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Espantos De Agosto


Enviado por   •  12 de Agosto de 2013  •  4.543 Palabras (19 Páginas)  •  532 Visitas

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EL VERANO FELIZ DE LA SEÑORA FORBES

(Gabriel García Marquez)

Por la tarde, de regreso a casa, encontramos una enorme serpiente de mar clavada por el cuello en el marco de la puerta, y era negra y fosforescente y parecía un maleficio de gitanos, con los ojos todavía vivos y los dientes de serrucho en las mandíbulas despernancadas. Yo andaba entonces por los nueve años, y sentí un terror tan intenso ante aquella apa­rición de delirio, que se me cerró la voz. Pero mi hermano, que era dos años menor que yo, soltó los tanques de oxígeno, las máscaras y las aletas de na­dar y salió huyendo con un grito de espanto. La señora Forbes lo oyó desde la tortuosa escalera de piedras que trepaba por los arrecifes desde el em­barcadero hasta la casa, y nos alcanzó, acezante y lívida, pero le bastó con ver al animal crucificado en la puerta para comprender la causa de nuestro ho­rror. Ella solía decir que cuando dos niños están juntos ambos son culpables de lo que cada uno hace por separado, de modo que nos reprendió a ambos por los gritos de mi hermano, y nos siguió recrimi­nando nuestra falta de dominio. Habló en alemán, y no en inglés, como lo establecía su contrato de institutriz, tal vez porque también ella estaba asus­tada y se resistía a admitirlo. Pero tan pronto como recobró el aliento volvió a su inglés pedregoso y a su obsesión pedagógica. -Es una murena helena -nos dijo-, así lla­mada porque fue un animal sagrado para los griegos antiguos. Oreste, el muchacho nativo que nos enseñaba a nadar en aguas profundas, apareció de pronto detrás de los arbustos de alcaparras. Llevaba la máscara de buzo en la frente, un pantalón de baño minúsculo y un cinturón de cuero con seis cuchillos, de formas y tamaños distintos, pues no concebía otra manera de cazar debajo del agua que peleando cuerpo a cuer­po con los animales. Tenía unos veinte años, pasaba más tiempo en los fondos marinos que en la tierra firme y él mismo parecía un animal de mar con el cuerpo siempre embadurnado de grasa de motor. Cuando lo vio por primera vez, la señora Forbes había dicho a mis padres que era imposible concebir un ser humano más hermoso. Sin embargo, su be­lleza no lo ponía a salvo del rigor: también él tuvo que soportar una reprimenda en italiano por haber colgado la murena en la puerta, sin otra explicación posible que la de asustar a los niños. Luego, la se­ñora Forbes ordenó que la desclavara con el respeto debido a una criatura mítica y nos mandó a vestir­nos para la cena. Lo hicimos de inmediato y tratando de no co­meter un solo error, porque al cabo de dos semanas bajo el régimen de la señora Forbes habíamos aprendido que nada era más difícil que vivir. Mientras nos duchábamos en el baño en penumbra, me di cuenta ¿c que mi hermano seguía pensando en la murena. «Tenía ojos de gente», me dijo. Yo estaba de acuer­do, pero le hice creer lo contrario, y conseguí cam­biar de tema hasta que terminé de bañarme. Pero cuando salí de la ducha me pidió que me quedara para acompañarlo. -Todavía es de día -le dije. Abrí las cortinas. Era pleno agosto, y a través de la ventana se veía la ardiente llanura lunar hasta el otro lado de la isla, y el sol parado en el cielo. -No es por eso -dijo mi hermano-. Es que tengo miedo de tener miedo. Sin embargo, cuando llegamos a la mesa parecía tranquilo, y había hecho las cosas con tanto esmero que mereció una felicitación especial de la señora Forbes, y dos puntos más en su buena cuenta de la semana. A mí, en cambio, me descontó dos puntos de los cinco que ya tenía ganados, porque a última hora me dejé arrastrar por la prisa y llegué al come­dor con la respiración alterada. Cada cincuenta pun­tos nos daban derecho a una doble ración de postre, pero ninguno de los dos había logrado pasar de los quince puntos. Era una lástima, de veras, porque nunca volvimos a encontrar unos budines más deli­ciosos que los de la señora Forbes. Antes de empezar la cena rezábamos de pie fren­te a los platos vacíos. La señora Forbes no era ca­tólica, pero su contrato estipulaba que nos hiciera rezar seis veces al día, y había aprendido nuestras oraciones para cumplirlo. Luego nos sentábamos los tres, reprimiendo la respiración mientras ella com­probaba hasta el detalle más ínfimo de nuestra con­ducta, y sólo cuando todo parecía perfecto hacía so­nar la campanita. Entonces entraba Fulvia Flamínea, la cocinera, con la eterna sopa de fideos de aquel verano aborrecible. Al principio, cuando estábamos solos con nues­tros padres, la comida era una fiesta. Fulvia Flamí­nea nos servía cacareando en torno a la mesa, con una vocación de desorden que alegraba la vida, y al final se sentaba con nosotros y terminaba comiendo un poco de los platos de todos. Pero desde que la señora Forbes se hizo cargo de nuestro destino nos servía en un silencio tan oscuro, que podíamos oír el borboriteo de la sopa hirviendo en la marmita. Cenábamos con la espina dorsal apoyada en el es­paldar de la silla, masticando diez veces con un ca­rrillo y diez veces con el otro, sin apartar la vista de la férrea y lánguida mujer otoñal, que recitaba de memoria una lección de urbanidad. Era igual que la misa del domingo, pero sin el consuelo de la gente cantando. El día en que encontramos la murena colgada en la puerta, la señora Forbes nos habló de los deberes para con la patria. Fulvia Flamínea, casi flotando en el aire enrarecido por la voz, nos sirvió después de la sopa un filete al carbón de una carne nevada con un olor exquisito. A mí, que desde entonces prefería el pescado a cualquier otra cosa de comer de la tierra o del cielo, aquel recuerdo de nuestra casa de Guacamayal me alivió el corazón. Pero mi hermano re­chazó el plato sin probarlo. -No me gusta -dijo.-. La señora Forbes interrumpió la lección. -No puedes saberlo -le dijo-, ni siquiera lo has probado. Dirigió a la cocinera una mirada de alerta, pero ya era demasiado tarde. -La murena es el pescado más fino del mundo, figlio mío -le dijo Fulvia Flamínea-. Pruébalo y verás. La señora Forbes no se alteró. Nos contó, con su método inclemente, que la murena era un manjar de reyes en la antigüedad, y que los guerreros se disputaban su hiel porque infundía un coraje sobre­natural. Luego nos repitió, como tantas veces en tan poco tiempo, que el buen gusto no es una facultad congénita, pero que tampoco se enseña a ninguna edad, sino que se impone desde la infancia. De ma­nera que no había ninguna razón válida para no co­mer. Yo, que había probado la murena antes de sa­ber lo que era, me quedé para siempre con la con­tradicción: tenía un sabor terso, aunque un poco melancólico, pero la imagen de la serpiente clavada en el dintel era más apremiante que mi apetito. Mi hermano hizo un esfuerzo

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