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El partido gobernante de Argentina

juanman010Monografía30 de Septiembre de 2012

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Sin sorpresas mayores, los resultados del 23 de octubre configuran un mapa político que tiene al desequilibrio por uno de sus rasgos más conspicuos. Este desequilibrio es potencialmente peligroso para todos, porque puede empujar a la formación oficialista tanto como a las oposiciones por caminos destructivos. La formación oficialista podrá estar tentada a arrasar con los escasos obstáculos institucionales remanentes (en este sentido, la relación entre el Ejecutivo y las Cámaras será clave), o a resolver los dificilísimos problemas internos que le aguardan (en especial, pero no únicamente, el de la sucesión del liderzgo presidencial) mediante el recurso de dar rienda suelta a proyectos que por su desmesura prometan un alineamiento sin fisuras de las fuerzas propias al precio de una agudización del conflicto político (el intento de forzar una nueva reelección presidencial, en el marco de una reforma constitucional que permita inscribir al “modelo” como parámetro de la politicidad argentina, es un ejemplo, aunque no el único posible, de este juego).

Un grave error que la formación oficialista podría cometer, por ello, es interpretar su concluyente triunfo como una autorización o un mandato para ocupar la totalidad del campo político o para considerar que los que no pertenecen a la misma adolecen de una existencia política ilegítima (desde luego, hay elementos, por ahora minoritarios, en el campo oficial, que dan pábulo a este temor).

En cuanto a las oposiciones, uno de los peores errores que podrían cometer sería el de desesperarse. Pero esta posibilidad es elevada. Los gobiernos suelen generar sus oposiciones y si la contrapartida de un mal gobierno suele ser una peor oposición, la de un gobierno abrumadoramente victorioso suele ser una oposición fragmentada, desalentada y alterada. Claro que les esperan tiempos difíciles, y un cruce del desierto sin alivios, pero la desesperación podría arrastrarlas a un oposicionismo cerril (del que no faltan ejemplos recientes), y autodestructivo. Entrar en la disputa de polarización y deslegitimación recíproca en la que desde la formación oficialista algunos querrían ver a las oposiciones no ayudaría nada para que la política argentina pueda sortear los peligros inherentes al desequilibrio que hoy la afecta (el hecho de que la coalición socialista haya sido la fuerza opositora más votada es positivo en ese sentido, aunque no pueden desconocerse los riesgos de cooptación por parte del gobierno). En suma, conjurar los males del tremendismo político que anida tanto en la formación oficialista como en las oposiciones podrá suponer el pago de cierto precio en el corto plazo, pero resultará muy valioso para acotar las tendencias más destructivas aparejadas al desequilibrio.

La presencia de esas tendencias nos obliga a interrogarnos por la dinámica del próximo período presidencial. ¿Se tratará de una etapa diferente de aquella hasta ahora transcurrida, y que estará marcada por la necesidad de dar cuenta de los desequilibrios que se agolpan a las puertas de la Casa Rosada? ¿O se tratará de la misma etapa, solo marcada por el abrumador respaldo electoral? Probablemente ninguna de las dos cosas. Cristina se verá en la necesidad de poner en juego el descomunal capital político adquirido para reconducir a la economía y al Estado argentinos por senderos sustentables, a menos que desestime la necesidad de enfrentar los desequilibrios y opte por continuar a toda ultranza la trayectoria vigente, como si un conjunto de cambios en los contextos nacional e internacional pudiera ser obviado. A todo esto, las oposiciones no podrán eludir hacer públicas sus posturas y, en caso de que el oficialismo opte por encarar los desequilibrios, también tendrán una opción ineludible por delante, entre acompañar críticamente el cambio de rumbo u oponerse frontalmente.

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El politólogo polaco-norteamericano Adam Przeworski caracterizó a los procesos electorales como aquellos períodos en los que se institucionaliza la incertidumbre. Es el momento en que la democracia, en tanto espacio de poder, se llena de contenido y renueva su legitimidad. Es extraño, pero las Primarias de agosto operaron como elecciones generales anticipadas, disipando en los dos meses siguientes todo tipo de interrogantes. La jornada de ayer confirmó esta tendencia.

Con más del 53 por ciento de los votos, Cristina Kirchner supera la cosecha de Raúl Alfonsín de las presidenciales de 1983 (51,75 por ciento), hasta ayer la mayor cifra desde el retorno de la democracia. Constituye, además, una de las brechas más amplias de sufragios entre el primero y su inmediato perseguidor. Se asegura de este modo el tercer gobierno consecutivo de una misma fuerza política, una situación cuyo único antecedente en la historia argentina hay que ir a buscarlo a comienzos del siglo veinte, en la belle époque radical del tándem Yrigoyen-Alvear-Yrigoyen. Es, además, la primera mujer en ser reelecta y el primer gobierno en reponerse de una derrota de medio término. Estos son tan solo algunos datos que permiten poner de relieve la magnitud de los resultados electorales de ayer.

