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La Cultura Del Barroco

SAMASCA14 de Mayo de 2013

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III. 4. La cultura del Barroco

Una cultura para la crisis. Del Manierismo a la apoteosis del Barroco. Barroco y Clasicismo. Cultura erudita y cultura popular.

III.4.1. Una cultura para la crisis.

Las reformas renacentistas, que ya habían dado síntomas de cansancio en la centuria precedente (como demuestran las derivaciones manieristas inventadas en Italia y de nuevo exportadas a los demás países), parecieron agotarse en el siglo XVII, obligando, por tanto a encontrar nuevas soluciones artísticas. Éstas fueron halladas en el Clasicismo y el Barroco, que han sido considerados como dos caras de una misma moneda en cuanto continuadores ambos del Renacimiento y unidos ambos por la búsqueda de un mismo objetivo, que no fue otro que el de imponer un orden (político y religioso) por la imagen, aunque en el primer caso se tratase de hablar más a la razón y en el segundo de hablar más a la sensibilidad.

El Barroco ha sido definido como el arte de la Contrarreforma (por su servicio a la reconquista ideológica emprendida por la Iglesia Católica) y también como el arte del apogeo absolutista (por su contribución a la exaltación de la Monarquía, aunque en este caso la encarnación paradigmática del sistema, la Francia de Luis XIV, optase por las formas más sobrias del Clasicismo), mientras más recientemente la historiografía, sin negar aquellas funciones, prefiere subrayar su carácter de estilo jerárquico y conservador, perfectamente adecuado a la época de crisis que estaba viviendo la mayor parte de Europa. El Barroco servía por una parte para contrarrestar la contestación levantando la escenografía ilusionista que magnificaba el altar y el trono y que subyugaba la imaginación y predisponía las voluntades de las clases populares que sufrían las consecuencias de la recesión económica y la involución social, mientras que por otra parte ocultaba la precariedad material de los tiempos bajo el velo de los oropeles, el artificio ornamental, el espectáculo efímero y la inversión suntuaria, en todo caso obligada por la falta de oportunidades para la inversión productiva. Aunque el Barroco (como también el Clasicismo) era heredero indiscutible del Renacimiento, al mismo tiempo constituía la respuesta a las necesidades planteadas por la particular evolución económica, social, política y cultural del siglo XVII.

En efecto, el Barroco sirve para reflejar la complejidad de la sociedad, la crispación religiosa, la nueva sensibilidad, a la vez que se configura como un movimiento al servicio de la imagen del poder y de la difusión de una cultura “oficial” con importantes implicaciones en la uniformización cultural de la sociedad y en el retroceso de la cultura popular y los particularismos locales. El teatro se muestra como un extraordinario medio de difundir ideas políticas y mensajes de legitimación del orden establecido, mientras la arquitectura se pone al servicio de la glorificación de la Iglesia, la Monarquía y las clases nobiliarias. Pero los artistas, conmocionados por una realidad no siempre eva- dible, reflejan también el “feísmo”, la miseria de la vida cotidiana de las clases populares, los aspectos más extremados de la pobreza y la marginación,

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dejándonos imágenes realistas, verdaderos documentos de una época de contrastes, que la propia técnica manifiesta en el denominado “tenebrismo”.

Afecto a la realidad, el Barroco se hace desigual en sus manifestaciones y se adapta a las diferencias que el siglo va propiciando en las distintas sociedades europeas. En las Provincias Unidas se hace reflejo de la imagen de la burguesía, descubre el interior de su vivienda y subraya los símbolos de su poder, de modo que los burgueses retratados por los pintores holandeses aparecen en una escena decorada con los símbolos de la nueva realidad social y económica: un mapa de las colonias tras el matrimonio retratado, la mujer encinta (en estado de “buena esperanza”: transmisión de la posición social asegurada), el perrito de lanas como símbolo de lo prescindible y el ornato, mientras un paisaje diáfano, perfectamente urbanizado, asoma por una ventana que ilumina la espaciosa sala. Por contra, en la Europa mediterránea asoma la mujer barbuda, el bufón de la mirada inmóvil, la denuncia del hambre, siempre al lado del desesperado retrato del padecimiento religioso, de un martirio o un Cristo como Varón de Dolores (la presencia constante de la muerte y el sufrimiento), con la constatación de la imposibilidad de salir de la terrible realidad (como ocurre con el buscón de Francisco de Quevedo, que no tiene futuro). Por tanto, el Barroco es, precisamente, la expresión de los contrastes, del más arrebatado idealismo y de la más terrible realidad.

