Posguerra Resumen Tony Judt
hugocastro20141 de Julio de 2014
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Postguerra. Una historia de Europa desde 1945, de Tony Judt
Abordar la historia contemporánea o del presente de las cosas presentes -como precisó San Agustín en sus Confesiones- no es una opción fácil para ningún historiador, principalmente porque exige ocuparse de procesos que permanecen incompletos y de acontecimientos recientes cuyos resultados son a veces inciertos. Narrar la historia europea del siglo XX no sólo requiere hacerse cargo de la memoria y del olvido,[1] como preferentemente lo exige el análisis del presente de las cosas pasadas, sino también articular un punto de vista a partir del cual observar y analizar los procesos más problemáticos.
El siempre polémico historiador Timothy Garton Ash, uno de los referentes intelectuales en el debate sobre el estudio de la historia del tiempo presente, explica que escribir sobre los acontecimientos políticos contemporáneos demanda grandes habilidades a los historiadores, quienes deben desplazarse por terrenos siempre movedizos y cambiantes.[2] Muy frecuentemente, sus complicidades y dependencias del poder político les impide ver lo que se oculta detrás del bosque; como efecto, sus interpretaciones no son más que un mero reflejo de sus cegadas pasiones mientras que el pasado se convierte en un material de utilidad política.[3] Pero también algunos gobernantes europeos han realizado un esfuerzo sistemático por cooptar la historia para luego convertirla en una verdad oficial servil a los intereses de la razón de estado. Entre los años 2005 y 2008, por ejemplo, varios países de la Unión Europea promovieron una serie de iniciativas legislativas para criminalizar el pasado. Connotados historiadores como Eric Hobsbawm, Jacques Le Goff, Pierre Nora, Carlo Ginzburg, Marc Ferro, Paul Veyne y Timothy Garton Ash alzaron la voz ante una política que no pretendía otra cosa sino instaurar una censura intelectual a través de la imposición de una moral retrospectiva de la historia. La defensa de una libertad histórica que se oponía a una memoria oficial, sacó a flote la acertada reflexión orwelliana sobre el control del pasado. Desde ese entonces, la historia de la Europa contemporánea, como se puede observar en un rápido vistazo a las llamadas “leyes sobre la memoria”, permanece anclada en un complejo debate que no disocia a la ética de la historia ni a ésta de la política.
Con ese telón de fondo, Tony Judt -fallecido en 2010 a causa de una enfermedad degenerativa neuromuscular- escribió uno de los libros más lúcidos y voluminosos sobre la historia europea contemporánea. El autor, una autoridad reconocida en la historia de los intelectuales franceses del siglo XX, fue director del Remarque Institute de la New York University, institución a la que se confió la tarea de promover el estudio y debate de la historia de Europa en los Estados Unidos. Como prolífico columnista de The New York Times, donde publicó hasta poco antes de su muerte, Judt también se interesó por las relaciones internacionales, especialmente por el escenario político de la ex Yugoslavia y del Medio Oriente. Fue, también, uno de los primeros críticos de la guerra de Irak y de la intervención militar norteamericana en Afganistán, en momentos en que la mayoría de los analistas e intelectuales observaban impasibles el desenlace de dos enfrentamientos que se desarrollaban fuera de todas las normas jurídicas internacionales. Gracias a un constante trabajo crítico de su propio presente y de las proyecciones de un pasado que le incomodaba, Judt encarnó a la perfección el prototipo de un intelectual comprometido con su propio presente.
En Postguerra, Judt se mueve con tal facilidad por los temas y regiones del Viejo Continente, que a veces es difícil creer que hace solo veinte años la mitad de la Europa oriental se encontraba bajo el control de gobiernos incapaces de lidiar con el presente y preparar el futuro; y que estos estaban más ocupados en intentar borrar continuamente su historia para obtener algún rédito inmediato. En este libro, el autor nos enseña que hay otra forma, tal vez más benigna, de reescribir la historia contemporánea: a través de una mirada retrospectiva que revele el pasado a la luz de aquello adonde éste inesperadamente nos llevó. Es por eso que desde un inicio nos recuerda que a fines de la década de 1940, Europa parecía un continente destrozado que probablemente nunca podría salir de la sombra del gigante del otro lado del Atlántico. En los peores años de la guerra fría, Europa también parecía destinada a no ser más que un muro de contención entre Washington y Moscú.
