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SAMUEL ROVINSKY


Enviado por   •  30 de Marzo de 2014  •  Síntesis  •  1.604 Palabras (7 Páginas)  •  424 Visitas

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SAMUEL ROVINSKY

Nació en San José, en 1932. Aunque es ingeniero civil de profesión, ha indagado en diversos géneros literarios con su ágil y agradable pluma, destacándose especialmente como dramaturgo a partir de Las fisgonas de Paso Ancho. Entre sus libros de cuentos figuran La hora de Los vencidos (1963), La Pagoda (1968) y Cuentos judíos de mi tierra, cuya segunda edición apareció en 1997.

EL MIEDO A LOS TELEGRAMAS

Mamá había llorado mucho la víspera del domingo. Mis hermanas parecían conocer la razón, pero

yo no; y la verdad es que no tenían por qué comunicármela. En ese entonces, con mis seis años de edad, yo no contaba para las confidencias. Sin embargo, sospeché que las lágrimas de mamá tenían que ver con el telegrama que le había traído el cartero en la mañana. Cuando lo leyó, se fue corriendo al dormitorio con el papel apretado contra el pecho. Mis hermanas, que se encontraban haciendo sus tareas, se fueron tras ella. Pero yo no. Yo me quedé sentado, comiendo un par de huevos fritos con un enorme pan lleno de mantequilla y queso. No quería que se me enfriaran los huevos ni el humeante

café con leche.

Además, tenía miedo de saber lo que decía el telegrama.

Un rato después, entré al dormitorio. Ahí estaba mamá llorando, y mis hermanas diciéndole muchas cosas para tratar de calmarla. Papá estaba muy enfermo y lo traían en avión de Guanacaste. Mamá parecía inconsolable y yo no me atreví a pedirle permiso para irme con Luisillo a jugar chumicos en el Parque Central. Tuve que resignarme a mi habitual entretenimiento: ver la calle desde el portal.

Estaba triste porque mamá estaba triste. Y más triste de no haber podido acudir a la cita con Luisillo. El mundo me pareció muy feo desde el portal.

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Aportación: Profr.Gabriel Hurtado Cen. Xcanatún, Mérida.

A mí me gustaba mucho hablar con don Paco, el policía que vigilaba el barrio desde la esquina de mi casa. Por eso, cuando lo vi llegar me olvidé de la tristeza y me fui a su lado. Don Paco me contó una de esas historias de ladrones que metían miedo; y me habría quedado con él quién sabe cuántas horas si mi hermana Rosa, la mayor, no hubiera venido por mí para que la acompañara a hacer las compras en la pulpería de Chico.

En la tarde, tampoco me dieron permiso para ir al Moderno a ver el siguiente capítulo de Flash Gordon contra Mongo, a pesar de que grité, revoleándome en el mosaico del zaguán como un desesperado. Mi hermana Gina me dio unas buenas cachetadas y yo fui a rumiar mi descontento en el techo de la cocina, junto a Pelusa, la gata vieja.

Cuando fui a acostarme, vi que mamá había salido de su cuarto y ya no lloraba. Entonces, me sentí muy feliz y corrí a abrazarla. Ella me arropó y me dijo cosas bonitas. Me dormí muy contento, pensando que mañana sería domingo e iríamos a La Sabana a esperar a papá.

Yo estaba ansioso de verlo. Mi mono tití se había zafado del encierro que le tenía en el patio, y yo había llorado mucho, porque me hacía falta. Tenía la esperanza de que papá me trajera otro en este viaje. También papá me hacía mucha falta. Desde que él había comprado la finca en Guanacaste, lo veíamos muy poco en casa. Papá era quien me llevaba al laguito. Mamá nunca tenía tiempo para mí; se la pasaba cosiendo vestidos para señoras que la visitaban muy a menudo. A veces, esas señoras la regañaban porque los vestidos no estaban listos cuando ellas querían. Y yo las odiaba. Una vez, quise matar a una porque hizo llorar mucho a mamá. Gina, mi hermana menor, me pegó en la boca porque dije que iba a ahorcar a esa vieja bruja.

A mí me gustaba muchísimo viajar en tranvía. Cuando el motorista llevaba el manubrio hasta el extremo del tambor, para darle el máximo de velocidad, rodo el tranvía temblaba y las palmeras del Asilo Chapuí parecían correr hacia atrás, y el obelisco del Paseo Colón se nos venía encima. Yo juraba que, cuando grande, sería motorista. A veces se le zafaba el palo del cable eléctrico y tenía que bajarse para acomodarlo en su sitio, dando brincos como un mono. A mí me hacía mucha gracia y me reía y le gritaba como a mi tití, hasta que Gina me daba un pellizco para callarme, porque el motorista me hacía mala cara.

Ese domingo llegamos al llano de La Sabana cuando ya estaba repleto de gente. Señoras con sombrillas de colores, para protegerse del fuerte sol, llevaban a sus niños de la mano. Los hombres, unos en camisa

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