Manuel Florencio Mantilla. “Crónica Histórica de la Provincia de Corrientes”
Vrg19Apuntes4 de Diciembre de 2023
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CORRIENTES SIGLO XVIII – MANTILLA
Manuel Florencio Mantilla. “Crónica Histórica de la Provincia de Corrientes”. Tomo I. Pp. 282 a 309
Ciento doce años llevaba la vida en Corrientes. En relación a ese lapso de tiempo, era de atraso su estado al principiar el siglo XVIII, más por fatalidad que por incuria de sus pobladores, cuya laboriosidad había sido trabada, deprimida y algunas veces destruida por fuerzas indetenibles. Buenos {aires y Santa Fe, libres de muchas de ellas, arrastraban también penosa y triste existencia. La ciudad se componía de casas con paredes de tierra apisonada o de madera embarillada y embarrada, techos de tejas de palma a dos aguas, corredores a la calle y al interior, una que ora ventana con rejas de madera, y puertas fuertes de una hoja. Las iglesias eran las construcciones mejores, de adobe o de etanteo. No se conocía el material cocido, ni se usaba la piedra de la Isla de Mesa, empleada después.
La edificación de Buenos Aires era de casas parecidas, con techos de paja o unco, consistiendo las ventajas de la metrópoli rioplatense en el número doble de ellas.
La agricultura había decaído a causa del servicio militar y de las frecuentes campañas; la vid, el trigo, el tabaco mismo estaban poco menos que abandonados por la generalidad; se dedicaban a ellos los contados que disponían de su tiempo, y eso para el consumo propio.
El trabajo de las volteadas del ganado cimarrón para cuerear, preparar carne seca o amansar animales, ocupaba la mayor de la gente, alejada de esa suerte del centro urbano y radicada por intereses en la campaña. Los vaqueros alcanzaban en sus correrías hasta las márgenes del río Uruguay; no osaban, sin embargo, fundar establecimientos pastoriles a tan grande distancia, porque no había paz estable con los charrúas, ni era segura la quietud de ellos.
La zona elegida para las estancias fue el distrito de las Lagunas Saladas, “el riñón de corrientes”, según decían, desde el cual se extendieron paulatinamente a Mburucyá, Caá Catí y la banda oriental y sur del río Santa Lucía. Allí estaban resguardadas de asaltos chaqueños. La expansión de la población rural alejó las tolderías charrúas hacia las costas del río Mocoretá, y aunque no suprimió ese enemigo, la distancia de los establecimientos y los vaqueros del sur del río Corriente, que les servían como de vanguardia, dificultaron las hostilidades. Para despejar definitivamente de peligros el territorio ganado al salvaje, brindóse con tierras y ocupación en las estancias a los charrúas, política prudente que atrajo a muchos de ellos, buenos peones domadores o camperos en la paz, excelentes auxiliares en la guerra, y en todas las ocasiones, utilísimos intermediarios para contener a sus “paisanos”. A un principal de los mansos, llamado Velazco, reconoció el Cabildo por jefe único, y lo autorizó a levantar toldería permanente en “Muchas Islas”, distrito de Las Saladas.
Las continuas campañas y la vida pastoril absorbían la actividad de los hombres, en ella nacían y se educaban sus hijos, y en ese medio se formaba la índole del pueblo futuro; de suerte que esos dos factores crearon las cualidades características de la época: la fortaleza en los trabajos rudos, la sobriedad, la connaturalización con los peligros, la altivez engendrada por la lucha diaria con la naturaleza y con el hombre. El rumbo social nacía de allí, tendiendo naturalmente a la formación de un pueblo guerrero. La política absorbente y explotadora de los jesuitas, que obligó a continuar la vida de armas y de penurias interminables, acentuó después esa tendencia con tal firmeza, que ni el tiempo ni el empeño de reaccionar logró modificar sus consecuencias.
Algo como una predestinación empujaba a Corrientes a la lucha y al sacrificio, circunstancia que debe ser equitativamente apreciada, cuando se le juzga en su valor económico y comercial durante los tiempos pasados y el actual.
Invasiones de los indios chaqueños. Campaña contra los charrúas.
Principió el siglo XVIII con una invasión poderosa de abipones, mocovíes y vilelas coaligados. La costa sur del Paraná, los distritos de Riachuelo y Lomas, los mismos suburbios de la ciudad sufrieron estragos. El lugarteniente Gabriel de Toledo los siguió a sus tierras al mando de 300 hombres; pero no les dio alcance, ni obtuvo resultados satisfactorios en seis meses de campaña.
