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La Resistencia


Enviado por   •  15 de Enero de 2014  •  3.487 Palabras (14 Páginas)  •  207 Visitas

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Hay días que me levanto con una esperanza demencial. Momentos en los que siento que las posibilidades de una vida mas humana están al alcance de nuestras manos.

Les pido que nos detengamos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera. Todos una y otra vez, nos doblegamos. Pero hay algo que no falla y es la convicción de que únicamente los valores del espíritu nos pueden salvar de este terremoto que amenaza la condición humana. Trágicamente, el hombre está perdiendo el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que lo rodea, siendo que es allí donde se dan el encuentro, la posibilidad del amor, los gestos supremos de la vida. Las palabras de la mesa, incluso las discusiones o los enojos, parecen ya reemplazadas por la visión hipnótica. La televisión nos atonta, quedamos como prendados en ella. Y entonces, no sólo nos cuesta abandonarla, si no que también perdemos la capacidad para mirar y ver lo cotidiano. Es un tedio, aburrimiento al que nos acostumbramos como “a falta de algo mejor”.

El hombre se esta acostumbrando a aceptar pasivamente una constante intrusión sensorial. Y esta actitud pasiva termina siendo una servidumbre mental, una verdadera esclavitud. Pero hay una manera de contribuir a la protección de la humanidad, y es no resignarse. No mirar con indiferencia cómo desaparece de nuestra mirada la infinita riqueza que forma el universo que nos rodea, con sus colores, sonidos y perfumes.

Hay que revalorar el pequeño lugar y el poco tiempo en que vivimos, que nada tienen que ver con los paisajes maravillosos que podemos mirar en la televisión, pero que están sagradamente impregnados de la humanidad de las personas que vivimos en él. Si nos volvemos incapaces de crear un clima de belleza en el pequeño mundo a nuestro alrededor y sólo atendemos a las razones del trabajo, tantas veces deshumanizado y competitivo, ¿Cómo podremos resistir?, El contacto con cualquier obra humana evoca en nosotros la vida del otro, deja huellas a su paso que nos inclinan a reconocerlo y a encontrarlo. El hombre se expresa para llegar a los demás, para salir del cautiverio de su soledad, Es tal su naturaleza de peregrino que nada colma su deseo de expresarse. Muchas veces somos incapaces de un genuino encuentro porque sólo reconocemos a los otros en la medida que definen nuestro ser y nuestro modo de sentir, o que nos son propicios a nuestros proyectos. Uno no puede detenerse en un encuentro porque esta atestado de trabajos, de trámites, de ambiciones. Y porque la magnitud de la ciudad nos supera. Entonces el otro ser humano no nos llega, no lo vemos. Está más a nuestro alcance un desconocido con el que hablamos a través de la computadora.

El hombre no es un simple objeto físico, desprovisto de alma; ni siquiera un simple animal: es un animal que no sólo tiene alma si no espíritu, y el primero de los animales que ha modificado su propio medio por obra de la cultura. En la vida existe un valor que permanece muchas veces invisible para los demás, pero que el hombre escucha en el hondo de su alma: es la fidelidad o traición a lo que sentimos como un destino o una vocación a cumplir. El destino, al igual que todo lo humano, no se manifiesta en abstracto sino que se encarna en alguna circunstancia, en un pequeño lugar. Ni el amor; ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros, son obra de las casualidades, sino que nos están misteriosamente reservados. El destino se muestra en signos e indicios que parecen insignificantes pero que luego reconocemos como decisivos. Hoy los hombres tienden a cohesionarse masivamente para adecuarse a la creciente y absoluta funcionalidad que el sistema requiere hora a hora. La pertenencia del hombre a lo simple y cercano se acentúa aún más en la vejez cuando nos vamos despidiendo de proyectos, y más nos acercamos a la tierra de nuestra infancia, y no a la tierra en general. No grandes cosas sino pequeñas y modestísimas cosas, pero que en el ser humano adquiere increíble magnitud, sobre todo cuando el hombre que va a morir sólo puede defenderse con el recuerdo. Así nos es dado a ver muchos viejos que casi no hablan y todo el tiempo parecen mirar a los lejos, cuando en realidad miran hacia dentro, hacia lo más profundo de su memoria. La vida de los hombres se centraba en valores espirituales hoy casi en desuso. Como la dignidad, el desinterés, el estoicismo del ser humano frente a la adversidad. Estos grandes valores, como la honestidad, el honor, el gusto por las cosas bien echas, el respeto por los demás, no era algo excepcional, se los hallaba en la mayoría de la s personas. El modo de ser de entonces, el desinterés, la serenidad de sus modales indudablemente reposaba en la honda confianza que tenían en la vida. Tanto para la fortuna como para la desgracia, lo importante no provenía de ellos. También los valores surgían de textos sagrados, eran mandatos divinos.

Los hombres, desde que se encontraron parados sobre la tierra, creyeron en un Ser superior. No hay cultura que no haya tenido sus dioses. Si todo es relativo, ¿encuentra el hombre valor para el sacrificio? ¿Y sin sacrificio se puede acaso vivir? Los hijos son un sacrificio para los padres, el cuidado de los mayores o de los enfermos también lo es.

Como la renuncia a lo individual por el bien común, como el amor. Se sacrifican quienes envejecen trabajando por los demás, quienes mueren para salvar al prójimo, ¿y puede haber sacrificio cuando la vida ha perdido el sentido para el hombre o sólo lo halla en la comodidad individual, el la realización del éxito personal? Otro valor perdido es la vergüenza. ¿Han notado que la gente ya no tiene vergüenza y, entonces, sucede que entremezclados con la gente de bien uno puede encontrar, con amplia sonrisa, a cualquier sujeto acusado de las peores corrupciones, como si nada? En otro tiempo su familia se hubiera enclaustrado, pero ahora todo es lo mismo y algunos programas de televisión lo solicitan y lo tratan como a un señor.

Desde la perspectiva del hombre moderno, la gente de antes tenía menos libertad. Eran menores las posibilidades de elección, pero, indudablemente, su responsabilidad era mucho mayor. No se les ocurría, siquiera, que pudieran desentenderse de los deberes a su cargo, de la fidelidad al lugar que la vida parecía haberles otorgado.

Algo notable es el valor que aquella gente daba a las palabras. De ninguna manera eran un arma para justificar los hechos. Hoy todas las interpretaciones son válidas y las palabras sirven más para descargarnos de nuestros actos que para responder por ellos. Cuando la cantidad de culturas relativiza los valores, y la “globalización” aplasta con su poder y les impone una uniformidad arrogante del ser humano, en su desconcierto, pierde el sentido de los valores y de sí

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