IBARGUENGOITIA JORGE - Los Pasos De Lopez
Jessiqka53 de Marzo de 2014
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¿QUIEN ES LÓPEZ?
"Como era pobre, varios de sus compa¬ñeros y algunas personas que lo apre¬ciaban juntaron dinero y se lo dieron para que pagara el pasaje y se mantu¬viera en España mientras empezaba a correrla beca".
¿QUIEN ES LÓPEZ?
"El tiempo pasó y compañeros suyos bastante brutos llegaron a obispos y directores de seminario mientras Periñón (López) seguía en el curato de Ajetreo.. .".
¿QUIEN ES LÓPEZ?
"De regreso al pueblo se dedicaba de lleno a las manías que lo obsesionaron en la edad madura: criar gusanos de seda, cultivar vides y la que había de volverlo famoso y costarle la vida, que fue la de hacerla revolución".
¿QUIEN ES LÓPEZ?
"No llevaba sombrero y tenía la calva requemada por el sol, se sabía que era padre por el alzacuello, pero en vez de sotana llevaba pantalones y botas con espuelas. Cabalgaba dejando colgar el brazo izquierdo en cuya mano llevaba siempre la vara que usaba para espan¬tar perros ".
¿QUIEN ES LÓPEZ?
"Periñón conocía el camino del calle¬jón del Coyote mucho mejor que Adarviles y llegamos en poco tiempo a la casa de la tía Mela. Tal como había ocurrido en mi primera visita, la puer¬ta estaba cerrada y se oían murmullos adentro. Periñón dio, como siempre, los cuatro golpes pausados y, como la primera vez, la voz cascada advirtió: — Aquí no hay nadie, ya todas las mu¬chachas se fueron. Entonces Periñón anunció: —Es López.
Inmediatamente se descorrieron cerro¬jos, se abrió la puerta, salieron a la calle media docena de putas, se hinca¬ron en el empedrado y besaron la ma¬no de "López".
Jorge Ibargüengoitia
LOS PASOS DE LÓPEZ
EDICIONES OCÉANO, S.A.
LOS PASOS DE LÓPEZ
MCMLXXXI — Jorge Ibarguengoitia
MCMLXXXIV — Ediciones Océano, S.A
Av. Granjas No. 82, Col. Sector Naval
Delegación Azcapotzalco
02080 México, D.F.
ISBN 968—493—001—1
CUARTA EDICIÓN
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IMPRESO EN MEXICO—PRINTED IN MÉXICO
1
PERIÑON CONTABA QUE DE JOVEN HABÍA PASADO UNA temporada en Europa y aludía con tanta frecuencia a su viaje que sus amigos llegamos a conocer de memoria los episodios más nota¬bles, como el de la vaca que lo corno en Pamplona, la trucha deli¬ciosa que comió a orillas del Ebro, la muchacha que conoció en Cádiz llamada Paquita, etc. El viaje había comenzado bajo buenos auspicios. Cuando estaba en el seminario de Huecámaro, Periñón, que era alumno excelente, ganó una beca para estudiar en Salaman¬ca. Como era pobre, varios de sus compañeros y algunas personas que lo apreciaban juntaron dinero y se lo dieron para que pagara el pasaje y se mantuviera en España mientras empezaba a correr la beca. Periñón decía que en el barco conoció a unos hombres de Nueva Granada y que durante una calma chicha pasó siete días con sus noches jugando con ellos a la baraja. Al final de este tiem¬po había ganado una suma considerable. Comprendió que las cir¬cunstancias habían cambiado y le pareció que ir a meterse en una universidad era perder el tiempo. Ni siquiera se presentó. Durante meses estuvo viajando, visitando lugares notables y viviendo como rico. "Hasta que se me acabó el último real", decía. Después pasó hambres.
Cuando yo le preguntaba cómo le había hecho para regresar a América, nomás movía la cabeza, como quien quiere borrar un re¬cuerdo amargo.
—Bástete saber que llegué a Veracruz con la sotana muy revol¬cada —agregaba.
De allí el relato brincaba y la siguiente imagen era Periñón en Huetámaro, aguantando las reclamaciones de los que lo habían patrocinado. Querían que les devolviera el dinero que le habían dado, cosa que Periñón nunca hizo.
La sombra del viaje oscureció su carrera eclesiástica, que había comenzado tan bien. Cuando alguna oportunidad se le presentaba — un puesto de secretario en la Mitra, una cátedra, una parroquia importante— no faltaba quien se la echara a perder recordando que era jugador, que empezaba una cosa y terminaba haciendo otra, que no pagaba deudas, etc. El tiempo pasó y compañeros suyos bastante brutos llegaron a obispos o directores de seminario mien¬tras Periñón seguía en el curato de Ajetreo, pueblo al que siempre defendió:
—Dicen que es feo los que no lo conocen. Los atardeceres son muy bonitos. Te subes al campanario y miras para un lado: ves el llano, volteas para el otro: ves la sierra. ¿Que más quieres? En cuanto a estar apartado no me parece defecto: nunca se ha presen¬tado el obispo a visitarme. Eso es ventaja.
