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Batallas En El Desierto


Enviado por   •  8 de Mayo de 2013  •  10.130 Palabras (41 Páginas)  •  289 Visitas

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MUNDO ANTIGUO

Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?; Ya había

supermercados pero no televisión, radio tan sólo: Las aventuras de

Carlos Lacroix, Tarzán, El Llanero Solitario, La Legión de los

Madrugadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de las calles de

México, Panseco, El Doctor I.Q., La Doctora Corazón desde su Clínica

de Almas. Paco Malgesto narraba las corridas de toros, Carlos Albert

era el cronista de futbol, el Mago Septién trasmitía el beisbol.

Circulaban los primeros coches producidos después de la guerra:

Packard, Cadillac, Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac, Dodge,

Plymouth, De Soto. Íbamos a ver películas de Errol Flynn y Tyrone

Power, a matinés con una de episodios completa: La invasión de

Mongo era mi predilecta. Estaban de moda Sin ti, La rondalla, La

burrita, La múcura, Amorcito Corazón. Volvía a sonar en todas partes

un antiguo bolero puertorriqueño: Por alto esté el cielo en el mundo,

por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el

mundo que mi amor profundo no rompa por ti.

Fue el año de la poliomielitis: escuelas llenas de niños con

aparatos ortopédicos; de la fiebre aftosa: en todo el país fusilaban

por decenas de miles reses enfermas; de las inundaciones: el centro

de la ciudad se convertía otra vez en laguna, la gente iba por las

calles en lancha. Dicen que con la próxima tormenta estallará el

Canal del Desagüe y anegará la capital. Qué importa, contestaba mi

hermano, si bajo el régimen de Miguel Alemán ya vivimos hundidos

en la mierda.

La cara del Señorpresidente en dondequiera: dibujos inmensos,

retratos idealizados, fotos ubicuas, alegorías del progreso con Miguel

Alemán como Dios Padre, caricaturas laudatorias, monumentos.

Adulación pública, insaciable maledicencia privada. Escribíamos mil

veces en el cuaderno de castigos: Debo ser obediente, debo ser

obediente, debo ser obediente con mis padres y con mis maestros.

Nos enseñaban historia patria, lengua nacional, geografía del DF: los

ríos (aún quedaban ríos), las montañas (se veían las montañas). Era

el mundo antiguo. Los mayores se quejaban de la inflación, los

cambios, el tránsito, la inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el

exceso de gente, la mendicidad, los extranjeros, la corrupción, el

enriquecimiento sin límite de unos cuantos y la miseria de casi todos.

Decían los periódicos: El mundo atraviesa por un momento

angustioso. El espectro de la guerra final se proyecta en el horizonte.

El símbolo sombrío de nuestro tiempo es el hongo atómico. Sin

embargo había esperanza. Nuestros libros de texto afirmaban: Visto

en el mapa México tiene forma de cornucopia o cuerno de la

abundancia. Para el impensable año dos mil se auguraba -sin

especificar cómo íbamos a lograrlo- un porvenir de plenitud y

bienestar universales. Ciudades limpias, sin injusticia, sin pobres, sin

violencia, sin congestiones, sin basura. Para cada familia una casa

ultramoderna y aerodinámica (palabras de la época). A nadie le

faltaría nada. Las máquinas harían todo el trabajo. Calles repletas de

árboles y fuentes, cruzadas por vehículos sin humo ni estruendo ni

posibilidad de colisiones. El paraíso en la tierra. La utopía al fin

conquistada.

Mientras tanto nos modernizábamos, incorporábamos a nuestra

habla términos que primero habían sonado como pochismos en las

películas de Tin Tan y luego insensiblemente se mexicanizaban:

tenquíu, oquéi, uasamara, sherap, sorry, uan móment pliis.

Empezábamos a comer hamburguesas, pays, donas, jotdogs,

malteadas, áiscrim, margarina, mantequilla de cacahuate. La

cocacola sepultaba las aguas frescas de jamaica, chía, limón. Los

pobres seguían tomando tepache. Nuestros padres se habituaban al

jaibol que en principio les supo a medicina. En mi casa está prohibido

el tequila, le escuché decir a mi tío Julián. Yo nada más sirvo whisky a

mis invitados: hay que blanquear el gusto de los mexicanos.

II

LOS DESASTRES DE LA GUERRA

En los recreos comíamos tortas de nata que no se volverán a

ver jamás. Jugábamos en dos bandos: árabes y judíos. Acababa de

establecerse Israel y había guerra contra la Liga Árabe. Los niños que

de verdad eran árabes y judíos sólo se hablaban para insultarse y

pelear. Bernardo Mondragón, nuestro profesor, les decía: Ustedes

nacieron aquí. Son tan mexicanos como sus compañeros. No hereden

el odio. Después de cuanto acaba de pasar (las infinitas matanzas, los

campos de exterminio, la bomba atómica, los millones y millones de

muertos), el mundo de mañana, el mundo en el que ustedes serán

hombres, debe ser un sitio de paz, un lugar sin crímenes y sin

infamias. En las filas de atrás sonaba una risita. Mondragón nos

observaba tristísimo, se preguntaba qué iba a ser de nosotros con los

años, cuántos males y cuántas catástrofes aún estarían por delante.

Hasta entonces el imperio otomano perduraba como la luz de

una estrella muerta: Para mí, niño de la colonia Roma, árabes y

judíos eran "turcos". Los "turcos" no me resultaban extraños como

Jim, que nació en San Francisco y hablaba sin acento los dos idiomas;

o Toru, crecido en un campo de concentración para japoneses; o

Peralta y Rosales. Ellos no pagaban colegiatura, estaban becados,

vivían en las vecindades ruinosas de la colonia de los Doctores. La

calzada de La Piedad, todavía no llamada avenida Cuauhtémoc, y el

parque Urueta formaban la línea divisoria entre Roma y Doctores.

Romita era un pueblo aparte. Allí acecha el Hombre del Costal, el

gran Robachicos. Si vas a Romita, niño, te secuestran, te sacan los

ojos, te cortan las manos y la lengua, te ponen a pedir caridad y el

Hombre del Costal se queda con todo. De día es un mendigo; de

noche un millonario elegantísimo gracias a la explotación de sus

víctimas. El miedo de estar cerca de Romita. El miedo de pasar en

tranvía por el puente de avenida Coyoacán: sólo rieles y durmientes;

abajo el río sucio de La Piedad que a veces con las lluvias se

desborda.

Antes de la guerra en el Medioriente el principal deporte de

nuestra clase consistía en molestar a Toru. Chino chino japonés:

come caca y no me des. Aja, Toru, embiste:

...

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