Revolucion Puritana
alaynetg8 de Junio de 2014
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La revolución puritana
A la muerte de Isabel, Inglaterra se apartó políticamente del continente, emprendiendo a partir de entonces una dirección distinta. Mucho antes, algunos observadores políticos como Commynes y Fortescue habían subrayado los caracteres distintivos y la superioridad de las instituciones insulares; pero éstas no eran lo suficientemente fuertes como para resistir a los Tudor, por lo que la labor hubo de iniciarse de nuevo. Ésta se reinició, a la antigua usanza, apelando a la tradición y a los precedentes. Y cuando pareció que tales criterios no eran del todo convincentes, se afrontó la tarea por medio de principios nuevos, generales y revolucionarios. La combinación, o la alternancia, entre estos dos métodos de acción política es la nota característica de los tiempos anteriores al nuestro. Cuando el rey Jacobo de Escocia se convirtió en rey de Inglaterra, el país pudo beneficiarse de su insularidad, protegida por el mar. No había ya vecinos hostiles y belicosos que hicieran necesaria aquella preparación militar y aquella concentración de poder que hizo absolutos a otros gobiernos extranjeros. Un oficial inglés se congratuló en una ocasión con Moltke por el magnífico ejército que éste había formado y mandado. El mariscal sacudió la cabeza y respondió que el ejército alemán era una pesada carga para el país, pero que la larga frontera con Rusia le hacía inevitable.
Jacobo, que en su patria nada había podido hacer contra los nobles y la Kirk, tenía una gran idea de la autoridad y unos elevados ideales en relación con lo que un monarca podía hacer legítimamente por el propio país, actuando según su propia razón, su voluntad y su conciencia, en lugar de dejarse zarandear por las olas cambiantes e inciertas de la opinión. Llegó a Inglaterra con la esperanza de que su riqueza, su civilización y su cultura intelectual, que entonces conocían su momento de mayor esplendor, habían de ofrecer un terreno más favorable al arraigo de avanzadas teorías sobre el Estado. Los Estuardo eran tributarios, en alguna medida, de las dos más influyentes y célebres corrientes de pensamiento político de su tiempo. De Maquiavelo habían tomado la idea del Estado como entidad que persigue sus propios fines sirviéndose para ello de expertos que no dependen ya de las fuerzas de la sociedad ni de la voluntad de hombres que desconocen los complejos problemas de la política internacional, de la administración militar, de la economía y el derecho. De Lutero, a su vez, adoptaron su nuevo y admirado dogma del derecho divino de los reyes. De manera coherente, rechazaban una teoría opuesta, que Jacobo conocía bien a través de su preceptor, derivada de Knox y sus maestros medievales, y erróneamente atribuida a Calvino: la teoría de la revolución. Tenían de su parte a los jueces, es decir a las leyes de Inglaterra. Contaban con el apoyo de la Iglesia oficial, guardiana de la conciencia e intérprete reconocida de la voluntad divina. Tenían el afortunado ejemplo de los Tudor, que demostraba que un gobierno puede ser al mismo tiempo absoluto y popular, y que la libertad no era en modo alguno la aspiración absoluta de los corazones ingleses. Y también estaba a su favor la concurrente tendencia de Europa, así como de los intelectuales del país, de Hooker, de Shakespeare, de Bacon. Los mayores filósofos, los teólogos más eruditos, incluso algunos entre los más expertos juristas del
mundo apoyaban su causa. No tenían motivo para pensar que ociosos hacendados (squires) o provincianos intrigantes entendieran el interés nacional y la razón de Estado mejor que experimentados administradores, y creían poder gozar para el poder ejecutivo de la misma confianza de que gozaban para el judicial. Su fuerza residía en el clero, y el clero inglés profesaba la legitimidad y la ciega obediencia, en indignada oposición a los jesuitas y sus secuaces. El rey, claro está, no podía ser menos monárquico que la jerarquía eclesiástica; no podía renunciar a su apoyo, por lo que el vínculo que le unía a ella era muy fuerte. Partiendo del supuesto de que la voluntad soberana debe siempre dominar y no ser dominada, no había ninguna prueba cierta de que la oposición a la misma sería profunda, temible o sincera. El rápido aumento de la clase media, que era la cuna del sectarismo, no era fácilmente deducible de los ingresos fiscales. Los Estuardo podían convencerse fácilmente de que no sólo eran más sabios, sino también más liberales que sus opositores, ya que los puritanos no hacían más que reclamar que la herejía se castigara con la muerte. La diferente postura, en lo que respecta a liberalidad, del rey y del parlamento es evidente en el caso de la cuestión católica.
