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Carreteras Secundarias

Itandehuiruiz1 de Septiembre de 2013

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Carreteras secundarias.

Esta es una narración que transcurre en el año 74, que nos permite percibir a través de la historia de un padre y su hijo, que viajan por la España de finales del franquismo, en un Citroën tiburón, la atmósfera del fin de un régimen. A sus 15 años, Felipe vive con su padre en apartamentos de playa en los que sólo pasan los inviernos. No tiene amigos, no conoce a su familia, casi nunca va a clase y no conoce a su madre, que murió poco después de que él naciera. Felipe no tiene más que a su padre, a que odia con toda su alma por ser un pobre diablo sin oficio ni beneficio, un vividor, un farsante, un estafador, un delincuente. Le culpa de las mudanzas repentinas, imprevistas y caóticas, en las que cada vez se llevan menos cosas las que dejan atrás; en una huida constante, de una playa a otra, de un apartamento a otro, de una ciudad a otra, de una provincia a otra.

Felipe también culpa a su padre de enamorarse de mujeres que, por mucho que lo pretendan, nunca serán su madre y de no dejarle tener un perro. Pero, por encima de todo, lo que más odia Felipe de su padre es esa dignidad que le empuja a mentir, a aparentar, y engañar, sólo para impresionar a los demás. Y ese orgullo que no le deja pedir perdón ni reconciliarse con su familia de Vitoria. A pesar del tiempo transcurrido, Antonio, su padre nunca le habla de su familia ni de por qué lleva tantos años sin ir a verles. Felipe sólo sabe que son ricos, no como la familia de su madre o como ellos mismos, que son tan pobres que no tienen dónde caerse muertos. Pero a sus 15 años Felipe no entiende nada. No comprende la obsesión de su padre por su coche, un Citroën Tiburón que parece el coche de un ministro, o por hacer negocios ilegales y absurdos, condenados al fracaso. Tampoco entiende su obsesión por volverse rico.

Viajan por Zaragoza, Lérida, Barcelona, Valencia o Murcia, siempre por vías secundarias que tienen, como su nombre indica, menos valor que otras consideradas importantes o primordiales, pero en esta novela los caminos secundarios se convierten en vías de escape y huida, tránsito de viajes interiores y de descubrimiento. Una vez más estamos frente a un texto que gira en torno a la búsqueda de la identidad personal (bildungsroman,). Nos enfrentamos al proceso de autoformación vivido por el protagonista Felipe, que encuentra en el monólogo el cauce idóneo para representar su conciencia, rememorar su vida, desde la enunciación narrativa de distintos y significativos recuerdos, ayudado en su discurso por frecuentes analepsis, pausas digresivas y algunas prolepsis o anticipaciones temporales.

Carreteras secundarias (1996) está diseñada en seis capítulos y narra en primera persona la autoformación de Felipe, un adolescente de catorce años, que no se lleva bien con su padre, viudo y con sucesivas parejas, médico de profesión pero dedicado a oficios marginales. Los diferentes cambios de residencia, coinciden con cada una de los seis capítulos, de forma continua se adelantan sucesos que se aclaran más tarde, provocando el constante interés del lector. También existen constantes apelaciones a un lector implícito, que el narrador usa como muestra de camaradería entre ambos; muchas veces, confía en la memoria del lector cuando reitera lo que ya ha mencionado o, incluso, se la aviva: “ya lo sabéis, no teníamos ni un duro”; “ya sabéis lo que pienso del amor”; “ya os he hablado de ello”; “Os refrescaré la memoria”. A veces esta misma voz narradora le confiesa su ignorancia sobre algo: “No me preguntéis” O “yo no sé”, en ocasiones le pregunta sobre sí mismo: “¿Os parezco un tipo especial?” (p.15); ¿Os parezco un traidor o un aprovechado o algo así?” (p.81).

El adolescente va contando un conjunto de aventuras y desventuras que conforman su personalidad, y siempre en relación con la figura paterna, desde el comienzo de la novela, el protagonista señala de modo tajante las discrepancias con su progenitor: “éramos diferentes y nunca podríamos llegar a entendernos”(p.14), la rebeldía del adolescente está presente sus gustos: los póster de chicas negras desnudas, echarse en el asiento de atrás del coche y sacar los pies por la ventanilla, llevar la camiseta por fuera del pantalón, blasfemar, eructar después de las comidas, sus tatuajes temporales... También le gustan los concursos de la televisión, las tiendas de pepinillos y aceitunas, los perros o el olor de las farmacias, la playa desierta y el sonido de las olas, con todo hay objetos y facetas detestados por simple oposición a las preferencias de su padre: su Citroën Tiburón de segunda mano, la música de películas que pone en el coche o el actor Frank Sinatra porque “decía que se le parecía bastante”.

