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La Sospechosa Verdad

carosolano30 de Enero de 2013

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La sospechosa verdad

En la primera mitad de la década de 1940, hacia el centro de su carrera de escritor, Alfonso Reyes insiste en temas de teoría de la literatura y de la crítica. Me refiero a La experiencia literaria (1942), El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria (1944) y Tres puntos de exégesis literaria (1945). En cercana línea agrego dos trabajos de historia: La crítica en la edad ateniense (1941) y La antigua retórica (1942).

Tiene interés volver sobre estos textos a la luz de la experiencia teórica posterior. Se advierte en ellos que Reyes estuvo alerta a las variantes que la materia sufría desde fines del siglo XIX con el simbolismo, el psicoanálisis y las filosofías del lenguaje centroeuropeas. Las preferencias del Reyes lector por diversos manierismos (barroco, modernismo, simbolismo francés) pedían un tratamiento teórico, que el mexicano dio en su madurez. Mucho de lo que vino después está en estos libros, mejor dicho y sin supersticiones de jerga. Una vez más, Reyes mostró que no es legítimo hacer mala literatura a propósito de la buena.

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La operación característica de la literatura es la ficción, que Reyes define, con ecos románticos y valeryanos, “intuición de lo infinito en términos finitos” (OC, XV, 152 ). La literatura proporciona “una manera de notación para significar lo indefinido sin enumerarlo” (OC, XV, 198).

Es una ficción de segundo grado, ficción verbal de ficción mental, ficción de ficción (OC, XV, 203).

Ni comprueba hechos, como la historia, ni explica leyes generales y objetivas, como la ciencia. Se expresa por medio del lenguaje “puesto en valor estético”, que opera en tres funciones formales: el drama (lo histriónico o presente), la novela (los hechos pasados y espacios ausentes) y la poesía (las puras energías subjetivas).

La literatura es el discurso del deseo, en tanto busca una satisfacción ilimitada, actuando como desquite contra lo finito. Y es un grado elemental del saber, de naturaleza intuitiva, en que la percepción no puede aislarse de su contenido.

Sólo la literatura reúne, de modo coexistente, los tres valores de la palabra: el intelectual que sirve a la comunicación, el subjetivo o afectivo que es científicamente irreductible, y el puramente fonético.

Mientras el discurso de la filosofía se ocupa del ser e impregna todo dicho en que se afirme que algo es, la historia trabaja con el suceder real perecedero, y la ciencia con el suceder real permanente, ambos designantes de un objeto exterior y preexistente al discurso, el referente. La poesía, que trajina con el suceder imaginario, carece de un referente previo: lo produce.

Así es como la palabra poética, según Goethe, resulta de un abuso del lenguaje, algo que vale como mentira práctica y verdad mental, y como el vínculo conflictivo entre ambas. Es la única manera de alojar, en un espacio propio, la “experiencia pura”, aquella que no es experiencia de un determinado orden del conocimiento. Una experiencia anterior o, tal vez, residual, a las experiencias puntuales y particulares.

En la literatura se da la identidad inseparable del logos y el lenguaje, en ese ente fluido y eterno, siempre nuevo y naciente, que es la poesía. Es un lenguaje catacrético, hecho para mentar lo que carece de mención.

Laboriosa con lo inefable, la poesía emociona desde la frialdad (la ficción pessoana: fingir hasta aquello que de verdad se siente) y expresa los afectos imprecisos. Impráctico y residual, el lenguaje poético es como un peso muerto que el poeta convierte en objeto sonoro y que adquiere, así, la teatral apariencia de lo viviente. “Soy esclavo de mis propias cadenas – dice el poeta, mientras canta haciéndolas sonar.”

Reyes se instala en ese punto donde se declara inválida la escuela histórica de sesgo cientificista, por ejemplo en Sainte-Beuve cuando declara querer hacer “una historia natural de los espíritus”, y que busca en el pasado la suficiente autorización para apoyarse y seguir adelante.

Para ello es necesario, como preliminar epistemológico, deslindar el discurso literario de los otros, fronterizos y diversos.

El historiador evalúa hechos eliminando a los testigos que deponen sobre ellos. En literatura esto es imposible: no se puede eliminar la subjetividad de quien emite el discurso. De ahí surge el problema epistemológico anunciado: ¿es posible valorar lo individual?

Dicho de otro modo: ¿es viable una ciencia de la literatura? El crítico puede objetivar su emoción personal ante la obra, convirtiéndola en una vía del saber universal.

