Hipocampo De Oro
castro199029 de Abril de 2012
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HIPOCAMPO DE ORO_
Como la cabellera de una bruja tenía su copa la palmera que, con las hojas despeinadas por el viento, semejaba un bersaglieri vigilando la casa de la viuda. La viuda se llamaba la señora Glicina. La brisa del mar había deshilachado las hermosas hojas de la palmera; el polvo salitroso, trayendo el polvo de las lejanas islas, habíala tostado de un tono sepia y, soplando constantemente, había inclinado un tanto la esbeltez de su tronco. A la distancia nuestra palmera dijérase el resto de un arco antiguo suspendiendo aún el capitel caprichoso.
La casa de la señora Glicina era pequeña y limpia. En la aldea de pescadores ella era la única mujer blanca entre los pobladores indígenas. Alta, maciza, flexible, ágil, en plena juventud, la señora Glicina tenía una tortuga. Una tortuga obesa, desencantada, que a ratos, al medio día, despertábase al grito gutural de la gaviota casera; sacaba de la concha facetada y terrosa la cabeza chata como el índice de un dardo; dejaba caer dos lágrimas por costumbre, más que por dolor; escrutaba el mar; hacía el de siempre sincero voto de fugarse al cre¬púsculo y con un pesimismo estéril de filosofía alemana, hacíase esta reflexión:
— El mundo es malo para con las tortugas.
Tras una pausa agregaba:
— La dulce libertad es una amarga mentira...
Y concluía siempre con el mismo estribillo, hondo fruto de su experiencia.
Metía la cabeza bajo el romo y facetado caparazón de carey y se quedaba dormida.
Pulcro, de una pobreza solemne y brillante, era el pequeño rancho de la señora Glicina, cuyas pupilas eran negras y pulidas como dos espigas, y tan grandes que apenas podía verse un pequeño triángulo convexo entre éstas y los párpados. Sus ojos eran en suma, como los de los venados. Blanca era su piel como la leche oleosa de los cocos verdes; mas con ser armoniosa como una ola antes de reventar, se notaba en la señora Glicina una belleza en camino, una perfección en proceso, algo que parecía que iba a congelarse en una belleza concreta. Se diría el boceto en barro para una perfecta estatua de mármol.
Mas la señora Glicina no era feliz: viuda y estéril. Decir viuda no es más que decir que su amor había muerto, porque en aquella aldea de la costa marina el matrimonio era cosa de poca importancia. Un día había aparecido en el lejano límite del mar un barco extraño. Era como un antiguo galeón de aquellos en que Colombo emprendiera la conquista del Nuevo Mundo. Cuadradas y curvas velas, pequeños mástiles, proa chata y áurea sobre la cual se destacaba un monstruo marino. La nave llegó a la orilla en el crepúsculo pero no tenía sino un tripulante, un gallardo caballero, de brillante armadura, fiel retrato del Príncipe Lohengrin, el rutilante hijo de Parsifal. Aquella noche el caballero pernoctó en la casa de la señora Glicina. Durmió con ella sin que ella le preguntara nada, porque ambos tenían la conciencia de que eran el uno para el otro, se habían presentido, se necesitaban, se confundieron en un beso, y, al alba, la dorada nave se perdió en la neblina con su gallardo tripulante. Aquel amor breve fue como la realización de un mandato del Destino. Y la señora Glicina fue desde ese momento la viuda de la aldea.
Pasaron tres años, tres meses, tres semanas, tres noches. Y al cumplirse esta fecha, la señora Glicina se encaminó por la orilla, hacia el sur. Poco a poco fue alejándose de su vista el caserío. Las chozas de caña y estera fueron empequeñeciéndose; las palmeras, a la distancia, parecían menos esbeltas y se difuminaban en el aire caliente que salía del arenal brillante como en acción de gracias al sol. Las barcas, con sus velas triangulares, se recortaban sobre la línea del mar y parecían pequeñas sobre la rizada extensión. La señora Glicina iba dejando sobre la orilla húmeda las delicadas huellas de sus pies breves.
— ¿A dónde vas, señora? — le dijo un viejo pescador de perlas —. No avances más porque en este tiempo suele salir del mar el Hipocampo de oro en busca de su copa de sangre.
— ¿Y cómo sabré yo si ha salido el Hipocampo de oro? — interrogó la señora Glicina.
— Por las huellas fosforescentes que deja en la arena húmeda, cuando llega la noche...
Avanzaba la viuda y encontró un pescador de corales:
— ¿A dónde vas, señora? —le dijo.— ¿No tienes miedo al Hipocampo de oro? A estas horas suele salir en busca de sus ojos —agregó el mancebo.
— ¿Y cómo sabré yo si ha salido el Hipocampo de oro?
— En el mar se oye su silbido estridente cuando cae la noche y crece el silencio.