A través del relato primario, que comienza en los últimos años del franquismo, y dura aproximadamente un año, el muchacho tomará conciencia de la transformación que va sufriendo a través de diferentes etapas iniciáticas que constituyen un doble viaje, metafórico, en tanto que se descubre a sí mismo y real, por las diferentes zonas de la geografía española en que se instala. Además de la rebeldía, propia de la edad, asoman también la violencia con algún chico del colegio, ciertos comportamientos chulescos y un claro desinterés por los estudios.

Al arranque del relato, Antonio, padre de Felipe, va a buscarlo a la playa para realizar un nuevo traslado, coincide con la noticia de alcance internacional, dada por la televisión, del secuestro de Patricia Hearts, rica heredera norteamericana, por el Ejército Simbiótico de Liberación. Desde ese inicio, el muchacho manifiesta una opinión negativa sobre su progenitor, a quien considera complejo, contradictorio, falso –dice lo contrario de lo que piensa– e ignorante de lo que realmente quiere. Le irritan su peculiar idea de la dignidad o su insistencia en poder vivir, al contrario que ellos y como todo el mundo, en la ciudad durante el invierno y en una urbanización costera en el verano. Felipe juzga despectivamente sus opiniones sobre los problemas de la adolescencia, sobre temas educativos y su desarrollo emocional, que tienen que ver con ausencia de su madre. Y a todo ello se une el gradual convencimiento por parte de Felipe de la poco ejemplar conducta paterna.

La llegada a la urbanización, cercana a El Vendrell (Tarragona), está ligada a la presencia de Estrella, aspirante a figura de zarzuela y amante de Antonio, Aquí El chico se identifica, entonces, con la americana raptada que no sólo participa de la misma ideología que el Ejército Simbiótico, sino que se integra en él para oponerse al magnate: “No me gustaba mi padre [...] aquella chica había sido capaz de empuñar una metralleta y lanzarse a atracar bancos sólo porque tampoco a ella le gustaba su padre [...] Yo lo ignoraba todo sobre esos señores llamados simbióticos, pero sabía que en ese momento aspiraba a ser uno de ellos. A cambiar de nombre. A agarrar un arma. A asaltar un banco sólo para protestar contra mi padre” (p. 51).

Esta rebeldía contrasta con el entendimiento inicial, perdido después, entre padre e hijo; Felipe trae a la memoria, momentos en que comparte con Antonio; desde el gusto por las bandas sonoras de algunas películas hasta la admiración por el doctor Barnard, del que hace un álbum de recortes y a quien llegarán a conocer en su visita a Madrid. Es también mediante una retrospectiva que el lector tiene noticias de la familia materna, de condición humilde, que vivía en Tarrasa (Barcelona), y a la que hacía seis o siete años que no veía. Otras memorias son más próximas: como en la que relata el amor de Pemartín o en las que habla de los diferentes empleos que Antonio va teniendo, siempre abocados al fracaso. La más antigua se refiere al negocio de los champiñones, le sigue el de vendedor de gasolineras, con un único éxito que les permite comprar el Tiburón, cuando vivían en una urbanización de Santa Pola, después, el de representante de Forzacao, un chocolate soluble, mientras residen en Calpe, el de comerciante de objetos provenientes de las subastas judiciales (ropa, carritos de la compra, canarios...) que Antonio adquiría a bajo precio.

Terminada la relación con Estrella, padre e hijo viajan a Tarrasa, en donde sus parientes maternos les entregan un dinero que el padre empleará, sin éxito, quinielas al por mayor. El adolescente sentirá, entonces, un inmenso desprecio hacia su progenitor al tiempo que asume su condición de eterno viajero: “marchando, siempre marchando” (p.91). Tras el traslado a Almacellas (Lérida), el mar del que tanto goza Felipe es sustituido por otro escenario mucho más urbano y que resulta simbólicamente opresivo frente a la libertad que le ofrecía el mar. Allí, en el piso de un antiguo jubilado de Renfe, el muchacho encuentra un ejemplar del Quijote y un puzzle con la vista parisina del Sena y Notre Dame.

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