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El caso de los siete relojes

MMaixterEnsayo20 de Febrero de 2014

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El caso de los siete relojes

Encuentro anotado en mi libro de apuntes que fue en la tarde del miércoles 16 de noviembre de 1887, cuando la atención de mi amigo Mr. Sherlock Holmes fue atraída por el singular hombre que odiaba a los relojes.

He escrito en alguna parte que solamente oí un vago relato del asunto pues ocurrió poco después de mi boda. En realidad, en mi aseveración había ido tan lejos como para precisar que mi primera visita, después de mi boda, a Holmes, fue en marzo del año siguiente. Pero el caso en cuestión era tan extremadamente delicado, que confío que mis lectores sabrán excusar que fuera suprimido por una pluma que se guió siempre por la discreción antes que por el sensacionalismo.

Pocas semanas después de mi boda, mi esposa tuvo que abandonar Londres para un asunto que concernía a Taddeus Soltó y afectaba vitalmente a nuestro futuro destino. Resultándome insoportable nuestro hogar sin su presencia volví por ocho días a las antiguas habitaciones de la Calle Baker. Sherlock Holmes me recibió cordialmente, sin formular comentarios o preguntas. No obstante debo confesar que al siguiente día, que era el 16 de noviembre, comenzó bajo malos auspicios.

Hacía un tiempo desagradable, y helado por demás. Durante toda la mañana, la pardiamarillenta niebla se apelotonó contra las ventanas. Ardían las lámparas y los reverberos de gas, así como un buen fuego en la chimenea, y su resplandor se expandía sobre la mesa de la que, pasado ya el mediodía, aún no había sido retirado el servicio del desayuno.

Sherlock Holmes se hallaba pensativo y distraído. Retrepado en su sillón, arropado en un batín de color de piel de topo y con una pipa de madera de cerezo en la boca, hojeaba los periódicos de la mañana haciendo de cuanto en cuanto un comentario irónico.

—¿Encuentra usted pocos asuntos de interés? —le pregunté.

—Mi querido Watson —respondió—, comienzo a temer que la vida se ha convertido en una rasa y monótona llanura, desde el caso del famoso Blessington.

—Sin embargo —repliqué—, éste ha sido un año de casos memorables. Se halla usted sobrestimulado, mi querido compañero.

—¡Palabra, Watson, que no es usted precisamente el hombre más indicado para predicar sobre el tema! Anoche, después que me aventurara a ofrecerle una botella de Beaune en la cena, sostuvo usted tan denotadamente la tesis sobre las alegrías que proporciona el himeneo, que temí no debiera usted haberlo contraído.

—¡Querido compañero! ¿Quiere usted decir que me hallaba sobrestimulado por el vino?

Mi amigo me miró de manera singular.

—No por el vino quizá —dijo—. Sin embargo... –e indicó los diarios—. ¿Ha echado usted una ojeada sobre la jeringonza con que la prensa nos regala?

—Temo que no. Este artículo del British Medical Journal...

—¡Bien, bien!, —dijo—. Aquí hallamos columna tras columna dedicada a la próxima temporada de carreras. Por alguna razón parece asombrar perpetuamente al público inglés el que un caballo pueda correr mas velozmente que otro. De nuevo, y por undécima vez, tenemos a los nihilistas fraguando alguna negra conspiración contra el Gran Duque Alexei, en Odesa. Un artículo de fondo está consagrado por entero a la indudablemente aguda cuestión: “¿Deben casarse los dependientes del comercio?”

Me abstuve de interrumpirlo, para no aguijonear su mordacidad.

—¿Dónde está el crimen Watson? ¿Dónde esta la fantasía, dónde ese toque de lo outré* sin el cual un problema en sí es como arena y hierba seca? ¿Acaso los hemos perdido para siempre?

—¡Escuche! —dije de pronto—. ¿No ha sonado la campanilla?

—Y se trata de alguien que por cierto lleva prisa a juzgar por el clamor.

Al unísono nos dirigimos a la ventana y miramos a la Calle Baker. La niebla habíase levantado en parte. Junto a la cera de nuestra puerta, se hallaba parado un elegante carruaje. En aquel preciso instante, un cochero de sombrero de copa y librea, estaba cerrando la portezuela, en cuyo lustroso panel aparecía distintamente una “M” dorada. Desde abajo nos llegó el murmullo de voces, seguido por rápidos y ligeros pasos en la escalera interior, y la puerta de nuestra sala se abrió de par en par.

Creo que ambos nos sorprendimos al ver que nuestra visitante era una joven damita; digamos más bien una muchacha, pues apenas contaría unos dieciocho años; y raras veces había yo visto reunido en un rostro juvenil tanta hermosura y gentileza, así como sensibilidad. Su abundante cabello rojizo había sido confinado bajo un sombrerito, y sobre su vestido de viaje llevaba puesto un chaquetón granate, adornado con tiras de astracán. En una de sus enguantadas manos sostenía un maletín de viaje con las iniciales “C.F.”, en una especie de marbete. Su otra mano se hallaba posada sobre el pecho, como oprimiendo su corazón.