Jacobo I quería evitar las persecuciones. Mediante la discusión con dos hombres de gran cultura, Andrewes y Casaubon, elaboró ideas conciliadoras orientadas a una posible reunificación. Su madre había sido la campeona y mártir de la monarquía católica. Su mujer había sido convertida por los jesuitas. Consideraba defendibles las Penal Laws sólo como defensa frente a los peligros políticos, no en materia de religión; y, además, quería llegar a un acuerdo eficaz con Roma que le garantizara la lealtad de los católicos, a cambio del inestimable bien de la tolerancia. El papa Clemente VIII, Aldobrandini, no estaba satisfecho, y envió instrucciones de que Jacobo I no fuera reconocido a no ser que se aviniera a concesiones mucho más amplias. Temía, decía, llegar demasiado lejos a favor de un hereje. Sus cartas no se hicieron públicas, pero llegaron a conocimiento de Catesby, quien se alegró mucho de su contenido. Un rey que podía no ser reconocido era un rey que podía ser depuesto. Cuando sus propuestas fueron rechazadas, Jacobo dictó una proclama contra los clérigos que constituyó la provocación determinante de la conjura. La violencia con que Isabel había defendido su vida contra una multitud de conspiradores había sido juzgada con mucha comprensión. Pero sobre su sucesor no pendía ninguna sentencia de deposición, y la legitimidad de sus pretensiones al trono no era atacable por argumentos como los fraguados contra la hija de Ana Bolena. Los católicos tenían la razonable esperanza de que el tratamiento más favorable que habían recibido al comienzo del nuevo reinado y de la nueva dinastía había de continuar.
Bajo el impacto de la decepción, algunos se consideraron exonerados del juramento de fidelidad y en la necesidad de servirse de sus propios medios de autodefensa. Consideraban a Jacobo como su agresor. No sabemos hasta qué punto conocían la odiosa vulgaridad de su vida y de su conversación, que algunos embajadores extranjeros describían en términos tales que ninguno se atrevió a consignarlos por escrito. En todo grupo puede haber hombres desesperados y violentos capaces de idear crímenes que
tratan de disimular bajo el disfraz de los más altos ideales. Podemos recordar ejemplos de tales personajes con ocasión del asesinato de Riccio o de la Defenestración de Praga. Pero aquí las aguas eran más profundas. Algunos de los conjurados, como Digby, eran hombres en otros aspectos de carácter intachable y honorable, a los que ciertamente no se les podía tachar de hipocresía. En la conjura también estaban implicados algunos jesuitas, quieres tan lejos estaban de alentar el proyecto, que recibieron de Roma una prohibición formal de realizar actos violentos. Pero no denunciaron el peligro, silencio que se justificó con el argumento de que, si bien el descubrimiento del complot habría podido salvar a un príncipe católico, el secreto de confesión era tan absoluto como respecto a un príncipe protestante.
Se impuso la convicción de que estas personas eran incorregibles. El precedente de 1572 [matanza de San Bartolomé] sancionaba el derecho al asesinato. Los doctrinarios de la Liga y sus contemporáneos añadieron a este derecho el derecho a la revolución, aplicando a los príncipes la norma seguida contra protestantes menos ilustres. Nadie sabía con exactitud en qué medida los teóricos estaban divididos sobre este punto y qué sutiles excepciones admitía la teoría. La generación que había conocido a Guy Fawkes permaneció implacable. No así el rey Jacobo. Éste decidió perpetuar una neta división entre los nobles de sangre y sus adversarios, instituyendo a partir de entonces el juramento de fidelidad, que por cierto no dio buenos resultados. Los Estuardo podían legítimamente pensar que los motivos de la persecución por parte de los parlamentarios no se basaban en un auténtico sentido de deber público, sino que lo que en realidad hacían era defender la causa sagrada contra opresores furibundos. Los temas de discusión no eran tan sencillos, ni la línea divisoria era tan neta como suponemos cuando consideramos el resultado que se produjo. La cuestión que había que decidir entre el rey y el parlamento no era la alternativa entre monarquía y república, democracia y aristocracia, la libertad y el monstruo proteiforme que se opone a ella o la traiciona. En muchos aspectos, la causa de los Estuardo se asemeja más bien a la causa de la monarquía constitucional en el continente, por ejemplo en la Francia de Luis XVIII o en la Prusia del emperador Guillermo. Si Bismarck hubiera vivido entonces, habría sido el más resuelto realista, y Cromwell se habría hallado en su salsa. En casi todas las ocasiones, bajo Jacobo I, la oposición se dejó sentir, y en 1621 fue singularmente importante y anticipadora del futuro. Entonces los Comunes, bajo la dirección de Coke, el jurista inglés más famoso, obligaron a Bacon a dimitir, privando así a los Estuardo del más hábil consejero que jamás habían tenido. Permanecieron, en
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