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Sobre el diálogo Fedro «O de la belleza»


Enviado por   •  12 de Marzo de 2014  •  Trabajos  •  2.705 Palabras (11 Páginas)  •  337 Visitas

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Fármakon

El mito platonico sobre la invencion de la escritura se encuentra en el dialogo de Fedro «O de la belleza». Platón detestaba recurrir a los mitos, algo que desde él ha mantenido la filosofía, aquella que se denomina «alta» filosofía o filosofía «verdadera» por mantenernos en los limites de Platón hasta nuestros días, la critica o el discurso puro de la razón asedia sin cesar los campos de la matemática o de la «alta» matemática, desechando y despreciando todo aquello que tenga que ver con la metáfora, mito, etc. La filosofía y Platón como filosofo desprecia de la literatura el logos, descarta hacia el impreciso mito, esto en teoría, porque el mismo Platón reconoce que hay que ser didáctico y, que de vez en cuando podemos recurrir a un pequeño ejemplo literario, como lo hace por ejemplo un profesor de matemáticas al recurrir a las manzanas para hacer comprensible a los niños el abstracto de los números y lo que representan.

Yace aquí la curiosa contradicción del ateniense, porque resulta que sus fantásticas narraciones, sus mitos, explican en una forma didáctica, y el casi con vergüenza de tener que recurrir a ello, es lo que en realidad recordamos de su obra. Es por eso que nos atraen tanto los mitos sin importar nos interese la filosofía o no.

Al inicio del dialogo de Fedro se menciona a Farmacia quien era una Ninfa de una fuente próxima al Iliso en el párrafo:

Sócrates: Si no me lo creyera, como hacen los sabios, no sería nada extraño. Diría, en ese caso, haciéndome el enterado, que un golpe del viento Bóreas la precipitó desde las rocas próximas, mientras jugaba con Farmacia y que, habiendo muerto así, fue raptada, según se dice, por el Bóreas. Hay otra leyenda que afirma que fue en el Areópago, y que fue allí y no aquí de donde la raptaron. Pero yo, Fedro, considero, por otro lado, que todas estas cosas tienen su gracia; sólo que parecen obra de un hombre ingenioso, esforzado y no de mucha suerte. Porque, mira que tener que andar enmendando la imagen de los centauros, y, además, la de las quimeras, y después le inunda una caterva de Gorgonas y Pegasos y todo ese montón de seres prodigiosos, aparte del disparate de no sé qué naturalezas teratológicas. Aquel, pues, que dudando de ellas trata de hacerlas verosímiles, una por una, usando de una especie de elemental sabiduría, necesitaría mucho tiempo. A mí, la verdad, no me queda en absoluto para esto. Y la causa, oh querido, es que, hasta ahora, y siguiendo la inscripción de Delfos, no he podido conocerme a mí mismo. Me parece ridículo, por tanto, que el que no se sabe todavía, se ponga a investigar lo que ni le va ni le viene. Por ello, dejando todo eso en paz, y aceptando lo que se suele creer de ellas, no pienso, como ahora decía, ya más en esto, sino en mí mismo, por ver si me he vuelto una fiera más enrevesada y más hinchada que Tifón, o bien en una criatura suave y sencilla que, conforme a su naturaleza, participa de divino y límpido destino. Por cierto, amigo, y entre tanto parloteo, ¿no era éste el árbol hacia el que nos encaminábamos?

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Centrándonos en el mito de la escritura, un mito de la invención de Platón, un mito breve situado al final del diálogo de Fedro. Este mito que trata sobre los orígenes de la escritura y que se reproduce en realidad entre un diálogo dentro del mismo diálogo de Fedro, entre dos personajes del Egipto antiguo. Los personajes del mito son un dios- rey llamado Thamus, al que hay que imaginar sentado en un elevado trono en medio de su corte en la Tebas egipcia, y un dios-menor llamado Theuth, especie de divinidad artífice o laboriosa, encarnación antigua del progreso, que se dedica todo el rato a inventar cosas para el bien general de los egipcios, invenciones que le resulta obligado presentar a su superior jerárquico, aquel buen dios-gestor Thamus, a fin de que éste dé o no su visto bueno, una especie de derechos de patente previos a la comercialización. Y bueno, con anterioridad al diálogo que Sócrates narra, en el brillante curriculum de Theuth figura la invención de los números y el cálculo, la geometría y la astronomía, incluso el juego de las damas y hasta los dados. Habiendo pasado todo ello por el juicio de Thamus de modo exitoso, gracias a lo cual tanto en la Atenas de Platón como en nuestro propio mundo disfrutamos de aquellas divinas invenciones egipcias. Pero el caso es que el diosecillo inventor Theuth le presenta una mañana al dios-rey algo que Sócrates llama: las letras del alfabeto, o lo que viene a ser más exacto: los caracteres de la escritura. Y presenta esta invención, la escritura, defendiendo apasionadamente su utilidad pública y la necesidad, por tanto, de que se enseñe en cada escuela con palabras parecidas a éstas:

Sócrates: Este conocimiento, ¡oh rey!, hará más sabios a los egipcios y vigorizará su memoria. Pues se trata del elixir de la memoria y de la sabiduría lo que con él se ha descubierto.

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Tras estudiar el asunto, el todopoderoso y juicioso dios-rey emite su dictamen. Estas son, pues, las palabras que Thamus dirige al entusiasta Theuth, una especie de cubetada de agua fría, como se ve:

Sócrates: ¡Oh Theuth, ingeniosísimo inventor de tantas y tantas artes!. Una cosa es ser capaz de engendrar un arte, y otra ser capaz de discernir qué daño o provecho encierra para los que de ella han de servirse. Y así tú, que eres el padre de los caracteres de la escritura, de las letras, les has atribuido por puro cariño paterno facultades contrarias a las que poseen. Pues tu invento producirá en el alma de quienes lo aprendan el olvido, por el descuido del cultivo de la memoria, ya que los seres humanos, al confiar en la escritura, recordarán de un modo externo, valiéndose de unos caracteres ajenos a ellos; y no desde su interior y por su propio esfuerzo. No es, pues, el elixir de la memoria, sino el de la rememoración, lo que has encontrado. Es la apariencia de la sabiduría, y no sabiduría verdadera, lo que procuras a tus discípulos. Porque, una vez que hayas hecho de ellos eruditos sin verdadera instrucción, darán la impresión de conocer muchas cosas, pese a ser en su mayoría unos perfectos ignorantes, y su compañía resultará insoportable, al haberse convertido no en sabios, sino en tipos que presumirán de serlo.

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Lo interesante del asunto es que este pequeño, casi marginal mito, se inscribe dentro de una serie de consideraciones que Sócrates se trae entre manos con Fedro en su diálogo. Y para ser más exactos, Sócrates lo trae a colación para responder a la pregunta por la conveniencia o inconveniencia del escribir,

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