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La Pasion


Enviado por   •  12 de Mayo de 2015  •  1.786 Palabras (8 Páginas)  •  177 Visitas

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El 22 de agosto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .125

Las versiones oficiales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .151

Después de la matanza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .171

En estado de comuna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .179

Lo días siguientes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .195

Relato de Gustavo Peralta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .209

Apéndice de documentos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .213

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A la memoria de Osvaldo Soriano,

que leyó el primer manuscrito de este libro.

Hubo muchas anécdotas como ésta.

¿Quién no tiene cosas horribles que contar?

¿Quién no tiene su historia?

Pero nadie supo qué decir,

Nadie supo qué hacer

Cuando alguien contó la historia.

FRANCISCO URONDO, Del otro lado

El prólogo de 1997

Dos hechos mayores sucedieron en Trelew hace un

cuarto de siglo. Uno de ellos se ha desvanecido casi de la

historia: el alzamiento de la ciudad entera contra el poder

militar y la instauración de una comuna que duró tres días,

con su propio sistema de abastecimiento y sus líderes espontáneos.

El otro episodio —la matanza de dieciséis guerrilleros

en una base naval— ha sido evocado con frecuencia

en crónicas y libros. Ambos me cambiaron la vida, y

aún ahora, tanto tiempo después, me cuesta narrarlos sin

sentir que las incertidumbres del pasado siguen entretejiéndose

con las oscuridades del presente.

La primera parte de esas historias sucedió entre el 15

y el 22 de agosto de 1972, cuando yo dirigía en Buenos Aires

el semanario Panorama, donde se habían refugiado casi todos

los redactores de la exangüe revista Primera Plana. El

15, un martes, se supo al caer la noche que alrededor de

treinta guerrilleros se habían fugado de la cárcel de Rawson,

luego de matar a uno de los guardias y de herir a otro. En

un Ford Falcon y dos taxis destartalados, el grupo llegó

al aeropuerto de Trelew, situado unos veinte kilómetros al

oeste. Los seis que llegaron primero tomaron un jet

de Austral, lo desviaron de su destino último —Buenos

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Aires— y buscaron refugio en Chile, donde gobernaba entonces

Salvador Allende. Los rezagados se atrincheraron

en el aeropuerto y tomaron como rehenes a los pasajeros en

tránsito. Afuera, mientras tanto, las fuerzas de seguridad

les tendían un cerco de hierro.

En Buenos Aires, la fuga puso al gobierno del general

Alejandro Agustín Lanusse en estado de frenesí. Seis de

los guerrilleros más peligrosos se les habían escurrido de

las manos. Se avecinaba una semana de escaramuzas diplomáticas

y de efervescencia en los cuarteles.

En Panorama hubo los desplazamientos de rutina: un

equipo de redactores y fotógrafos fue a Trelew, donde los

ocupantes del aeropuerto terminaron rindiéndose esa misma

noche a los oficiales de la base naval Almirante Zar;

otro equipo viajó a Santiago de Chile, donde el gobierno

socialista mantenía confinados a los fugitivos, sin decidir si

los devolvería a la Argentina, como exigía Lanusse, o los

aceptaría en tránsito, como refugiados políticos. Hacia la

medianoche del 21 de agosto edité los últimos textos de

aquel número de Panorama, revisé las películas finales

—antes de la impresión— y me fui a dormir.

El empleado que atendía los servicios de télex de la revista

me despertó a las cinco de la mañana siguiente. Estaban

llegando —dijo— algunos despachos contradictorios

desde Trelew, en los que se aludía a un combate entre oficiales

y prisioneros dentro de la base Almirante Zar o a un

intento de fuga, con una lista de trece a quince muertos.

Los télex parecían escritos por un cronista desorientado,

porque se interrumpían en la mitad de una versión y luego

advertían, con impaciencia, “Anular anular este despacho”,

antes de proponer una versión distinta de la anterior.

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Sucedió tres veces, hasta que a las seis y media dispusimos

de una historia menos confusa, en la que se describía un tiroteo

poco verosímil con un saldo impreciso de guerrilleros

muertos y heridos.

A las ocho de la mañana Panorama debía entrar en

prensa para llegar a los kioscos esa noche, y ya no teníamos

tiempo para ahondar en los datos. Uno de los redactores

fue al Ministerio de Marina en busca de informaciones

adicionales. Yo me encontré con un funcionario

próximo al presidente de facto en un café de la avenida Libertador.

A todos —incluyendo a las fuentes— nos desconcertaba

la maraña de versiones y, cuanto más lo pensábamos,

menos probable resultaba el relato de la fuga.

A las siete y media regresé a la redacción del semanario

e improvisé un texto en el que exponía mis dudas. Suponía

—con una ingenua esperanza en la buena fe del gobierno—

que los comandantes en jefe condenarían lo que

había sido con toda claridad una matanza, y reivindicarían

la necesidad de juzgar a sus adversarios en vez de matarlos,

por peligrosos que fueran. “Un Estado que tiene fe en la

eficacia de la justicia no puede responder al terror con el

terror”, escribí entonces. “Cuando un Estado elige el lenguaje

del terror, destruye todo lo que le da fundamento

—instituciones, valores, proyectos de futuro— e impregna

de incertidumbre la vida de los ciudadanos. La sangre de

los prisioneros de Trelew podría cerrar el camino hacia la

democracia que el gobierno ha prometido.”

Tal como se estilaba en aquellos tiempos temerosos,

todos los diarios reprodujeron al día siguiente sólo la versión

oficial distribuida por el comando de la zona 13 de

emergencia, y mi

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