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Entrevista A Hipólito Yrigoyen


Enviado por   •  3 de Septiembre de 2012  •  2.087 Palabras (9 Páginas)  •  466 Visitas

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Entrevista a Hipólito Yrigoyen

Un reportaje de ultratumba

“CÉSAR TIEMPO ENTREVISTA A HIPÓLITO YRIGOYEN”

Cuatro décadas después de su muerte –acaecida a los 80 años, luego de gobernar el país durante ocho años–, Hipólito Yrigoyen respondió a un reportaje ante el poeta César Tiempo. Éste conoció a Yrigoyen –en vida– en 1921, en la casa que el entonces presidente habitaba en la calle Brasil 1039, en Buenos Aires. Ahora, en base a los apuntes obtenidos entonces, y a un profundo conocimiento de la psicología del caudillo radical, construyó un reportaje actual, “de ultratumba”, según lo califica el poeta. El texto, que se anticipa parcialmente a continuación, forma parte de su libro El enamorado levantino y otras biografías de ultratumba, que Peña Lillo Editor distribuirá las próximas semanas en las librerías del país.

GOLPEAMOS con los nudillos en la puerta de su amagatorio y sale a recibirnos él mismo. Lo primero que llama la atención es su corpulencia, que recuerda la de José Hernández. Después los ojos, de un color semejante a una disolución concentrada de sulfato de cobre, la frente alta y apenas combada, las manos pequeñas, las sienes abiertas, las cejas largas y descuidadas, el bigote ralo, la barbilla redondeada en los ángulos, profundos los arcos cigomáticos y, conformando el todo, una máscara de rasgos curiosamente orientales cuya procedencia es inútil rastrear en un mundo promiscuo

como el que heredamos.

Horacio Oyhanarte, que fue su Canciller –el más joven de los cancilleres argentinos después de Carlos Florit– lo llamó “el Hombre”, sus adversarios los políticos, y aun algunos de sus correligionarios, lo llamaban “el Peludo”, y no precisamente por su abundancia capilar sino por su amor al aislamiento, a no salir nunca de su cueva como el dasipódido de marras. Cuando bajamos la vista nos sorprende descubrir que calza botines con elástico como los compadritos del 900.

Todos saben que Yrigoyen fue dos veces Presidente de la República. Su segundo período fue abruptamente interrumpido por un movimiento encabezado por un militar que, cuarenta años atrás, siendo un joven oficial, había participado junto a aquél en la revolución del ’90. En la misma revolución –la del Parque–, hicieron sus primeras armas Juan B. Justo. Lisandro de la Torre, Nicolás Repetto y Marcelo de Alvear. John Gunther en Incide Latin America afirma que Yrigoyen fue el primer hombre genuino del pueblo que ocupó la presidencia de un estado sudamericano.

Nació un día 13, como Enrique Heine, Almafuerte, Leopoldo Lugones, Vivekananda, Lázaro Carnot, Gustavo Módena, Lucio V. López y otros ejemplares fuera de serie. También un día 13 se descubrió providencialmente un yacimiento petrolífero en nuestro país y otro 13 se promulgó la Ley Sáenz Peña para desesperación de la timocracia criolla. Yrigoyen creía

en la poesía de la superstición pero, por las dudas, decía que había nacido un 12 y no el 13 de julio de 1852, en una casa de la calle Federación, hoy Rivadavia y Matheu, próxima a los Corrales de Miserere y en el día de San Anacleto (13 de julio), fecha en la que recibía habitualmente el saludo de sus amigos y familiares. Buenos aires tenía entonces 76.000 habitantes.

Su padre fue un vasco francés cuya especialidad era cuidar caballos. Una especie de albéitar y mano santa, ducho en exorcismos y pases mágicos. Uno de sus clientes, don Leandro N. Alem, el líder romántico de la Unión Cívica, un almacenero que tenía pingos de carrera en sociedad con Juan Manuel de Rosas, fue fusilado públicamente y luego colgado de una horca. Marcelina Alem, la hija del mismo y hermana de Leandro N., terminó casándose con Martín Yrigoyen. De este matrimonio nació Hipólito, el hijo de la luna de miel.

Fue Yrigoyen el jefe de un partido que, según todas las apariencias no hubiera podido llegar nunca al poder. Llegó. “Suyo fue el impulso”, señaló Waldo Frank, “que reunió a un pueblo por vez primera para crear una nación que no fuese ni de Europa ni de los Estados Unidos, sino ella misma”.

El caudillo nos recibe en una habitación altísima, de paredes desnudas y me hace tomar asiento junto a una gran mesa de madera de algarrobo, desnuda como las paredes y el piso.

– ¿Qué quiere saber? –me pregunta

sentándose a mi lado.

–Muchas cosas. Pero, ante todo, ¿cómo puede vivir tan solo?

– ¿Quién le dijo que vivo solo? Estoy más poblado y acompañado que nunca.

– ¿Está satisfecho con lo que hizo como hombre público?

–Hice más de lo que puede, menos de lo que quise.

– ¿Cuál es para usted el objeto más digno de la atención del hombre?

–La felicidad de sus semejantes.

– ¿Ha desconfiado alguna vez de alguien?

–Casi nunca. Por eso me fue como me fue. Hay mucho felón en el mundo, mucho trapisondista, mucho adulón que nos galopa al costado hasta que consigue lo que se propuso y después nos asesta una puñalada trapera. Cierta vez vino a verme un general escabioso a pedirme que hiciera nombrar abogado del Banco Hipotecario a un hijo suyo. Accedí a sus deseos. Cuatro semanas después me hacía una revolución…

– ¿Puede citarme el nombre de algún adversario político a quien usted hubiera sentado a su mesa?

–Sentado a mí mesa, ninguno. Recordando ahora, a través del tiempo, con respeto, no sólo uno sino tres: Carlos Pellegrini, Juan B. Justo y Lisandro de la Torre. Tres varones en todo el tiro de la persona.

– ¿A quiénes detesta?

–A los ojizainos, a los palanganas, a los cachafaces. Abundan.

– ¿Cree usted en la distribución de la riqueza?

–Sí, es terrible que haya hombres ricos y hombres pobres, que haya niños ricos y niños pobres me parece horrible.

– ¿Qué necesita nuestro país para seguir adelante?

–Mucho

gobierno.

–Si no es indiscreción, ¿podía saber qué es lo que hizo cuando supo que había sido elegido Presidente de la República?

–Llamé al dueño de la casa

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