Resumen Jorge Gelman
aquilesteo4 de Junio de 2015
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LA LUCHA POR EL CONTROL DEL ESTADO: ADMINISTRACIÓN Y ÉLITES COLONIALES EN HISPANOAMÉRICA
Jorge Gelman
Desde mediados del siglo XVIII, y sobre todo durante el reinado de Carlos III (1759-1788) y la presencia en el Consejo de Indias de José de Gálvez (17761787), la Corona española lleva adelante grandes reformas político-administrativas en sus colonias americanas, con impulso, masividad y coherencia, no vistos desde la época de las reformas toledanas a finales del siglo xvi. Estas reformas, que ya habían comenzado dentro de la propia Península Ibérica con la llegada de los Borbones al trono de España a inicios del siglo, sólo se empiezan a aplicar tímidamente en América durante el reinado de Fernando VI (1746-1759), una vez que el final del asiento inglés de esclavos en 1748 y el tratado de limites con Portugal en 1750, despejan el horizonte de conflictos europeos inmediatos. Pero sólo a la muerte de este último monarca y con la ascensión al trono de Carlos III, las reformas adquieren el ritmo y la coherencia que permiten hablar de un verdadero plan de conjunto para transformar las estructuras de poder imperantes en América durante casi dos siglos. Este intento de transformación política era, en realidad, parte y condición previa de reformas más amplias, que buscaban consolidar los límites y la seguridad del Imperio, promover el crecimiento económico español y asegurar a la Corona un volumen creciente de ingresos fiscales, para permitirle recuperar su rango en el mundo. No nos ocuparemos aquí de estas reformas económicas, militares, religiosas y fiscales, pero resultaba claro para la Corona y para todos los impulsores intelectuales de aquéllas que a fin de reorganizar la economía, cobrar mejor y más impuestos, defender el territorio, terminar con el contrabando y disciplinar a la población de las colonias, era menester primero realizar, una profunda reforma político-administrativa en América, fortalecer el aparato estatal, instalar en el mismo a funcionarios honrados y fieles, terminar con la corrupción generalizada y con la influencia de las élites locales en la administración. Nuestro objetivo será entonces analizar las transformaciones de las estructuras del poder en Hispanoamérica a lo largo del siglo XVIII y, en particular, la incidencia de las reformas políticas realizadas por los Borbones en la segunda tai
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tad del siglo. Nos centraremos para ello en el ámbito de la administración del Estado, en la constitución de las élites americanas y en su relación cambiante con las estructuras del poder a lo largo del siglo. Esta doble aproximación al problema, Estado-élites locales, parte de la concepción dé que la estructura del poder y las definiciones políticas en América no eran sólo el resultado de la voluntad de la Corona y sus ministros metropolitanos, sino de la combinación de la misma con los factores de poder de las colonias, los propios funcionarios y sobre todo, las poderosas élites locales.
LAS ESTRUCTURAS DEL PODER ANTES DE LA OFENSIVA BORBÓNICA
Conocemos hoy bastante bien cómo funcionaban las estructuras del poder en América antes de las reformas borbónicas. Aunque la mayoría de los estudios realizados al respecto versan sobre el siglo XVII, para dar luego un salto a la segunda mitad del XVIII, los pocos trabajos que han incluido la primera mitad de este último siglo nos lo muestran como un período donde se mantienen y aun se acentúan ciertos rasgos del anterior1. El historiador británico D. Brading resume lo que sabemos sobre el poder antes de las reformas con una frase contundente: «... en cada provincia del Imperio, la administración había llegado a estar en manos de un pequeño aparato de poder colonial, compuesto por la élite criolla —letrados, grandes propietarios y eclesiásticos—, unos pocos funcionarios de la Península con muchos años de servicio y1os grandes mercaderes dedicados a la importación. Prevalecía la venta de cargos en todos los niveles de la administración» (Brading, 1990). Los estudios sobre distintos ámbitos de la administración le dan plenamente la razón. Si tomamos el caso de las Audiencias, la mayor instancia judicial en América, sabremos que entre 1687, en que se empiezan a vender los cargos, y 1750, se nombran 138 criollos y 157 peninsulares. La mayoría de los primeros había comprado el cargo y se destacaban los miembros de la élite limeña, que habían instalado oidores no sólo en la Audiencia de Lima, sino en muchas otras. A su vez, una gran parte de los peninsulares que figuraban en esta institución estaba fuertemente ligada a las élites locales (por matrimonio, compadrazgo, transacciones económicas, etc.), con lo cual la influencia de estos sectores era ampliamente mayoritaria (Burkholder y Chandler, 1977; Phelan, 1972; Campbell, 1972) Algo parecido sucede en el resto del aparato estatal. Dejando a un lado los cabildos, la instancia más baja del poder en las ciudades, que de partida —y así fueron pensados—_eran una virtual representación de las élites urbanas, encontramos una situación similar en el caso de los corregidores de indios o alcaldes
1. En este sentido, el trabajo más sistemático es el de los historiadores norteamericanos M. Burkholder y D. Chandler, sobre la composición de las audiencias americanas entre 1687 y 1808, donde los autores no dudan en incluir la primera mitad de! siglo XVIII en lo que llaman la «Edad de la Impotencia» (de la Corona frente a sus colonias), siendo la segunda mitad del siglo la época de la restauración de la «Autoridad». (Burkholder y Chandler, 1977).
