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La Fiesta Nacional Y El Desastre Del 98

modestarias24 de Febrero de 2014

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LA FIESTA NACIONAL Y EL DESASTRE DEL 98

Luis Arias González

Los tópicos resultan ser casi siempre enemigos de la Historia con mayúsculas, aunque se refieran a un tema tan menor como es éste. Fue, precisamente, Joaquín Costa –Oligarquía y Caciquismo- quien echó a rodar en su día uno de los mayores lugares comunes sobre el Desastre del 98 que luego recogió y amplificó hasta el extremo Pío Baroja en su genial El árbol de la Ciencia, siendo aún citado y esgrimido ad nauseam; me refiero a esa imagen entre esperpéntica y cínica de los madrileños yéndose alegremente a los toros tras enterarse de la debacle de la Armada Española en Cavite primero y en Cuba meses después: “la chusma de irresponsables que corrió a consolarse de lo de Santiago de Cuba en la plaza de toros”. La verdad de lo ocurrido presenta unos matices que suavizan este aguafuerte desgarrador; precisamente, el 2 de mayo de 1898 -¡qué coincidencia paradójica!- se estuvo en un tris de suspender la corrida en la Plaza más importante de Madrid -la “Mezquita” de la carretera de Aragón-, entre otras cosas por la poca afluencia del público; si, finalmente, las Autoridades optaron por llevar adelante el festejo fue para “no deprimir el espíritu público” aunque apenas se ocuparon un centenar de asientos para ver los astados de Pérez de la Concha y las evoluciones de las cuadrillas de Rafael Guerra, Antonio Fuentes y Bombita. En su descargo, hay que decir también que la mayor parte de los españoles se enteraron de la catástrofe de Filipinas a partir de las siete de la tarde –a la salida del espectáculo, por tanto- cuando fue anunciada en todas las pizarras de los periódicos vespertinos, lo que produjo al instante reacciones espontáneas y manifestaciones airadas que pedían explicaciones al Gobierno. No estaría de más tampoco establecer un paralelismo con otras circunstancias históricas similares fuera de nuestro país; por ejemplo: muy pocos se atreverían a cuestionar la continuación de los espectáculos de variedades que se dio en el París de la Gran Guerra o las subidas de los telones teatrales londinenses durante los bombardeos de la Luftwaffe; jamás se han analizado tales hechos como actitudes escapistas o como una señal del atolondramiento y de la estulticia francesa o británica sino como la fórmula más adecuada para aparentar cotidianeidad y hacer frente al dolor inherente a una situación bélica extrema. Sin embargo, en España ha sido un motivo declarado para rasgarse las vestiduras y proclamar con énfasis la estupidez generalizada de la sociedad española de la Restauración, culpando por extensión a la fiesta de los toros de las causas profundas de la debilidad del carácter nacional y de su deplorable educación. Resulta así imposible dejar de lado, al hablar del 98, al planeta de los toros que tanto impregnaba por entonces la mentalidad grupal y el lenguaje de los españoles en todos los ámbitos y escalas, desde los discursos grandielocuentes del Congreso de Diputados hasta la retórica patriotera de los periódicos. La situación bélica aparecía con frecuencia contextualizada en un argot taurino y lleno de símiles toreros; el escritor satírico “Ginés de Pasamonte” describía al presidente Mac Kinley como “un jabonero sucio, de pocas libras, abierto de armas y despuntado de la izquierda”, mientras que el afamado dibujante Xaudaró resumía la situación previa a la intervención americana en una caricatura que representaba en una plaza de toros al maletilla Almirante Sampson con la faja caída y la taleguilla desceñida frente al toro de España; símbolos recurrentes que también hicieron suyos los rotativos del otro lado del Atlántico dándoles convenientemente la vuelta. Incluso, tras la amarga pérdida de las colonias, el crítico Royo Villanueva practica un humor negro de visos taurinos ante los deseos americanos de comprar Guam, Alemania las Carolinas y una sociedad belga las Canarias “[…] y puesto que las naciones vienen de compras, no nos queda más recurso que el de las Ventas” y eso que todavía quedaban 30 años para ser edificada como gran plaza mundial el lugar que ya se apuntaba como futura sede de la principal plaza de toros del mundo.

