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La Virgen De Los Sicarios

sadoj12 de Noviembre de 2012

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LA VIRGEN DE LOS SICARIOS

FERNANDO VALLEJO

ALFAGUARA, S.A.

Portada: La Vierge des Tueurs

2a. edición: Octubre 2002

Impreso en Colombia

Había en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta. Bien que lo conocí porque allí cerca, a un lado de la carretera que venía de Envigado, otro pueblo, a mitad de camino en-tre los dos pueblos, en la finca Santa Anita de mis abue¬los, a mano iz-quierda viniendo, transcurrió mi infancia. Claro que lo conocí. Estaba al final de esa carretera, en el fin del mundo. Más allá no había nada, ahí el mundo empezaba a bajar, a redondearse, a dar la vuelta. Y eso lo constaté la tarde que elevamos el globo más grande que hubieran visto los cielos de Antioquia, un rombo de ciento veinte pliegos inmenso, rojo, rojo, rojo para que resaltara sobre el cielo azul. El tamaño no me lo van a creer, ¡pero qué saben ustedes de globos! ¿Saben qué son? Son rombos o cruces o esferas hechos de papel de china deleznable, y por dentro llevan una candileja encendida que los llena de humo para que suban. El humo es como quien dice su alma, y la candileja el co¬razón. Cuando se llenan de humo y empiezan a jalar, los que los están elevando sueltan, soltamos, y el globo se va yendo, yendo al cielo con el corazón encendido, palpitando, como el Corazón de Jesús. ¿Saben quién es? Nosotros teníamos uno en la sala; en la sala de la casa de la calle del Perú de la ciudad de Medellín, capital de Antioquia; en la casa en donde yo nací, en la sala entro-nizado o sea (porque sé que no van a saber) bendecido un día por el cura. A él está consagrada Colombia, mi patria. Él es Jesús y se está señalando el pecho con el dedo, y en el pecho abierto el corazón sangrando: góti¬cas de sangre rojo vivó, encendido, como la candileja del globo: es la sangre que derramará Colombia, ahora y siempre por los siglos de los siglos amén.

¿Pero qué les estaba diciendo del globo, de Sabaneta? Ah sí, que el globo subió y subió y empujado por el viento, dejando atrás y abajo los gallinazos se fue yendo hacia Sabaneta. Y nosotros que corremos al ca¬rro y ¡ran! que arrancamos, y nos vamos siguiéndolo por la carretera en el Hudson de mi abuelito. Ah no, no fue en el Hudson de mi abuelito, fue en la carcacha de mi papá. Ah sí, sí fue en el Hudson. Ya ni sé, hace tanto, ya no recuerdo... Recuerdo que íbamos de bache en bache ¡pum! ¡pum! ¡pum! por esa carreterita destar¬talada y el carro a toda, desbarajustándose, como se nos desbarajustó después Colombia, o mejor dicho, como se "les" desbarajustó a ellos porque a mí no, yo aquí no estaba, yo volví después, años y años, décadas, vuelto un viejo, a morir.

Cuando el globo llegó a Sabaneta dio la vuelta a la tierra, por el otro lado, y desapareció. Quién sabe adonde habrá ido, a China o a Marte, y si se que¬mó: su papel sutil, deleznable se encendía fácil, con una chispa de la candileja bastaba, como bastó una chispa para que se nos incendiara después Colombia, se "les" incendiara, una chispa que ya nadie sabe de dónde sal¬tó. ¿Pero por qué me preocupa a mí Colombia si ya no es mía, es ajena?

A mi regreso a Colombia volví a Sabaneta con Alexis, acompañándolo, en peregrinación. Alexis, aja, así se llama. El nombre es bonito pero no se lo puse yo, se lo puso su mamá. Con eso de que les dio a los pobres por ponerles a los hijos nombres de ricos, extravagan¬tes, extranjeros: Tayson Alexander, por ejemplo, o Fáber o Eder o Wílfer o Rommel o Yeison o qué sé yo.

No sé de dónde los sacan o cómo los inventan. Es lo único que les pueden dar para arrancar en esta mísera vida a sus niños, un vano, necio nombre extranjero o inven¬tado, ridículo, de relumbrón. Bueno, ridículos pensaba yo cuando los oí en un comienzo, ya no lo pienso así. Son los nombres de los sicarios manchados de sangre. Más rotundos que un tiro con su carga de odio.