—¡Oh, por favor...! ¡Perdonen, por favor, esta intrusión!

—rogó con entrecortada aunque suave y melodiosa voz—. ¿Quién de ustedes, se lo ruego, es Mr. Sherlock Holmes?

Mi compañero inclinó la cabeza.

—Yo soy Mr. Holmes. Este es mi amigo y colega el doctor Watson.

—¡Gracias a Dios que lo he encontrado en casa! El objeto de mi visita...

Pero la recién llegada no pudo continuar. Balbució algo, un intenso rubor se extendió sobre su rostro, y bajó los ojos. Suavemente, Sherlock Holmes tomó el maletín de viajes de sus manos y empujó un sillón hacia la chimenea.

—Le ruego que tome asiento, señora y se sosiegue —dijo, dejando a un lado su pipa.

—Se lo agradezco, Mr. Holmes —respondió la joven, encogiéndose en el sillón y lanzándole a mi amigo una mirada de gratitud—. Se dice, señor, que puede usted leer en el corazón humano...

—¡Hum! Para el lirismo, temo que tenga usted que dirigirse a Watson.

—...Qué puede usted leer los secretos de sus clientes, y hasta lo que los trae donde usted, incluso antes de que aquellos, hayan dicho una sola palabra.

—Sobreestiman mis facultades —respondió Holmes—. Aparte de los hechos obvios de que usted es una dama de compañía, de que apenas ha viajado, aunque regresó recientemente de una estancia en Suiza y de que el asunto que aquí la trae concierne a un hombre que ha ganado su afecto, no puedo decir nada.

La joven damita se sobresaltó visiblemente, y yo mismo quedé desconcertado.

—¡Holmes! —no pude menos de exclamar—. ¡Esto es demasiado! ¿Cómo le ha sido posible saberlo?

—¡Sí! ¿De qué manera? —dijo como en un eco la damita desconocida.

—Lo he visto. Lo he observado. El maletín de viaje, aunque dista de ser nuevo, no aparece gastado ni estropeado por los viajes. Por lo demás, no necesita insultar su inteligencia, Watson, llamándole la atención sobre la etiqueta del “Hotel Splendide”, de Grindelwald, Suiza, pegada con goma en una de las esquinas del maletín.

—Pero, ¿y los otros detalles? —insistí.

—El atavío de la señorita, aunque de gusto impecable, no es ni nuevo ni suntuoso. Sin embargo, ha parado en el mejor hotel de Grindelwald y ha venido aquí en un coche de categoría. Puesto que sus propias iniciales “C.F.”, no concuerdan con la “M” inscrita en el carruaje, podemos suponerla desempeñando un puesto de confianza en casa de alguna familia acomodada. Su juventud hace desechar la suposición de que se trata de un ama de llaves, y así nos inclinamos por lo de señorita de compañía. Y en cuanto al hombre que se ha ganado su afecto, sus rubores y la expresión de sus ojos lo proclaman bien a las claras. ¡Absurdo! ¿No es así?

—¡Pero si todo esto es verdad, Mr. Holmes! —exclamó nuestra visitante apretándose las manos en evidente muestra de la más profunda agitación—. Me llamo Celia Forsythe, y por el espacio de más de un año he sido señorita de compañía de Lady Mayo, de Groxton Low Hall, en el condado de Surrey. Charles...

—¿Charles? ¿Ese es el nombre del caballero en cuestión?

Miss Forsythe asintió con un ademán de cabeza, pero sin alzar la vista.

—Si vacilaba en hablar de él –continuó—, fue porque temía que se rieran ustedes de mí. Lamentaría que me creyeran loca, o, aún peor, que pensaran que el pobre Charles lo está.

—¿Y por qué habíamos de creerlo así, Miss Forsythe?

—Mr. Holmes... ¡es que Charles no puede soportar la vista de un reloj!

—¿De un reloj?

—En la pasada quincena señor, y sin razón explicable, ha destruido siete relojes. ¡Dos de ellos en público y ante mis propios ojos!

Sherlock Holmes se restregó sus flacos dedos.

—Vamos —dijo—. Esto es muy satis... muy curioso. Continúe, por favor, su relato.

—Me desespera el hacerlo, Mr. Holmes, aunque voy a intentarlo. Durante el pasado año, fui muy feliz con mi empleo en casa de Lady Mayo. Debo decirle que mis padres fallecieron, pero que recibí una esmerada educación y las referencias que pude obtener para ocupar la plaza vacante, fueron afortunadamente satisfactorias. Lady Mayo, he de reconocerlo, es en cierto modo de apariencia repelente. Es de la vieja

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