En Francia, donde el punto de partida es hasta cierto punto parecido a la expresión mediterránea, se irá volviendo hacia el clasicismo a medida que el arte se convierte en el instrumento predilecto de glorificación de la Monarquía. La arquitectura de Versalles, imitada en toda Europa, es un escenario teatral al servicio de la representación de un rey taumaturgo que cura las escrófulas y que se presenta divinizado en tronos espectaculares, rodeado de música y truenos de artillería. No se importará sólo el modelo de construcción palacial, sino también el aparato escénico: la música, el vestuario, las fórmulas cortesanas, los tronos de exhibición real, el propio idioma, pronto asumido como único en la diplomacia, se difunden por toda Europa contribuyendo a la magnificación de un gran siglo y un gran rey cuya emulación llega hasta la centuria siguiente. Muchos déspotas europeos del XVIII se sentirán deslumbrados por esta escenografía que finalmente justificaba el absolutismo, la élite cortesana, el éxito de la Monarquía. El pueblo quedaba lejos de este escenario: los 20 millones de franceses y Luis XIV (si se nos permite dar la vuelta al título de la obra de Pierre Goubert) no se conocían.

Ahora bien, y para concluir, estas sociedades absolutistas y católicas son las más características de la Europa afectada por la crisis del siglo XVII. De este modo, por extensión, el Barroco es la expresión más cumplida de la crisis y del consiguiente proceso de refeudalización del siglo XVII: la afirmación de una sociedad tradicional a la defensiva.

En este sentido, el Barroco cubre los efectos de la crisis bajo su manto de púrpura. Este culto de la apariencia consagra el gusto por lo escénico: el teatro, el disfraz, el trompe-l’oeil (trampantojo), etcétera. También se manifiesta en el empleo de materiales pobres con visos de suntuosidad: maderas pintadas, estucos y escayolas, panes de oro, imágenes de muñequilla o candelero,

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iglesias de cajón, etcétera. Igualmente, el gusto por lo decorativo crece en detrimento de lo constructivo. Es decir, la crisis no detiene el espectáculo, sino que, por el contrario, exige el espectáculo.

El Barroco se expresa así a través del espectáculo y del ilusionismo para conseguir sus fines de integración social y de evasión colectiva frente a la crisis. Un punto de partida es el desengaño de los tiempos, que en el arte se manifiesta en el gusto por la vanitas, al mismo tiempo ostentación de riqueza y negación de la misma en aras de valores superiores, como ocurre en los ejemplos privilegiados de El sueño del caballero de Antonio de Pereda o en los cuadros de Las postrimerías de Juan Valdés Leal del Hospital de la Caridad de Sevilla. Un desengaño que se manifiesta, también artísticamente, en la melancolía inherente a la fugacidad de lo terreno, de la vida que se va in ictu oculi, en un abrir y cerrar de ojos, o también del poco tiempo que le es concedido al hombre, como en la declaración de Lope de Vega (“De todas las guerra, la más cruel es la que nos hace el tiempo”), o como en los versos de Luis de Góngora: “Tu eres, tiempo, el que te quedas / y yo soy el que me voy”.

Ante esta situación, quedan pocos recursos. Uno de ellos, la defensa elitista encarnada por el neoestoicismo como moral de resistencia o por el abandono en Dios al estilo de los místicos ortodoxos o de los quietistas inspirados por Miguel de Molinos. Otro, la evasión de la realidad, que permitía la aparición de una como “república de hombres encantados”, según la expresión de Martín González de Cellórigo. Otro, la huida del mundo y sus elusivas esperanzas, como ejemplifica soberbiamente esa suerte de vanitas literaria que es la famoso Epístola Moral a Fabio, atribuida al capitán Andrés Fernández de Andrada: “Ya, dulce amigo, huyo y me retiro / de cuanto simple amé rompí los lazos. / Ven y verás al alto fin que aspiro / antes que el tiempo muera en nuestros brazos”.

Y finalmente, una de las principales ofertas del Barroco: la superación de la crisis por el espectáculo. Espectáculo laico que se manifiesta tanto en el teatro (por la múltiple ilusión de la palabra, el disfraz, el decorado y la tramoya) como en la fiesta, con su llamada a los sentidos: imágenes, juegos, músicas, bailes y fuegos artificiales que se convierten en humo. Y espectáculo religioso, elaborado siguiendo las pautas de una nada disimulada sensualidad, presente en el olor a incienso, en la armonía de los cantos, en los colores de las vestimentas, que convierten a la iglesia, siguiendo un perfecto paralelismo con el mundo secular, en “teatro del sacrificio de la misa” y en “salón de fiesta a lo divino”. De esta epifanía del poder surge la adhesión a Dios y al Rey, garantía de orden y de seguridad frente a la crisis.

En definitiva, el Barroco aparece como una cultura apegada a la Monarquía Absoluta y a sus soluciones conservadoras para defenderse de la crisis. Ello ha llevado a José Antonio Maravall a una consideración

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