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Las esquinas del azar


Enviado por   •  21 de Abril de 2015  •  Tesis  •  4.173 Palabras (17 Páginas)  •  173 Visitas

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Las esquinas del azar

Oscar de la Borbolla

Al llegar a su casa, Inés escuchó el impaciente sonido del teléfono. Había vuelto de prisa, pues a medio camino reparó en la falta de unos papeles sin los cuales no podía presentarse en su despacho; venía molesta por el retraso: la mañana iba a desordenársele y todas sus citas quedarían corridas. ¿Quién llamaría a esas horas? Entró y se dirigió a la mesita donde el aullido intermitente comenzaba a enronquecer.

Del otro lado de la línea, Juan, soñoliento todavía, se acercaba con paso maquinal a la estancia desde la que, a su vez, era convocado por los timbrazos del teléfono: se había desvelado con los últimos retoques de cierto retrato que debía entregar por la tarde, y sólo el taladro plañidero del aparato telefónico con su incansable persistencia había logrado resucitado del fondo del sueño. En el mismo instante, ambos descolgaron el auricular: Bueno, dijo Inés. Bueno, dijo Juan. ¿Con quién quiere hablar?, preguntaron a un tiempo. ¿Cómo que con quién quiero hablar?, si es usted el que está llamando, replicó Inés con un tono áspero en el que se advertía el disgusto.

Perdóneme, repuso Juan de modo conciliador, despabilándose apenas, pero yo no la he llamado: descolgué mi teléfono porque sonaba, porque usted, creo, marcó mi número. Su voz, adormilada aún, daba crédito a sus palabras, las revelaba sinceras. Así que Inés, extrañada, pero admitiendo aquella explicación, agregó amablemente:

Pues a mí me ha ocurrido otro tanto: mi teléfono sonó y lo descolgué. Ambos sonrieron y sin extenderse más, intercambiaron sus disculpas.

Juan bostezó, miró hacia el retrato recién terminado en la madrugada: una gota de aceite vencida por la fuerza de gravedad se había precipitado como una lágrima: la cara regordeta que flotaba en el espacio del lienzo se había arruinado. Tomó un trozo de estopa para absorber el exceso de humedad y, repasando el rostro con unos pinceles limpios, corrigió el desperfecto; se felicitó por el azar que lo había despertado justo a tiempo: antes de que la gota escurrida se hubiera secado haciendo indispensable repintar el retrato y acaso hasta diferir su entrega.

Volvió a la cama complacido; pero ya no pudo conciliar el sueño o, por lo menos, no pudo hundirse profundamente en él: los pensamientos ocupaban el lugar de las imágenes, pensaba dormido en vez de soñar: una larga conversación con la mujer del teléfono lo mantuvo en estado de duermevela hasta la una de la tarde, cuando, harto de tanta vuelta inútil, decidió levantarse. En ese mismo momento, Inés mostró a la pareja que tenía ante su escritorio los papeles donde se estipulaban las cláusulas de un divorcio. Yo estoy de acuerdo, dijo el marido. Pues yo no, dijo la esposa: la pensión alimenticia me parece baja. ¡Bajo el treinta y cinco por ciento!, dijo él indignado, a usted abogada, ¿le parece bajo? Fue lo convenido, respondió Inés; pero si la señora no está de acuerdo, les suplico pasen a discutirlo al privado, y señaló una puerta que abría a una salita adonde los esposos entraron. Al quedarse sola, Inés clavó la vista en su escritorio y le vino a la mente el choque brutal que por la mañana había despedazado el automóvil que iba delante del suyo. Si cuando regresé a mi casa no me hubiera entretenido ese instante por culpa del teléfono, ahora no estaría aquí, pensó, mientras que del privado salía una retahíla de injurias: Cuarenta por ciento o no firmo nada.

Juan aflojó las uñas que sujetaban el lienzo al caballete y llevó el cuadro delante del espejo del baño: los ojos le habían quedado chuecos; levantó los hombros y refiriéndose al retrato dijo: Qué feo estás cabrón; pero eres igualito a tu dueño. A un lado del botiquín, en la repisa de porcelana adosada a la pared había dos cepillos de dientes: uno pertenecía a Juan, el otro era el único recuerdo que el pintor conservaba de su última amante de planta: una morena de unos veinticinco años que se alquilaba de modelo y, eventualmente, según soplara el viento, vivía tres o cuatro meses acompañando a alguien.

Juan le había hecho decenas de bocetos, e incluso la había dibujado de cuerpo entero en una especie de acuarela pequeña, utilizando su sangre menstrual. Ahora, a un año de distancia, nada sobrevivía de aquel romance, salvo ese desflecado cepillo que Juan, a veces por indolencia y a veces por la vaga intención de llegar a usarlo como pincel, dejó olvidado en la repisa. Hacía tiempo que vivía solo y, aunque de su vertiente de retratista sacaba más de lo necesario para irla pasando con holgura, no encontraba compañía, no digamos una mujer que le restituyera el entusiasmo para pintar esos fragmentos de mundo que alguna vez deseó, sino siquiera una por quien tomarse la molestia de abdicar a la mitad de su cama.

Estaba hastiado y sólo de cuando en cuando hacía el amor con alguna muchachita insulsa que levantaba en la calle, cerca de una escuela, o con prostitutas profesionales que respondían a sus jadeos con frases que lo instaban a apurarse. El señor de rostro regordete quedó feliz con el retrato y agregó a lo pactado una propina que Juan se echó al bolsillo junto con la tarjeta de otro señor interesado en que le hicieran una copia de la Maja desnuda de Goya. Esa noche, cuando Juan prendió un cigarro y fue a tumbarse en el sofá, frente a la nueva tela que ya lo esperaba en el caballete, Inés en su departamento cerró el libro que leía, apagó la luz de la lámpara y, con las manos metidas debajo de la sábana, jaló el cobertor a la altura del cuello.

Ella también estaba sola: haría un par de años su exesposo le había dicho: Qué tal si ahora que te recibas de abogada, llevas tú misma nuestro asunto y disuelves este vinculito legal que me tiene harto. Desde entonces, Inés, escarmentada por las delicias del matrimonio, se había prometido no volver a compartir su futuro ni su presente con nadie, ya que su pasado, qué remedio, no podía enmendarlo. Al principio, atormentada por la castidad, había cedido a la insistencia de algunos compañeros del trabajo, pero con tan lamentables resultados que hasta llegó a extrañar la eyaculación precoz de su exesposo, pues a la insatisfacción en que la dejaban sumida sus fornicadores furtivos, tenía que añadir la tosca vulgaridad de sus modales y las ínfulas de sobredotados con las que pretendían ocultar sus prácticas de onanistas excesivos. Después, prefirió sobreponerse a su necesidad de compañía: los asuntos del despacho se multiplicaban sin cesar y, a fuerza de escribir demandas, ir y venir a los juzgados, comparecer en las audiencias, retacar su agenda de citas, asesorar legalmente

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