Caminaba la viuda y encontró a un niño pescador de carpas:
— ¿A dónde vas, señora? — le interrogó —. No tardará en salir el Hipocampo de oro por el azahar del Durazno de las dos almendras...
— ¿Y come sabré yo dónde sale el Hipocampo de oro?
— En el silencio de la noche cruzará un pez con alas luminosas antes que él aparezca sobre el mar...
Caminaba la viuda. Ya se ponía el sol. En la tarde púrpura, su silueta se tornaba azulina. Caía la noche cuando la viuda se sentó a esperar en una pequeña ensenada. Entonces comenzó a encenderse una huella en la húmeda orilla. Un pez luminoso brilló sobre las olas, un silbido estridente agujereó el silencio. La luna cortada en dos por la línea del horizonte, se veía clara y distinta. Un animal rutilante surgió de entre las aguas agitadas y, en las tinieblas, su cuerpo parecía nimbado como una nebulosa en una noche azul. Tenía una claridad lechosa y vibrante. Chasqueó las olas espumosas y empezó a llorar desconsoladamente.
— Oh, desdichado de mí — decía — soy un rey y soy el más infeliz de mi reino. ¡Cuánto más dichosa es la carpa más ruin de mis estados!
— ¿Por qué eres tan desdichado, señor? — interrogó la viuda —. Un rey bien puede darse la felicidad que quiera. Todos sus deseos serán cumplidos. Pide a tus súbditos la felicidad y ellos te la darán...
— Ah, gentil y bella señora — repuso el Hipocampo de oro —. Mis súbditos pueden darme todo lo que tienen, hasta su vida que es suya, pero no la felicidad. ¿Qué me va en estos criaderos de perlas negras que me sirven de alfombras? ¿De qué me sirven los corales de que está fabricado mi palacio en el fondo de las aguas sin luz? ¿Para qué quiero los innúmeros ejércitos de lacmas que iluminan el oscuro fon¬do marino cuando salgo a visitar mi reino? ¿De qué los bosques de yuyos cuyas hojas son como el cristal de mil colores? Yo puedo hacer la felicidad de todos los que habitan en el mar, pero ellos no pueden hacer la mía, porque siendo yo el rey tengo distintas necesidades y deseos distintos de mis siervos; tengo distinta sangre.
— ¿Y qué necesidades son esas, señor Hipocampo de oro? — interesose la señora Glicina.
— Es el caso, señora mía — agregó éste — que tengo una conformación orgánica algo extraña. Sólo hay un Hipocampo, es decir, sólo hay una familia de Hipocampos. Se encuentran en el fondo del mar toda clase de seres; verdaderos ejércitos de ostras, campas, anguilas, tortugas... Hipocampos no habernos sino nosotros.
— ¿Y vuestros siervos saben que vos padecéis tales necesidades?
— Esa es mi fortuna; que no lo sepan. Si mis siervos supieran que su rey podía tener deseos insatisfechos, cosas inaccesibles, perderían todo respeto hacia la majestad real y me creerían igual a ellos. Mi reino caería hecho pedazos. Y a pesar de todos los dolores, señora mía, ser rey es siempre un grato consuelo, una agradable preeminencia...
Y agregó con profunda tristeza:
— No hay más grande dolor que ser rey, por la sangre y por el espíritu, y vivir rodeado de plebeyas gentes, sin una corte siquiera, capaz de comprender lo que es el alma de un rey.
— ¿Y se puede saber, señor Hipocampo de oro, en qué consisten esas necesidades y cuál es la causa de tan doloridas quejas?
Acercose a la orilla el Hipocampo de oro; aliose las aletas dé pla¬ta incrustadas de perlas grandes como huevos de paloma y a flor de agua, mientras su cola se agitaba deformándose en la linfa, dijo:
— Me ocurre, señora mía, una cosa muy singular. Mis ojos, mis bellos ojos — y se los acarició con la cresta de una ola — mis bellos ojos no son míos....
— ¿No son vuestros, señor Hipocampo de oro? — exclamó asusta¬da la viuda.
— Mis bellos ojos no son míos — agregó bajando la cabeza mien¬tras un sollozo estremecía su dorado cuerpo. — Estos ojos que veis no me durarán sino hasta mañana, a la hora en que el horizonte cor¬te en la mitad el disco del sol. Cada luna, yo debo proveerme de nue¬vos ojos y si no consigo estos ojos nuevos volveré a mi reino sin ellos. No sólo es esto. Cada luna yo debo proveerme de mi nueva copa de sangre, que es la que da a mi cuerpo esta constelada brillantez; y si no la consigo volveré sin luz. Cada luna debo proveerme del azahar del durazno de las dos almendras que es lo que me da el poder de la sabiduría para mantener sobre mí la admiración de mi pueblo y si no le consigo volveré sin elocuencia y sería el último de los
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