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Luchas y cuidados. El debate histórico entre marxismo y feminismo

15211979Documentos de Investigación19 de Octubre de 2024

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En las últimas décadas han surgido con fuerza una serie de preocupaciones y luchas que reivindican el cuidado como motor para la transformación. Junto al concepto de «cuidado» aparecen otras ideas vinculadas como «defensa de la vida» o «interdependencia». A veces incluso estos conceptos, «cuidado», «vida» e «interdependencia», se intercambian y superponen. Me interesa entender cuál es el nexo común que permite estos intercambios, que desde cierta óptica estrictamente analítica pueden ser síntoma de confusión o ausencia de rigor, pero que desde una perspectiva política nos hablan más bien de una fuerza. Una fuerza que es importante desplegar en todas sus dimensiones porque es la fuerza que responde con mayor exactitud a las dinámicas de expropiación, privatización y colonización del vivir contemporáneo, tanto por el modo en el que lo hace –proponiendo otra forma de pensar y de relación subjetiva y orgánica– como por su contenido –con lo que puede considerarse un programa socioeconómico contundente que impone límites y reorganiza prioridades–. Esta fuerza puede entenderse como una respuesta a las múltiples contradicciones sociales y económicas del neoliberalismo en su fase más mortífera. Pero no es una simple reacción, sino que, siendo síntoma, al mismo tiempo, en su propia elaboración autorreflexiva de toma de conciencia, surge como un exceso creativo, a partir del cual se ensayan posibilidades no escritas de antemano. ¿Cuál es el sentido profundo de esta fuerza? ¿De qué nos habla? ¿Desde donde viene, cuál es su historia? ¿Qué desafíos impone a las sociedes contemporáneas? Con la intención de rastrear estas preguntas, propongo una genealogía histórica situada del concepto de «cuidado» que permite entender sus orígenes y pretensiones políticas, para captar mejor el sentido de las luchas por la vida que emergen como una fuerza que disputa el sentido del mundo y de lo humano.

Genealogías del cuidado

Cuando se reivindica la historia, se corre el peligro de pensar que se debe mirar el pasado para regresar sobre sus huellas y repetir lo que allí funcionó, como si en el fondo de la historicidad existiese una verdad que necesita ser preservada. Sin embargo, regresar a la historia para entender de qué están hechos los conceptos no tiene por qué hacerse con el fin de conservarlos, como si se tratase de entidades inamovibles, sino con el de ponerlos a discusión, entender de qué manera fueron significados y cómo están siendo retejidos en un contexto diferente. Desde esta perspectiva, ignorar nuestra propia historia puede ser un error por varios motivos. Primero, porque se olvida la historia que está de nuestro lado, es decir, aquella que confronta los relatos hegemónicos y uniformiza los acontecimientos que constituyen rupturas. Este olvido desplaza la importancia de aquellos esfuerzos colectivos que en otros momentos han transitado hacia una transformación radical y han producido cambios cruciales en nuestras sociedades. Además, recuperar la historia de las conquistas en un tiempo donde parecerían dominar las derrotas resulta indispensable, entre otras cosas, por la posibilidad de salpicar la experiencia colectiva de imaginarios que han sido negados. Segundo, impide reconocer el modo en el que en momentos anteriores se han enfrentado problemas similares. Esto no significa ni mucho menos que las soluciones deban ser siempre las mismas, sino que determinadas respuestas dadas en otras situaciones pueden resultar inspiradoras. Un ejemplo lo encontramos en el fenómeno de la institucionalización del feminismo al que se enfrentó el movimiento feminista durante y después de la transición en España, experiencia que puede ser clave para afrontar la peliaguda relación actual entre instituciones, cambios legislativos y movimientos sociales. Tercero, ignorar la historia estrecha los límites del conocimiento, pues obliga a formular de nuevo conceptos que fueron dotados de contenido de formas sugerentes y reapropiables. Pensemos en los de «reproducción» y «autonomía», centrales en el vocabulario de las feministas marxistas en décadas pasadas; o en la herramienta de la huelga, utilizada por las italianas en los setenta. En último lugar, mirar la historia es un remedio alentador para frenar la exigencia permanente de búsqueda de novedad impuesta por la lógica subjetiva neoliberal. Desde esta mirada es posible defender un tiempo distinto para el pensamiento en el que la producción de lo nuevo no sea lo dominante, sino la intensidad con la que lo pensado es capaz de afectar la realidad. Esto significa que existen ideas que no deben ser desechadas simplemente porque vienen de lejos: su utilidad está íntimamente relacionada con su capacidad de afectación. Por tanto, consideramos importante un acercamiento a una historia no ortodoxa ni esencialista de los conceptos que permita tanto su reconocimiento como su resignificación al calor de las luchas, desde la convicción de que este acercamiento permite llevar a cabo diagnósticos más adecuados de nuestro tiempo, así como ampliar los marcos con los que interpretamos y conocemos la realidad. Desde esta óptica, proponemos un recorrido en torno al concepto «cuidados» que permita transitar desde las luchas por la reproducción a la defensa de la vida, que emergen con especial intensidad en la fase más mortífera del neoliberalismo. En este devenir iremos dando forma crítica al concepto de interdepdencia que vertebra la manera en la que las luchas imaginan un nuevo paisaje político-filosófico.