Pese a los nocivos efectos de los conflictos sociales y las crisis económicas derivados de la postguerra, Europa ha vivido un período de relativa prosperidad y paz. Ante ese escenario, Judt se lanza a retratar la recuperación de Europa tras la devastación que siguió a 1945 como si de un rebrote orgánico se tratara, pero es cauto al observar que pocos podrían haber imaginado un futuro así hace sesenta años. Lo que entonces parecían ser los estremecimientos propios de un moribundo son, para Judt, las agitaciones de una nueva vida. La Unión Europea, en rápida expansión, reúne a cerca de 450 millones de personas que constituyen el más grande mercado mundial, lo que motiva a Judt a sugerir que el siglo XXI podría pertenecer al Viejo Continente. Si bien esta idea suena esperanzadora para un continente que se vio envuelto en dos cruentas guerras sucesivas, en ningún sentido la afirmación está más allá del reino de la posibilidad, especialmente en momentos en que la actual crisis económica pone en cuestión la estabilidad de la Unión Europea y acrecienta las tensiones entre sus países miembros.
Como Judt conmovedoramente la pinta, la imagen de Europa a fines de la Segunda Guerra Mundial es más penosa de lo que se puede resistir. Se ha aceptado que cerca de 36.5 millones de europeos murieron entre 1939 y 1945 debido a la guerra. Decenas de millones fueron desarraigados de sus países por los regimenes totalitarios de Hitler y Stalin. Inmediatamente después de la derrota de Alemania, el continente estaba lleno de cicatrices, resentimientos y en busca de venganza.[4] Ésta última se expresó a través de la violencia, las purgas y revueltas de lo que en algunos lugares, como Grecia y Yugoslavia, equivalía a una guerra civil. Como bien se observa en este libro, la guerra en Europa realmente no concluyó en 1945, así como tampoco terminó la persecución de los judíos con el cierre de los campos de concentración. Judt recuerda que más de mil judíos murieron en los pogroms después de la liberación de Polonia. El antisemitismo en Europa continuó, y el hecho de que Alemania no siempre fuera la fuente de la cual se nutría es un tema al que el autor retorna a menudo. Mientras Alemania recibió –con justa razón- gran parte de la culpa por la tragedia de Europa, otros escabulleron sin dejarse notar. Fue Austria, después de todo, la que se encargó de mostrar al mundo la “amnesia de la postguerra”.
Esa incapacidad de recordar los crímenes realizados durante la guerra fue personificada en Kurt Waldheim, oficial del ejército nazi que años más tarde llegaría a ocupar los cargos de secretario general de la ONU (1972-1981) y de presidente de Austria (1986-1992). Con menos de siete millones de habitantes, hacia el final de la guerra aún habían más de medio millón de nazis registrados en Austria; proporcionalmente, los austriacos estuvieron mucho más representados en las SS y entre el personal de los campos de concentración que la población alemana. De acuerdo a los reveladores datos que aporta Judt, más del 38 por ciento de los miembros de la Orquesta Filarmónica de Viena eran nazis, comparados con el 7 por ciento de la Filarmónica de Berlín. De esta manera, en su epílogo sobre la memoria europea, Judt nos recuerda que la enfermedad que permitió la creación de Auschwitz no está completamente curada a causa de un nacionalismo patológico. El año 2000, mientras criticaba un estudio sobre la masacre de judíos a manos de un grupo de polacos en tiempos de la guerra, Lech Walesa, héroe del anticomunismo polaco y ganador del Premio Nobel de la Paz, menospreció al autor del texto calificándolo como “un judío que solo intenta hacer dinero”.
Con todo, Judt también escarba otros problemas derivados de la guerra: la expansión y disolución del comunismo, la crisis alimentaria y la rápida recuperación económica. Los efectos de la guerra fueron devastadores no solo en términos políticos, después de 1945 Alemania había perdido el 40 por ciento de sus hogares, Inglaterra el 30 por ciento, y Francia el 20 por ciento, mientras que en Varsovia el 90 por ciento de las casas desaparecieron. Bajo esas circunstancias, la celeridad de la reconstrucción fue notable, especialmente en Alemania. Los dos problemas claves para las economías europeas fueron, por una parte, la desaparición temporal de Alemania como un mercado abierto para los bienes del continente, y por otra, la ausencia de divisas fuertes con las cuales comprar alimentos, materiales y bienes a Estados Unidos y al resto del mundo. Inglaterra y Francia no tenían efectivo para pagar sus importaciones y otros países carecían de monedas intercambiables. Cuando en el verano de 1947 el secretario de estado norteamericano George Marshall anunció su plan maestro de rescate para Europa, Estados Unidos ya había gastado miles de millones de dólares en préstamos y donaciones a los países del Viejo Continente. Esa primera ayuda, dice Judt, estaba dirigida a tapar huecos pero no a una reconstrucción de largo plazo. El Plan Marshall, en cambio, era diferente. Cuando terminó su ejecución en 1952, Estados Unidos había desembolsado en ayuda externa más que todos sus gobiernos anteriores
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