Defendía Ajetreo pero pasaba buena parte del tiempo de viaje, yendo de una ciudad a otra y visitando a sus amigos. De regreso al pueblo se dedicaba de lleno a las manías que lo obsesionaron en la edad madura: criar gusanos de seda, cultivar vides y la que había de volverlo famoso y costarle la vida, que fue la de hacer la revolu-ción.
Antes de conocerlo lo vi tres veces en el camino a Cañada. Era una mañana de junio, el cielo estaba azul fuerte y parecía que no existiera la lluvia pero la noche anterior había caído un fuerte aguacero y el camino era un lodazal. La diligencia se había atascado y los pasajeros habíamos tenido que ir a pararnos en unas piedras para no estorbar ni enlodarnos. Las mulas tiraban, el coche¬ro daba gritos y chicotazos, el ayudante empujaba. Entonces apa¬reció Periñón montado en su caballo blanco. Iba al pasito, por el bordo, entre la huizachera. Al ver nuestro contratiempo arrendó, nos dio los buenos días y preguntó qué se ofrecía. El cochero con¬testó que nada y Periñón siguió adelante, muy tranquilo, silbando una canción —después supe que él mismo las componía—. No lleva¬ba sombrero y tenía la calva requemada por el sol, se sabía que era padre por el alzacuello, pero en vez de sotana llevaba pantalones y botas con espuelas. Cabalgaba dejando colgar el brazo izquierdo en cuya mano llevaba siempre la vara que usaba para espantar perros.
El coche salió del atolladero, seguimos el camino, llegamos a un pueblo, bajaron unos pasajeros y subieron otros; más tarde, en el tramo firme que había en la ladera de un cerro, las mulas echa¬ron a correr y alcanzamos a Periñón. El caballo blanco andaba suelto y pastando, su dueño estaba en la milpa con una pala en la mano, rodeado de campesinos que lo miraban con atención y respeto, como si nunca hubieran visto hacer un agujero en el suelo.
El tercer encuentro ocurrió pasado el medio día, en la venta en que nos detuvimos para comer y cambiar de tronco. Aparte de la cárcel no recuerdo lugar más inhospitalario: la ventera nos hizo entrar en un cuarto oscuro y allí nos dio, de mal modo, frijoles y tortillas viejas, regañó a un pasajero cuando lo vio orinar sobre una cerca de piedra y a mí, que pedí agua para beber, me la dio en un jarro, con la advertencia de que había que ir a sacarla de un arroyo que quedaba a más de trescientas varas. Pasados estos disgustos sa¬limos al portal listos para partir y allí estaba Periñón.
Se había recostado en una hamaca y se mecía empujándose con el pie, se había quitado el saco para estar más fresco y plati¬caba con unos chiquillos. Dos sacerdotes que iban en la diligencia se acercaron a saludarlo.
— ¿Domingo, qué andas haciendo?
—Estoy esperando a que la señora ventera saque el cabrito que me ha hecho el favor de meter en el horno —dijo él y se siguió me¬ciendo.
Al poco rato, en la diligencia, supe quién era, porque los que lo habían saludado dijeron:
— ¿Si el padre Periñón es tan listo por qué se queda en el cura¬to de un pueblo tan feo?
—Porque así lo dispuso Dios —dijo el otro, que no quería tocar el tema.
El que contestó era el presbítero Concha, que ya llevaba en la cara las huellas de la enfermedad que habría de ponerlo en la tum¬ba: delgadez extrema, ojos llorosos y piel transparente. Desde ha¬cía tiempo le daban soponcios en momentos inoportunos —había rodado los escalones del presbiterio con una hostia en la mano—, pero siempre que alguien le preguntaba corno se sentía contestaba "divinamente". Era un viejo simpático, diminuto, bien proporcio-nado. Después me contó que lo habían invitado a dar un sermón en un pueblo lejano y como no se sentía bien, había querido que lo acompañara el padre Pinole, a quien no quería, pero que en un momento de mala suerte le hubiera servido de sustituto o para_ ayudarlo a levantarse del suelo. Iban en la diligencia de regreso a Cañada en donde los dos oficiaban.
El padre Pinole era prieto, grande, con una boca que fruncía para hacer parecer más chica. Después supe que en Cañada tenía fama de indiscreto y que no se confesaban con él más que los que eran casi santos. Llamaba al presbítero "su reverencia" y era muy atento con él. Amarró en la ventanilla
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