El debate histórico entre marxismo y feminismo

Uno de los grandes aportes del feminismo de la Segunda Ola fue cuestionar profundamente la división entre las esferas privada y pública. Este cuestionamiento estuvo directamente vinculado a la crítica a la construcción de la feminidad característica de ese momento. Si durante la primera Ola el paradigma fue la igualdad, en la segunda el problema central será la Diferencia. Se trataba de entender los mecanismos a través de los que la feminidad era fabricada de un modo que hacía posible la desigualdad en todos los ámbitos y, al mismo tiempo, ponerla en valor con un sentido diferente. El sentido que imprime la acción política. Para las feministas de la Segunda Ola, la liberación no consistía en igualar en derechos a las mujeres, sino en cambiar el conjunto de las relaciones sociales. Para esta tarea, era preciso entender el vínculo entre la identidad femenina y el conjunto ideológico e imaginarios que la constituyen. Desde la izquierda no resultaba sencillo realizar este análisis porque se seguía suponiendo que la desigualdad sexual tenía causas estrictamente económicas: una vez eliminada la propiedad privada y abolidas las relaciones de producción capitalista no existiría motivo para sostener esa desigualdad. Las actitudes machistas, la violencia o el trato discriminatrio cotidiano eran interpretados como un residuo de la ideología burguesa. El objetivo, por tanto, no era analizar de manera específica la conexión entre el conjunto social y lo femenino, sino que las mujeres se incorporasen masivamente al trabajo asalariado para organizarse al lado de los varones. La situación de las mujeres no era considerada de manera específica, con lo que desaparecía la posibilidad de explicar mejor el patriarcado, el modo en el que esa estructura se reproducía cotidianamente más allá del antagonismo de clase. Los aportes de Sulamith Firestone fueron clave en este sentido al afirmar sin tapujos que el marxismo era ciego al sexo, en la medida en que obviaba los beneficios que los hombres, incluidos los de clase obrera, obtenían de la desigualdad sexual, como el acceso al cuerpo femenino, la reprodución y la división sexual del trabajo.

Las feministas marxistas pensaron que, si el empleo en las fábricas era el origen de la organización obrera, el trabajo en los hogares, mayoritariamente realizado por las mujeres, debía serlo de la lucha feminista. Finalmente, entre las paredes del hogar se fraguaba la base material de su explotación. Allí era donde renunciaban a la autonomía y su trabajo era puesto al servicio de intereses distintos a los propios. Si esto era asi, entonces, el desafío era explicar en qué consistía exactamente esa explotación y su vínculo con el sistema capitalista. A partir de ese momento, tendrá lugar un intenso debate sobre el trabajo doméstico en el que se platearán distintas hipótesis. La discusión girará en torno al grado de relación entre el trabajo doméstico y la producción capitalista. Hay tres textos fundamentales que dan el pistoletazo de salida al debate: «La economía política de la liberación de la Mujer», de Margaret Betson (1969), donde plantea que la famillia es una esfera independiente aunque necesaria para el sistema capitalista; «El trabajo de la mujer nunca termina» de Peggy Morton (1970), donde defiende que el trabajo femenino está íntimamente ligado a mantener y reproducir la fuerza de trabajo; y «El poder del ama de casa y la subversión de la comunidad», de María Rosa Dalla Costa, donde plantea no un vínculo estrecho, sino el carácter directamente productivo del trabajo doméstico, puesto que el capitalista, sostiene Dalla Costa, se beneficia de un trabajo realizado de manera gratuita. Heidi Hartman sostendrá que las marxistas intentan seguir explicando la opresión femenina desde un esquema economicista, olvidando, en línea con lo planteado por Firestone, explicar el beneficio que obtienen los hombres, no solo los capitalistas, del trabajo de las mujeres. Finalmente, dice Hartmman, no se explota el trabajo de ellos, sino el de ellas, es decir, hay un elemento añadido más allá de lo económico que en análisis como el de Dalla Costa quedaría subsumido, como si el patriarcado fuese exclusivamente causado por la

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