A su vez, la crítica puede adoptar la conducta de la ciencia, al menos su gestualidad: probidad, precisión, sumisión al hecho comprobado, escrúpulo de confrontación documental, etc. Pero, en tanto la ciencia trabaja con objetos totalmente formalizados y, en esa medida, abstractos, la literatura opera con individualidades irreductibles y con un discurso de base metafórica, como todo discurso expresivo. Por ello, la crítica de la literatura es también literaria y significante.

La mera descripción de un texto literario (el “hecho puro” y cuantificable del positivismo) o su utilización como documento histórico, no son tareas críticas. La crítica es explicativa, en el sentido de valorativa. Ante todo, porque escoger un texto ya es valorarlo, lo cual no ocurre en la lógica científica, en que los objetos se aparecen a la razón sin coloraciones valorativas.

El objeto de la literatura está vivo porque vive en la lectura y no existe fuera de ella. El objeto de la ciencia nunca está vivo porque es, según se dijo, una abstracción formal. Lo que está vivo es el referente. El caballo de la zoología es una abstracción, los caballos puntuales y reales no se confunden con él.

Estos liminares nos llevan, desde luego, al clásico problema de las relaciones entre vida y obra. Siendo el objeto de la literatura algo vivo – por lo mismo: sucesivo, indeterminado, abierto hacia el futuro, histórico como lo son los lectores y los críticos – su verdad, si es que existe, se posterga indefinidamente hacia un porvenir que sólo alcanza la calidad de una promesa. Por eso, Reyes llama a la literatura “una verdad sospechosa”, aludiendo a la comedia de Ruiz de Alarcón.

Una verdad general pero no histórica, una verdad no documentable. La poesía designa lo que carece de nombre codificado y reconocible. “El poeta ha querido, como decía Mallarmé, devolver su confusión a las cosas, libertarlas de los contornos fijos que el uso diario les ha impuesto, y devolverlas a la fluidez con que el alma las contempla” (OC, XIV, 315).

Las cosas vistas desde el alma pueden aludir a la perspectiva platónica de la eternidad arquetípica o bien al lugar imaginario en que el objeto querido nace como deseado, en la propuesta mallarmeana, donde el sujeto y la cosa se confunden al ser requerida ésta con toda el alma.

A mayor abundamiento cabe deducir que la literatura, abuso de lenguaje, trabaja sobre el desajuste entre las palabras y las cosas. Hay literatura porque el lenguaje es inexacto y sus verdades merecen sospechas. La correlación plena entre palabra y cosa haría innecesaria la poesía.

Más aún: hay una estética que surge de esa impertinencia entre el discurso y la realidad, una suerte de lingüística reflexiva que asume Reyes a partir del simbolismo.

Para nuestro escritor, la tendencia que mejor incorpora estos presupuestos es la estilística, en tanto estudia “los escandalosos indicios de las potencias ilógicas del lenguaje” y señala el carácter codificado, hereditario y, finalmente, autoritario de la lógica institucional.

La gramática tradicional ha pasado de largo ante aquellas potencias, mientras la reflexión moderna se detiene a considerarlas y examina sus rugosidades. Los idiotismos del habla corriente, el código de la lengua mal asimilado, los actos fallidos, los chistes y juegos de palabras, apuntan a lo mismo: a descubrir una subjetividad lingüística que violenta los modos admitidos por la lengua.

A ella sirve lo que Reyes denomina estilología, que se interesa por razonar estas irregularidades y catalogar sus recursos como estilo, es decir como un corpus retórico.

Esa segunda voz, creativa y subversiva, del lenguaje, es descrita por Reyes valiéndose de una figura musical. Mientras el compositor escribe canciones para voz y piano, el poeta deja sobreentendido el acompañamiento, constituyéndose así el lado fantasmal y abierto de la escritura, donde se instalan los significados nacientes, el futuro siempre prorrogado del discurso.

La poesía es, si seguimos con el símil musical, el bajo cifrado del silencio.

Frente a la apertura inexacta y productiva, como la vida misma, de la literatura, existe la mítica del nombre propio, la palabra adecuada para cada cosa, plena, correcta y final. Los pitagóricos la situaban en el número. Reyes, en la tradición simbolista, prefiere creer que es secreta y sagrada. En consecuencia: impronunciable, so pena de estrangular el discurso.

El lenguaje profano, con el cual se hace la poesía, se ocupa de nombres impropios, metonimias, vocablos que usurpan el lugar de otros vocablos, sin dar nunca con el Nombre.

Si bien la palabra fue en su origen (¿dónde estará el dichoso origen?) una manera de designar las cosas para someterlas y valerse de ellas, una vez producida, deviene cosa ella misma y desarrolla cierta potencia de vinculación, relacionando cosas que no se dan juntas por sí solas. Este es su poder de significancia, que excede a la mera significación.

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Llevado a sus extremos, el discurso literario encuentra sus aduanas y deslindes:

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