Al regresar Toledo, se encontró con la orden de auxiliar a las reducciones jesuíticas para una batida a los charrúas, recomendándosele especialmente que la protección fuese de buenos jefes y oficiales. Destinado a la nueva expedición el maese de campo Alejandro de Aguirre, marchó con los capitanes Francisco de Villanueva, Antonio Frutos, Pedro de Aguirre, Juan de Peralta, Francisco Sergio de Toledo, Gaspar de Aguirre y José Viedma. Iban a pelear por causa ajena y contra los intereses de Corrientes, porque la unión con los misioneros importaba declaración de guerra a los charrúas. Éstos, en el caso, tenían plenamente justificada la hostilidad a los catecúmenos, motivo invocado por los jesuitas; pues, hallándose quietos los “tapes” habían asesinado traidoramente a ocho de aquellos, con quienes comerciaban. Aguirre pretendió hacer desistir a los jesuitas, demostrando los perjuicios de reabrir la guerra con los charrúas; más no accedieron a sus reflexiones, a pesar de saber que llevaba la instrucción “de no hacer uso de la fuerza antes de procurar el sometimiento de los infieles por medios pacíficos”. El jefe correntino exigió entonces la posesión del mando superior del ejército guaraní, conforme lo había dispuesto el gobernador Prado Maldonado, proponiéndose manejar las tropas según sus ideas, pero los indios, bien aleccionados por sus dueños, no lo respetaron cuando en la campaña quiso él llenar sus deseos. Encontrados los charrúas sobre la margen del río Yi, en número de doscientos, los misioneros, excesivamente superiores en número, se alzaron contra sus jefes y oficiales en medio de salvaje desorden, exterminaron a aquéllos, sin respetar la vida del capitán Francisco Morazán enviado de paz del Gobernador, que estaba con ellos esperando la llegada del ejército para ajustar arreglos. El maese de campo Aguirre fue herido de flecha y pedrada de honda en momentos que pretendió dominar a los misioneros. Las vaquerías de Corrientes recibieron el contragolpe de la matanza y desde entonces volvieron a ser enemigos los charrúas.
Segunda campaña sobre Colonia del Sacramento.
La guerra de sucesión en España, después de la muerte de Carlos II, envolvió a Portugal contra Felipe V por haber sido declarado nulo el tratado de 1701, que cedió definitivamente a la corona lusitana la Colonia del Sacramento. Tan luego como el virrey del Perú, conde de la Monclova, tuvo noticia del suceso impartió órdenes al gobernador del Río de la Plata, Alonso Valdéz de Inclan, para que ocupase la Colonia. La empresa ofrecía dificultades, porque los portugueses tenían fortificada la población, disponían de buenas tropas y de algunos buques. El gobernador echó manos a todos los recursos militares del país: “convocó cuanto halló capaces en sus provincias y las vecinas para manejar armas”; Corrientes mandó 300 hombres, organizados en tres compunja de cien soldados cada una, el máximun de sus fuerzas. Las operaciones del ejército español principiaron el 17 de octubre de 1704, y terminaron con la toma de la plaza seis meses después de sitiada. Sin embargo, la campaña duró un año para los correntinos, porque continuó la actitud defensiva del gobernador.
Hostilidades permanentes de los catecúmenos misioneros
Otro enemigo apareció a Corrientes cuando sus hijos pensaban descansar: los indios de los jesuitas. Al favor de influencia política, los curas aumentaron sus poblaciones en la jurisdicción correntina de las costas del Paraná y Uruguay; consentían u ordenaban, además, que sus catecúmenos se introdujesen a vaquear donde no tenían derecho a trabajar. Las entradas de los misioneros no se diferenciaban de los asaltos charrúas: acostumbrados a la impunidad sin límites, toda vez que no atentasen contra sus directores, no respetaban vida ni propiedades. El Cabildo nada obtuvo con sus reclamaciones, ni los particulares eran atendidos en sus quejas; la habilidad jesuítica presentaba os hechos en sentido inverso, y por ella pasaba el gobernador. Cansados los correntinos de abusos, atropellos e injusticias, aplicaron a los “tapes” el correctivo privado de la defensa legitima que empleaban con los charrúas, actitud justificada que les acarreó el odio implacable de los jesuitas. Un solo hecho basta para formar idea completa de los misioneros. Vivía en “Muchas Islas”, campo del capitán Pedro de almirón, el cacique Velazco, con pequeña tribu charrúa; en las proximidades tenían sus estancias Juan Santiago Barreto, Pedro de Aguirre, Juan de Ayala, Valentín Aguirre, Melitón González y Pedro de la Serna. Se ocuparon los indios en la doma de potros, en las marcaciones del ganado, en las vaquerías y cerdeadas, las mujeres en la labranza, en hilar y tejer, eran además auxiliares de guerra. Una mañana de 1707 cayó de sorpresa sobre la toldería, numerosa tribu de misioneros capitaneada por un jesuita, la que capturó a Velazco, varios de sus indios de pelea y todas las mujeres y niños. Los capitanes Pedro de almirón y Martín González ocurrieron los primeros al lugar del malón. Velazco y demás prisioneros estaban encadenados. Afearon los capitanes al jesuita su conducta inicua, y como se defendiese alegando que los charrúas no eran cristianos, Velazco pidió ser desatado para reunir a los suyos bajo promesa de someterse a la religión, si ésta les garantiese vida tranquila. En tratos pasó el día. Durante la noche fueron asesinados y descuartizados Velazco, sus capitanes Peruguazú, Antón Yaró, Aguayadú y el cristiano Marcos, fugado de Misiones; retirándose inmediatamente los “tapes” con la chusma cautiva, porque habían sentido que los vecinos se alistaban para atacarlos. Púsose en persecución de ellos el sargento mayor Juan de Basualdo al frente de cuarenta hombres; pero la rapidez en la fuga, con un día de delantera, le impidió alcanzarlos. El crimen quedó impune. Esos bárbaros cristianos cruzaban los campos en diferentes direcciones, y despojaban de su propiedad o mataban los pacíficos vecinos y transeúntes.
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