirectamente, titulada Colección de Artes Retóricas, en la que exponía compendios de las Artes Retóricas anteriores a la suya, se refería a la del siracusano Tisias como la primera de ellas.
Este Tisias, junto con Córax, tal vez su maestro, fueron según Cicerón en el Bruto (46 ss.) los inventores de la retórica en el sentido de haber sido los primeros en componer, en la Siracusa del segundo cuarto del siglo V a. J. C., el primer tratado titulado Arte sobre los discursos persuasivos, el primer tratado de lo que más adelante dará en llamarse Retórica.
La necesidad de escribir un arte sobre la capacidad del lenguaje para persuadir surgió en Tisias de las circunstancias socio-políticas del momento en Siracusa.
A la caída de la tiranía sucedió en esta localidad, en el segundo cuarto del siglo V a.J.C., la instauración de un gobierno democrático que puso en marcha un nuevo sistema de procedimiento judicial: el de jurados populares elegidos por sorteo ante los que todo litigio habría de debatirse. En especial debían litigar ante ellos los antiguos propietarios de tierras que, habiendo sido confiscadas por los tiranos, ahora, tras la instauración del nuevo régimen, las quisieran recuperar. (La retórica es, pues, hija del estado democrático y del interés económico que indefectiblemente suscitan la propiedad, el dinero y el capital).
Para ello los litigantes debían manejar un argumento esencial en retórica, el «argumento de probabilidad», el eikós. Este concepto de la “probabilidad” encaja muy bien en esa generalizada confianza en la razón que caracteriza el espíritu de las “artes”. Parte de la base de que el ser humano suele obrar de una manera racional y predecible y que, a falta de pruebas o incluso por encima de pruebas dudosas o discutibles indicios, la reconstrucción de un hecho del pasado no puede hacerse sino a través de lo que parece “verosímil” o “probable”, de lo eikós.
En la actualidad contamos con un ejemplo clarísimo del «argumento de probabilidad», del eikós, a saber, el famoso criterio del “cui prodest?”, “¿a quién aprovecha?” un asesinato –pongamos por caso–, pues, como los seres humanos nos dejamos arrastrar con frecuencia por la codicia, “probablemente” quien se aproveche de la herencia del asesinado es el asesino.
Después del manual de Tisias el siracusano se escribieron sin duda alguna otros, pero ya no en Siracusa, pues el interés por la retórica no tardó en trasladarse a la pujante Atenas, a la sazón, mediados del siglo V a. J. C., una potencia política e intelectual de primer orden, en la que el movimiento cultural y filosófico de la Sofística se encontraba ya por entonces en plena efervescencia.
Dejando ahora aparte a Gorgias de Leontinos, un filósofo que fundamentó la retórica, debemos mencionar a un sofista y rétor famoso, Trasímaco de Calcedón, cuyo floruit o “flor de la edad” (la de los cuarenta años) se sitúa en torno al 400 a.J.C., autor de un “arte” en el que explicaba, a través de una colección de epílogos (los epílogos son las peroraciones o partes finales de un discurso) que enseñaba a ejecutar o pronunciar debidamente, cómo lanzar descargas emocionales a los jurados en forma de llamadas a la compasión hacia el acusado.
También estudió la eficacia del variado ritmo de la prosa y de la construcción de períodos amplios y artísticamente desarrollados en los que se trataba de evitar el hiato (el hiato es la disonancia que resulta del encuentro de una vocal final de palabra con la inicial de la siguiente).
Otro manual de retórica o “arte” que también había reseñado Aristóteles en la mencionada Colección de Artes Retóricas era el de Teodoro de Bizancio, que trataba de las partes de que ha de constar un discurso (las canónicas eran cuatro para la oratoria judicial: proemio, narración, argumentación y epílogo) y la necesidad de introducir otras acompañadas a su vez de divisiones y subdivisiones.
De manera que cuando nuestro filósofo emprendió la escritura de su Arte Retórica, tenía ante sí y conocía perfectamente los tratados de sus predecesores en el empeño. De hecho había escrito una Colección de Artes Retóricas que podía tener ante los ojos a la hora de redactar su Retórica. Este procedimiento de tener por delante los datos, los hechos indiscutibles, los “hechos evidentes” (phainómena) y la bibliografía de quienes han tratado previamente del tema que él se dispone a abordar es muy típico de Aristóteles, un singular ejemplar de filósofo, filósofo platónico y a la vez empírico, una combinación perfecta de opuestas metodologías sumamente difícil de conseguir y de llevar a buen término.
3. El peculiar filósofo Aristóteles
Aristóteles es el más brillante discípulo del gran filósofo Platón, pero es un peculiarísimo filósofo, porque es un platónico empírico. Ahora bien, por extraño que ello pueda sonar, aquí empieza el camino para entender su Retórica, que, en caso contrario, pudiera parecer extremadamente contradictoria consigo misma.
En realidad, Aristóteles compone un Arte Retórica que pudiera haber complacido a su maestro Platón que tan profundamente denostaba la que en sus tiempos se consideraba tal. Así pues, entre la empírica y real retórica práctica de rétores y sofistas y la que pudiera haber aceptado su maestro Platón sitúa Aristóteles su nueva Arte Retórica.
Lo más genial del tratado aristotélico es que su autor con él no niega el pan y la sal a la retórica, sino que la acepta empíricamente y además la platoniza, es decir, la pone al nivel de los universales, de las ideas que se abstraen de las experiencias, y la moraliza.
Creo que así hay que entender este excelente tratado, en el que nuestro filósofo se esforzó en seguir las directrices de su maestro sobre lo que debería ser una retórica ideal, y, al mismo tiempo, no echó en olvido la retórica real tal y como se concebía y practicaba en su tiempo, pues además de ser platónico por su escuela, era empírico en su manera de abordar el estudios de los hechos, de los incontestables hechos (phainómena) que imponen su realidad con infrangible tozudez .
En primer lugar, por tanto, a la hora de redactar su obra tenía delante sus notas o el tratado ya redactado que llevaba por título Colección de Artes Retóricas. Eso ya es muy buena señal de sano proceder empírico.
Este procedimiento –ya lo hemos dicho– es muy aristotélico. A eso llamaba el magistral filósofo acopiar los datos indiscutibles, los “hechos evidentes”, los “fenómenos” (phainómena), sin los cuales no cabe pergeñar ninguna teoría.
A nuestro filósofo, en efecto, le encantaba disponer de colecciones de datos indiscutibles y evidentes para luego teorizar partiendo de ellos. Por ejemplo, las arenas del desierto nos han devuelto, a finales del siglo XIX, una obrita titulada La constitución de los atenienses, que no era sino un fragmento de una colección más amplia de Constituciones de ciudades-estado griegas con la que nuestro filósofo trabajaba. Pues, efectivamente, todos los datos contenidos en sus Constituciones los utilizó en la confección de su obra titulada Política. Así se explica que este tratado suene con frecuencia a trabajo concienzudo y fiable, independientemente de que estemos o no de acuerdo con la doctrina en él expuesta.
Sólo así se entiende, también, que en un amplio pasaje de esta importante obra (1290b-1291b) su autor nos abrume con una clasificación de las varias formas políticas adoptadas en diferentes ciudades-estado griegas por los órganos de sus respectivos cuerpos políticos. Es una clasificación que suena a las archiconocidas clasificaciones de las especies de los animales por la disposición de los órganos de sus cuerpos, del tipo de las que encontramos en su Historia de los animales.
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