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Oscar y mamie rose


Enviado por   •  16 de Junio de 2018  •  Reseñas  •  13.883 Palabras (56 Páginas)  •  230 Visitas

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Querido Dios:

Me llamo Oscar y tengo diez años.  Le he prendido fuego al gato, al perro, a la casa (creo que también pasé por la parrilla a los peces rojos) y esta es la primera carta que te escribo, porque, hasta ahora, no he tenido tiempo por culpa de mis estudios.

¡Ojo! Te aviso antes de empezar: me da mucho miedo escribir.  Sólo lo hago porque realmente no tengo más remedio.  Es que eso de escribir es como poner pompones y guirnaldas y floripondios y echar sonrisitas.  Escribir no es más que mentir para hacer bonito.  Es un rollo de los mayores.

¿Qué no te lo crees? Pues mira, fíjate como he empezado la carta: Me llamo Oscar y tengo diez años.  Le he prendido fuego al gato, al perro, a la casa (creo que también pasé por la parrilla a los peces rojos) y esta es la primera carta que te escribo, porque, hasta ahora, no he tenido tiempo por culpa de mis estudios.  Pero, también podría haber puesto: Me llaman Cabeza de Huevo, aparento siete años, vivo en un hospital, porque tengo cáncer y nunca te he dirigido la palabra porque ni siquiera creo que existas.

Lo que pasa es que si pongo eso, te va a dar mal rollo y todavía te vas a interesar menos por mí.  Y yo necesito que te intereses por mí.   De hecho, me vendría bien que me hicieras un par de favorcitos.  Te cuento.

El hospital es un sitio lleno de personas mayores de buen humor que hablan en voz alta, repleto de juguetes y de señoras vestidas de rosa que quieren divertirse con los niños, y donde siempre tienes cerca a los amigos, como Beicon, Einstein o Pop Corn.  O sea que el hospital es fenomenal si eres un enfermo que cae bien.

Pero ése ya no es mi caso.  Desde que me hicieron el trasplante de médula ósea, me he dado cuenta de que ahora no les caigo bien.  Cuando el doctor Dusseldorf me viene a examinar por las mañanas, ya no pone ilusión.  Lo decepciono.  Me mira sin decir nada, como si yo hubiera cometido un error.  Y mira que me apliqué en la operación.  Me porté bien, dejé que me durmieran, me hicieron daño, pero no grité y me tomé todas las medicinas.  Hay días que me entran ganas de decirle cuatro verdades.  De decirle que quizás sea él, el doctor Dusseldorf, con sus cejas negras, el que ha fastidiado la operación.  Pero da una impresión de tanta tristeza que los insultos se me quedan atascados en la garganta.  Cuando más callado se queda el médico, con esos ojos llenos de desolación, más culpable me siento.  Por eso me he dado cuenta de que me he convertido en mal enfermo, en un enfermo que impide creer que la medicina es algo fantástico.

Los pensamientos de un médico son contagiosos.  Ahora todos los de la planta, las enfermeras, los internos y las mujeres de la limpieza me miran todos del mismo modo.  Tienen pinta de estar tristes cuando yo estoy de buen humor.  Se esfuerzan por reír cuando hago una broma.  Total, que ya no nos la pasamos tan bien como antes.

La única que no ha cambiado es Mamie Rose, pero es que a mí me da que es demasiado vieja para cambiar.  Y además, Mamie Rose no te la voy a presentar, porque debe ser una buena amiga tuya.  Ha sido ella la que me ha dicho que te escribiera.  El problema es que no soy el único que la llama Mamie Rose, así que tendrás que fijarte bien para saber a quién me refiero.  De todas las mujeres con bata rosa que vienen de la calle para pasar un rato con los niños enfermos, ella, Mamie Rose, es la más vieja de todas.

- ¿Cuántos años tienes, Mamie Rose?

-  A ver Oscar, ¿Sabes manejar los números de trece cifras?

-  ¡Me quieres tomar el pelo!

-  No, no.  Es que sobre todo no se tienen que enterar aquí de la edad que tengo porque, sino, me van a echar y ya no nos podríamos ver más.

-  ¿Y eso?

-  Es que yo entro de contrabando.  Hay un límite de edad para poderse poner esta bata rosa y yo la tengo más que superada.

-  ¿Ya caducaste?

-  Sí.

-  ¿Cómo los yogures?

-  ¡Shist!

-  ¡Ok!, ¡ok! Yo, ni pío.

Ha sido muy valiente al contarme su secreto, pero conmigo está de suerte porque no pienso decir ni mu, aunque me extraña que nadie se haya dado cuenta aún con todas esas arrugas que tiene alrededor de los ojos, que parecen rayos del sol.

Otra vez me entere de otros de sus secretos y ahora sí, Dios, seguro que la vas a poder reconocer.Un día íbamos paseando por el jardín del hospital y pisó una caca.

-  ¡Mierda!

-  Mamie Rose, no se dicen malas palabras.

-  Oye, tú, enano, corta el rollo, ¿ok? Que yo hablo como me da la gana.

-  ¡Jode, Mamie Rose!

-  ¡Y mueve el trasero que estamos caminando y no haciendo una carrera de caracolas!

Cuando nos sentamos en un banco para comernos un caramelo, le pregunté:

- ¿Y cómo es que dices tantas palabrotas?

- De formación profesional, Oscar.  En mi profesión, lo tenía crudo, si usaba un vocabulario demasiado delicado.

-  ¿Y en qué trabajabas?

-  No te lo vas a creer…

-  Te juro que me lo creeré.

-  Luchadora.

-  ¡No me creo nada!

- ¡Qué sí! ¡Luchadora! Y me llamaban “La Estranguladora del Languedoc”

Desde entonces, cuando me da un ataque de melancolía y ella está segura de que nadie nos puede oír, se pone a contarme sus grandes torneos.  La Estranguladora de Languedoc contra la Charcutera del Limosín; su lucha durante veinte años contra Diabólica Sinclair, una holandesa con unas tetas que parecían dos obuses; y, sobre todo, su copa del mundo contra Ulla-Ulla, la llamada Perra de Büechenwald, que nunca había sido derrotada, ni siquiera por Muslos de Acero, la modelo de Mamie Rose de cuando era luchadora.  

Yo fantaseo con esos combates porque me imagino a mi amiga en el ring, tal y como es ahora una viejecita en bata rosa un poco bamboleante, dándoles caña a unas tipas en mallas, grandes como ballenas. Y me da la sensación de que soy yo que me convierto en el más fuerte y me vengo.

Bueno, sin con todos estos indicios, de Mamie Rose o de la Estranguladora del Languedoc, sigues sin caer en la cuenta de quién es Mamie Rose, mira, Dios, entonces mejor que dejes de ser Dios y que te jubiles. ¿Me explico?

...

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