Regeneracionistas, institucionistas y muchos otros miembros de la “inteligencia” española del momento identificaron de forma inexorable los toros con la Restauración y con la pérdida de la Guerra frente a los Estados Unidos. Convertirlos en un chivo expiatorio, no resultó nada novedoso; ya lo habían hecho bastantes –aunque no todos, recordemos a Moratín- de los ilustrados del XVIII y de forma recurrente volverá a utilizarse con el mismo maniqueísmo simplista por parte de un sector de la oposición democrática al Franquismo e incluso por los ecologistas y los nacionalistas de nuestros días. La taurofobia de la época, no obstante, hacía menos hincapié en los aspectos sangrientos o crueles del espectáculo que en otra serie de argumentos mucho más sutiles, de raíz simbólica-política y hasta de interpretación espiritual colectiva. El adalid por antonomasia de esta oposición furibunda fue el excéntrico e histriónico Eugenio Noel, epígono del noventaiochismo de segunda fila –no empezó a publicar hasta 1912-. En el capítulo IX de Castillos de España –Valladolid, 1915-, titulado “Las raíces de la Tragedia Española” dijo cosas como éstas: “Existen cuatrocientas ocho plazas de toros y cinco en construcción; aparte de habilitarse anualmente para corridas de feria y capeas las plazas mayores de cuatro mil pueblos. Asisten todos los años a las fiestas de toros cerca de nueve millones de personas. Los toros y novillos que se matan pasan de los cinco mil y de seis mil los caballos viejos […] El público español se deja en estos actos una cantidad estupenda: más de doscientos millones, que sumados a los ciento veintiséis millones de la lotería revelan lo que vosotros queréis que revele, y en paz. […]Los toros han es¬tropeado la ganadería y usufructúan e inutilizan miles de hectáreas de tierra fértil; los toreros han creado una idea del valor del hombre tal que para te¬ner valor en España es necesario arriesgar la vida, han puesto su sueldo de miles de pesetas como premio y precio de los actos de majeza y se han apoderado de la popularidad, simbolismo y representación de la raza […]De las plazas de toros salen estos rasgos de la estirpe […]: la mayor parte de los crímenes de la navaja; el chulo; el hombre que antepone la prestancia personal a toda otra cualidad; la grosería; la ineducación salvaje del pueblo”. Aunque, ciertamente, menos viscerales también fueron antitaurinos en mayor o menor grado los nombres más señeros de la Generación del 98 y algunos de la del 14 en la cual comienza a apreciarse ya una clara inflexión favorable –Pérez de Ayala, Ramón Gómez de la Serna, Ortega y Gasset…- que se disparará en la del 27, mayoritariamente taurófila. Sabemos que Pío Baroja poseía con gran aprecio un retrato de “Cúchares” colgado en el pasillo de su casa y que llegó a entrar en contacto en Pamplona con el culto Mazzantini, incluso en su entierro actuó como porteador del féretro un miembro de la dinastía “Dominguín” –Domingo, hermano de Luis Miguel-; pero su visión sobre la Fiesta fue siempre negativa como muestra en La Busca o en su consabida descripción de la novillada de Cestona. Ramiro de Maeztu puso a los toros como causa fundamental del Desastre al mismo nivel que “el género chico, los garbanzos, el suelo que pisamos y el agua que bebemos”. Antonio Machado no compartió en nada el fervor de su hermano Manuel “un poeta que canta a los toros, las golfas y el aguardiente”. Azorín, que en su adolescencia actuó como espontáneo en las talanqueras de Monóvar, comenzó siendo un antitaurino en toda la ley (Toritos, barbarie) para luego girar hacia posturas que le llevaron a convertirse en un belmontista acérrimo en sus últimos años, fervor que compartió también con Valle Inclán. Unamuno no iba jamás a los toros por convicción y por su odio inveterado a las multitudes pero sentía admiración por los toreros a los que veía como unos valerosos suicidas –su padre se descerrajó un tiro en la sien- y reconocía en el juego de toros algo “solemnemente trágico” que entroncaba con las raíces más profundas del ser español (Carta a un torero). Más proclives a la Fiesta fueron Benavente –amigo personal de Vicente Pastor y de los “Gallos” cordobeses-, y algunos escritores que antecedieron a los del 98 como Galdós, La Pardo y Blasco Ibáñez. A la afamada Generación literaria –y pictórica- corresponderá también una Generación propia de toreros, con sus rasgos comunes de edad y, en cierto modo, hasta de actitud vital y estética. Pocos años antes de la Paz de París, en 1894, moría Manuel García “El Espartero” corneado por un Mihura, fue el torero por antonomasia de los años que precedieron al Desastre quien junto a Lagartijo y Frascuelo -una especie de tándem a semejanza de la de “Cánovas-Sagasta”- se repartieron los favores del público. Su sustituto indiscutible y gran figura será Rafael Guerra “Guerrita” que desde su alternativa en 1887 hasta su temprana retirada en 1899 marcó a toda una época y eclipsó al resto de espadas (“Bomba”, Reverte, “Minuto”, Antonio Fuentes, “Lagartijillo”, “Algabeño”, Mazzantini, “Parrao”, “Villita”…), dejando tras de sí un vacío difícil de ocupar hasta que aparezcan los toreros que podríamos denominar de la Generación del 12 por seguir el juego propuesto –ambos tomaron la alternativa ese año- y a la que dieron protagonismo Joselito “El Gallo” y Belmonte.

LA TEMPORADA DE 1898 EN MADRID: Aunque la temporada se inauguraba oficialmente

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