La Historia De Un Pepe
loarca199025 de Febrero de 2015
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n pepe José Milla
Librodot
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¿Se ríe usted, respetable lector? Es porque ya ha olvidado la impresión de las
primeras calabazas que cosechó allá cuando contaba diez y ocho o veinte años.
Más filósofo que usted, el bueno de don Feliciano de Matamoros, capitán retirado con
goce de medio sueldo y maestro de armas, viendo a su futuro yerno (pues por tal lo contaba
ya), medio muerto de dolor, acudió por lo pronto a lo que él consideraba como el único
remedio para los males de la vida, e introduciendo el cuello de la botella en la boca de
Gabriel, le hizo tragar una cantidad de líquído capaz de resucitar a un muerto.
En seguida hizo que el joven se sentara en un sofá y comenzó a hablar de esta
manera:
-Si usted quiere creer a mi experiencia, joven, no tome como dicen, al pie de la letra
lo que ha cantado la muchacha. ¿Cómo quiere usted tomar la plaza como tomé yo el fuerte
de Roatán, todo diciendo y haciendo? Eso no se ve todos los días. Ponga usted un sitio en
regla, apunte bien las baterías, y cuando sea tiempo, ifuegol ¡Sable y lanzal No me llamo
Feliciano si la guarnición no capitula y se rinde a discreción. Usted debe tener padre,
madre, tío o tutor que cuide de su persona y bienes, pues supongo que no debe ser un
cualquiera, ni tampoco un pelado que no tenga sobre qué caerse muerto. Hable usted al
señor o a la señora mayor; dígale todo eso de muerte, juicio, infierno y gloria que me dijo a
mí, y pídale la licencia para el casorio. Cuando usted la tenga, vuelva y dígale a la Rosalía
que el suegro o suegra, o lo que fuere, la espera con los brazos abiertos; y, o yo no sé nada,
o usted oirá entonces otro cantar.
Puede usted, señor don Miguel, añadió el capitán, decir que su novia, es hija de un
hidalgo que, aunque pobre, tenía sus ejecutorias muy en regla y ha servido ai rey por mar y
tierra, tan bien si no mejor que otro cualquiera. Que si a sangre vamos, la de los Matamoros
de Peñapelada no cede a otra ninguna, como que descendemos de uno que allá, en la guerra
de Granada, mató con su propia mano veinte y siete a treinta y siete infieles (no lo recuerdo
bien), que estaban pintados en nuestro escudo de armas, que se perdió en la ruina junto con
las ejecutorias.
En fin, obtenido el beneplácito de quien corresponda, usted vuelve, insta, y si la
muchacha dice nones, repite por tercera y por cuarta vez, hasta que caiga la fruta del árbol a
fuerza de golpes.
-Mi padre -contestó Gabriel-, está en España. La persona que cuida de mí es don
Andrés de Urdaneche, a quien usted tal vez conoce. Le hablaré del asunto y si está
autorizado para suplir el consentimiento de mi padre, no dudo me lo dará, pues no hay
razón para que lo niegue.
- ¡Bravo, cadete! -exclamó don Feliciano-. Eso es hablar. No hay que irse nunca por
las ramas. Ustedes se casarán y viviremos todos juntos en paz de Dios; porque eso de que
yo me separe de mi Rosalía, ni ella de mí ni de sus hermanos, es pensar en lo excusado.
Conque, a caballo, lanza en ristre y a degüello.
Dicho esto, le puso a Gabriel el sombrero en la cabeza y casi a empellones lo hizo
salir a solicitar el permiso para la boda.
El enamorado mancebo aguardó la hora en que se encontraba don Andrés de
Urdaneche en su casa de habitación y fue a buscarlo. Habían pasado algunos meses desde
que se vieron por primera vez en el escritorio de la casa comercial. No había experimentado
el anciano alteración notable en su fisonomía. A la edad de don Andrés se cambia muy
lentamente. Gabriel, por el contrario, parecía más
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