El triunfo de Cristina Kirchner fue inapelable, convalidado en 23 de los 24 distritos electorales. Como en las Primarias, suscitó adhesiones en todas clases sociales, amplió su base de apoyos y ganó en centros urbanos otrora esquivos. Inicia su nuevo mandato con una legitimidad de origen envidiable, un caudal electoral que le permitirá sortear con cierta tranquilidad los primeros tramos de su segundo gobierno y alejar el fantasma del “pato rengo” (la imagen, utilizada en la democracia norteamericana, remite a aquellos presidentes que no cuentan con la posibilidad de aspirar a un nuevo mandato). Sobre este último punto cobrará mucha importancia un hipotético proyecto de reforma constitucional que habilite la re-reelección o plantee la adopción de un sistema de gobierno parlamentarista. La iniciativa, para plasmarse, debería sortear variados obstáculos, convencer a parte de la opinión pública y trabar acuerdos con otras fuerzas políticas: si bien su concreción es compleja y hoy aparece lejana, le servirá a Cristina para ganar tiempo y mantener la expectativa política.

Los guarismos ratifican la estrategia electoral adoptada desde el vértice del poder del Frente para la Victoria. Conciente de que los votos le pertenecen, Cristina llenó las listas de diputados y senadores con gente de su confianza, atenuando la presencia sindical y de ciertos sectores del justicialismo. Se asegura con esto un contingente legislativo más cohesionado, menos propenso a la diáspora que siguió a la Resolución 125 de 2008. Sumando a aliados, recuperó la mayoría en la Cámara baja; en Senadores la revalidó, ampliando su representación. Claro que las mayorías no son aritméticas; se construyen, consolidan y sostienen al calor de la política. Mientras la popularidad de la Presidenta sea alta y los recursos fiscales del Ejecutivo fluidos, la representación legislativa tenderá a ser estable. Cuando alguna de estas dos variables se altere, muy otro será el cantar.

Como sea, se recorta el horizonte institucional de un Ejecutivo fuerte, legitimado en las urnas, con capacidad de imponer su agenda legislativa en el Congreso; un gobierno unificado, que le dicen, alternativa absolutamente válida del sistema presidencialista. Si a esto se le suma la independencia del Poder Judicial, la incuestionable libertad de expresión de los medios de comunicación y la vitalidad de una sociedad civil siempre demandante y moderna, el saldo es un escenario perfectamente democrático, alejado del riesgo hegemónico que quieren pintar ciertas tribunas republicanas.

La voluntad popular revalida así el ciclo político inaugurado en 2003. La política de derechos humanos, el crecimiento económico con creación sostenida de empleos y alta demanda interna, el desendeudamiento, la integración regional y una fuerte intervención del Estado signaron la primera etapa del kirchnerismo. Desde el 2007, sobre este esqueleto de políticas se montó toda una serie de medidas de alto impacto; algunas venían a reparar injusticias históricas (la re-estatización de los fondos de pensión y de la aerolínea de bandera), otras eran decididamente innovadoras (ley de medios, asignación universal por hijo, matrimonio igualitario). En el medio, el conflicto con el campo, la derrota electoral de 2009 y la muerte de Néstor Kirchner fueron hitos que alteraron trayectorias, golpearon el tablero político e indujeron nuevas estrategias.

Para la oposición, las elecciones cierran un camino plagado más de espinas que de rosas. Indican, por un lado, el epílogo de algunas carreras políticas -Duhalde y Carrió-, predicadores en el desierto de un discurso apocalíptico con poco arraigo en la sociedad; confirman, por el otro, la crisis institucional y de representación que atraviesa el radicalismo desde el principio del nuevo siglo. Ricardo Alfonsín es, en este esquema, tan solo el circunstancial protagonista de un problema partidario más complejo, estructural, de larga data.

El segundo lugar quedó para el Frente Amplio Progresista, mejorando la performance de las PASO y redondeando un buen desempeño en su primera experiencia electoral. Es un espacio que supo diferenciarse del discurso único, polarizador, emanado desde los grandes medios de comunicación. El 17 por ciento alcanzado erige a Binner como actor fuerte de la oposición, aunque su cosecha electoral no se ha traducido en fortaleza institucional: el Frente tiene una sola gobernación, una veintena de diputados y cuatro senadores nacionales. El radicalismo es, a pesar de todo, el principal conglomerado

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