mayores. Estos funcionarios, impuestos por la Corona a finales del siglo xvi para limitar el poder de los encomenderos, organizar la explotación de la población indígena en beneficio del conjunto de los colonos españoles y de la Corona —aunque también se suponía que para defenderlos frente a las excesivas pretenciones de los primeros— se convierten, por su papel de bisagra en una pieza clave del sistema colonial. Muy pronto las élites procurarán influir sobre estos fun-. cionarios para acceder más fácilmente a la mano de obra indígena y sobre todo, desde la segunda mitad del XVII, para convertir a esa población en un mercado cautivo, donde colocar mercancías, en cantidades y condiciones que el corregidor podía imponer por su posición de fuerza. Esta aspiración de las élites se va a ver favorecida porque desde 1678 se empiezan a vender oficialmente estos cargos, con lo cual los sectores más adinerados de las colonias tendrán la posibilidad de adquirirlos directamente (Tord, 1974; Moreno Cebrián, 1977; Larson y Wasserstrom, 1982; Hamnett, 1977). También conocemos bastante bien el caso de los oficiales de real hacienda, en el período preborbónico y así podríamos seguir enumerando (Andrien, 1985). Esta amplia influencia directa e indirecta de las élites sobre el poder se va a manifestar de manera evidente en el desarrollo a gran escala de actividades, no siempre legales, amparadas por el Estado y que favorecían a estos sectores. Ya hemos mencionado el caso de los «repartos de mercancías» que imponían los corregidores a los indígenas, repartos que adquieren tal magnitud en la primera mitad del siglo XVIII, que la Corona se verá forzada a legalizarlos en 1754, para tratar de limitarlos y a la vez obtener algún provecho de ellos. Otro fenómeno que se desarrolla a gran escala es el contrabando, que parece ser de lejos la principal forma de comercio exterior americano en el siglo XVII y la primera mitad del siguiente (Morineau, 1985). De estas y otras razones se derivaba que la Corona perdiera progresivamente el control directo de la situación colonial y que se redujera también la recaudación fiscal, recaudación que por otra parte se delegaba cada vez más en particulares, a quienes se arrendaba el derecho a percibir los impuestos a cambio del pago de sumas fijas. Toda esta situación ha llevado a algunos autores a plantear que el grado de control de las élites locales sobre el aparato del Estado, la generalización de la corrupción y el no respeto a la legislación real, permiten hablar de la existencia en los hechos de una primera independencia americana en el siglo XVII y la primera mitad del XVIII (Lynch, 1964-1969; Muro Romero, 1987)2. Esta idea parte de una vieja concepción de la historiografía americanista que consideraba al Estado implantado por la Corona en América como una entidad fuertemente centralizada, que excluía la participación de los factores de poder local (Haring, 1949). De esta manera, la presencia de estos últimos y el desarrollo de la corrupción serían una aberración del sistema, cuya magnitud en este período lo pondría francamente en crisis.
2. Lynch ha modificado posteriormente (1991) su percepción de este período, hablando de la existencia de un gobierno de «consenso», que no cuestionaba el vínculo colonial.
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Sin embargo, es posible considerar la evolución en las estructuras del poder en América de otra manera. Algunos trabajos plantearon ya, hace más de dos décadas, una interpretación diferente de la tradicional sobre el sistema de gobierno en Hispanoamérica y el fenómeno de la corrupción, aunque luego los trabajos de investigación empírica hicieran poco caso de estos planteamientos3. En estos estudios se concibe el Estado colonial, por lo menos durante el largo reinado de los Austrias y en el primer período borbónico, no como una institución fuertemente centralizada y excluyente de los factores de poder local, sino, por el contrario, como un sistema de una gran flexibilidad, que buscaba constantemente un delicado punto de equilibrio entre los
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