El Discurso Del Metodo
aljan10 de Marzo de 2013
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DISCURSO DEL MÉTODO
René Descartes
Discurso del Método
Para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias
Si este discurso parece demasiado largo para leído de una vez, puede dividirse en seis
partes: en la primera se hallarán diferentes consideraciones acerca de las ciencias; en la segunda, las
reglas principales del método que el autor ha buscado; en la tercera, algunas otras de moral que ha
podido sacar de aquel método; en la cuarta, las razones con que prueba la existencia de Dios y del
alma humana, que son los fundamentos de su metafísica; en la quinta, el orden de las cuestiones de
física, que ha investigado y, en particular, la explicación del movimiento del corazón y de algunas
otras dificultades que atañen a la medicina, y también la diferencia que hay entre nuestra alma y la
de los animales; y en la última, las cosas que cree necesarias para llegar, en la investigación de la
naturaleza, más allá de donde él ha llegado, y las razones que le han impulsado a escribir. (5)
Primera parte
El buen sentido es lo que mejor repartido está entre todo el mundo, pues cada cual piensa
que posee tan buena provisión de él, que aun los más descontentadizos respecto a cualquier otra
cosa, no suelen apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen,
sino que más bien esto demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que
es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres;
y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más
razonables que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes
y no consideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno; lo principal es
aplicarlo bien. Las almas más grandes son capaces de los mayores vicios, como de las mayores
virtudes; y los que andan muy despacio pueden llegar mucho más lejos, si van siempre por el
camino recto, que los que corren, pero se apartan de él.
Por mi parte, nunca he presumido de poseer un ingenio más perfecto que los ingenios
comunes; hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento tan rápido, o la imaginación tan
clara y distinta, o la memoria tan amplia y presente como algunos otros. Y no sé de otras cualidades
sino ésas, que contribuyan a la perfección del ingenio; pues en lo que toca a la razón o al sentido,
siendo, como es, la única cosa que nos hace hombres y nos distingue de los animales, quiero creer
que está entera en cada uno de nosotros y seguir en esto la común opinión de los filósofos, que
dicen que el más o el menos es sólo de los accidentes, mas no de las formas o naturalezas de los
individuos de una misma especie.
Pero, sin temor, puedo decir, que creo que fue una gran ventura para mí el haberme
metido desde joven por ciertos caminos, que me han llevado a ciertas consideraciones y máximas,
con las que he formado un método, en el cual paréceme que tengo un medio para aumentar
gradualmente mi conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto más alto a que la mediocridad
de mi ingenio y la brevedad de mi vida puedan permitirle llegar. Pues tales frutos he recogido ya de
ese método, que, aun cuando, en el juicio que sobre mí mismo hago, procuro siempre inclinarme del
lado de la desconfianza mejor que del de la presunción, y aunque, al mirar con ánimo filosófico las
distintas acciones y empresas de los hombres, no hallo casi ninguna que no me parezca vana e
inútil, sin embargo no deja de producir en mí una extremada satisfacción el progreso que pienso
haber realizado ya en la investigación de la verdad, y concibo tales esperanzas para el porvenir (6),
que si entre las ocupaciones que embargan a los hombres, puramente hombres, hay alguna que sea
sólidamente buena e importante, me atrevo a creer que es la que yo he elegido por mía.
Puede ser, no obstante, que me engañe; y acaso lo que me parece oro puro y diamante
fino, no sea sino un poco de cobre y de vidrio. Sé cuán expuestos estamos a equivocar nos, cuando
de nosotros mismos se trata, y cuán sospechosos deben sernos también los juicios de los amigos,
que se pronuncian en nuestro favor. Pero me gustaría dar a conocer, en el presente discurso, el
camino que he seguido y representar en él mi vida, como en un cuadro, para que cada cual pueda
formar su juicio, y así, tomando luego conocimiento, por el rumor público, de las opiniones
emitidas, sea este un nuevo medio de instruirme, que añadiré a los que acostumbro emplear.
Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método que cada cual ha de seguir para
dirigir bien su razón, sino sólo exponer el modo como yo he procurado conducir la mía(7). Los que
se meten a dar preceptos deben de estimarse más hábiles que aquellos a quienes los dan, y son muy
censurables, si faltan en la cosa más mínima. Pero como yo no propongo este escrito, sino a modo
de historia o, si preferís, de fábula, en la que, entre ejemplos que podrán imitarse, irán acaso otros
también que con razón no serán seguidos, espero que tendrá utilidad para algunos, sin ser nocivo
para nadie, y que todo el mundo agradecerá mi franqueza.
Desde la niñez, fui criado en el estudio de las letras y, como me aseguraban que por
medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de todo cuanto es útil para la vida,
sentía yo un vivísimo deseo de aprenderlas. Pero tan pronto como hube terminado el curso de los
estudios, cuyo remate suele dar ingreso en el número de los hombres doctos, cambié por completo
de opinión, Pues me embargaban tantas dudas y errores, que me parecía que, procurando instruirme,
no había conseguido más provecho que el de descubrir cada vez mejor mi ignorancia. Y, sin
embargo, estaba en una de las más famosas escuelas de Europa (8), en donde pensaba yo que debía
haber hombres sabios, si los hay en algún lugar de la tierra. Allí había aprendido todo lo que los
demás aprendían; y no contento aún con las ciencias que nos enseñaban, recorrí cuantos libros
pudieron caer en mis manos, referentes a las ciencias que se consideran como las más curiosas y
raras. Conocía, además, los juicios que se hacían de mi persona, y no veía que se me estimase en
menos que a mis condiscípulos, entre los cuales algunos había ya destinados a ocupar los puestos
que dejaran vacantes nuestros maestros. Por último, parecíame nuestro siglo tan floreciente y fértil
en buenos ingenios, como haya sido cualquiera dé los precedentes. Por todo lo cual, me tomaba la
libertad de juzgar a los demás por mí mismo y de pensar que no había en el mundo doctrina alguna
como la que se me había prometido anteriormente.
No dejaba por eso de estimar en mucho los ejercicios que se hacen en las escuelas. Sabía
que las lenguas que en ellas se aprenden son necesarias para la inteligencia de los libros antiguos;
que la gentileza de las fábulas despierta el ingenio; que las acciones memorables, que cuentan las
historias, lo elevan y que, leídas con discreción, ayudan a formar el juicio; que la lectura de todos
los buenos libros es como una conversación con los mejores ingenios de los pasados siglos, que los
han compuesto, y hasta una conversación estudiada, en la que no nos descubren sino lo más selecto
de sus pensamientos; que la elocuencia posee fuerzas y bellezas incomparables; que la poesía tiene
delicadezas y suavidades que arrebatan; que en las matemáticas hay sutilísimas invenciones que
pueden ser de mucho servicio, tanto para satisfacer a los curiosos, como para facilitar las artes todas
y disminuir el trabajo de los hombres; que los escritos, que tratan de las costumbres, encierran
varias enseñanzas y exhortaciones a la virtud, todas muy útiles; que la teología enseña a ganar el
cielo; que la filosofía proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las cosas y
recomendarse a la admiración de los menos sabios (9); que la jurisprudencia, la medicina y demás
ciencias honran y enriquecen a quienes las cultivan; y, por último, que es bien haberlas recorrido
todas, aun las más supersticiosas y las más falsas, para conocer su justo valor y no dejarse engañar
por ellas.
Pero creía también que ya había dedicado bastante tiempo a las lenguas e incluso a la
lectura de los libros antiguos y a sus historias y a sus fábulas. Pues es casi lo mismo conversar con
gentes de otros siglos, que viajar por extrañas tierras. Bueno es saber algo de las costumbres de
otros pueblos, para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer que todo lo que sea contrario
a nuestras modas es ridículo y opuesto a la razón, como suelen hacer los que no han visto nada.
Pero el que emplea demasiado tiempo en viajar, acaba por tornarse extranjero en su propio país; y al
que estudia con demasiada curiosidad lo que se hacía en los siglos pretéritos, ocúrrele de ordinario
que permanece ignorante de lo que se practica en el presente. Además, las fábulas son causa de que
imaginemos
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