Ustedes no necesitan, por supuesto, que les ex¬plique qué es un sicario. Mi abuelo sí, necesitaría, pero mi abuelo murió hace años y años. Se murió mi pobre abuelo sin conocer el tren elevado ni los sicarios, fu¬mando cigarrillos Victoria que usted, apuesto, no ha oí¬do siquiera mencionar. Los Victoria eran el basuco de los viejos, y el basuco es cocaína impura fumada, que hoy fuman los jóvenes para ver más torcida la torcida realidad, ¿o no? Corríjame si yerro. Abuelo, por si aca¬so me puedes oír del otro lado de la eternidad, te voy a decir qué es un sicario: un muchachito, a veces un ni¬ño, que mata por encargo. ¿Y los hombres? Los hom¬bres por lo general no, aquí los sicarios son niños o muchachitos, de doce, quince, diecisiete años, como Alexis, mi amor: tenía los ojos verdes, hondos, puros, de un verde que valía por todos los de la sabana. Pero si Alexis tenía la pureza en los ojos tenía dañado el cora¬zón. Y un día, cuando más lo quería, cuando menos lo esperaba, lo mataron, como a todos nos van a matar. Vamos para el mismo hueco de cenizas, en los mismos Campos de Paz.

La Virgen de Sabaneta hoy es María Auxilia¬dora, pero no lo era en mi niñez: era la Virgen del Car¬men, y la parroquia la de Santa Ana. Hasta donde en¬tiendo yo de estas cosas (que no es mucho), María Auxiliadora es propiedad de los salesianos, y la parro¬quia de Sabaneta es de curas laicos. ¿Cómo fue a dar María Auxiliadora allí? No sé. Cuando regresé a Co¬lombia allí la encontré entronizada, presidiendo la igle¬sia desde al altar de la izquierda, haciendo milagros.

Un tumulto llegaba los martes a Sabaneta de todos los ba¬rrios y rum-bos de Medellín adonde la Virgen a rogar, a pedir, a pedir, a pedir que es lo que mejor saben hacer los pobres amén de parir hijos. Y entre esa romería tu¬multuosa los muchachos de la barriada, los sicarios. Ya para entonces Sabaneta había dejado de ser un pueblo y se había convertido en un barrio más de Medellín, la ciudad la había alcanzado, se la había tragado; y Co¬lombia, entre tanto, se nos había ido de las manos. Éra¬mos, y de lejos, el país más criminal de la tierra, y Me¬dellín la capital del odio. Pero estas cosas no se dicen, se saben. Con perdón.

Por Alexis volví pues a Sabaneta, acompañán¬dolo, la mañana que siguió a la noche en que nos cono¬cimos. Puesto que las peregrinaciones son los martes, nos tuvimos que conocer un lunes: en el apartamento de mi lejano amigo José Antonio Vásquez, sobrevi-viente de ese Medellín antediluviano que se llevó el en¬sanche, y cuyo nombre debería omitir aquí pero no lo omito por la elemental razón de que no se pueden con¬tar historias sin nombres. ¿Y sin apellido? Sin apellido no te vayan a confundir con otro y por otras cuentas después te maten.

"Aquí te regalo esta belleza –me di¬jo José Antonio cuando me presentó a Alexis–, que ya lleva como diez muertos". Alexis se rió y yo también y por supuesto no le creí, o mejor dicho sí. Después le dijo al muchacho: "Vaya lleve a éste a conocer el cuarto de las mariposas". "Éste" era yo, y "el cuarto de las mari¬posas" un cuartico al fondo del apartamento que si me permiten se lo describo de paso, de prisa, camino al cuarto, sin recargamientos balzacianos: recargado como Balzac nunca soñó, de muebles y relojes viejos; relo¬jes, relojes y relojes viejos y requeteviejos, de muro, de mesa, por decenas, por gruesas, detenidos todos a dis¬tintas horas burlándose de la eternidad, negando el tiempo. Estaban en más desarmonía esos relojes que los habitantes de Medellín.

¿Por qué esa obsesión de mi amigo por los relojes? Vaya Dios a saber.

La que sí le ha¬bían curado los años era la de los muchachos: pasaban por su apartamento y por su vida sin tocarlos. Perfec¬ción a la que aún no he llegado yo pero de la que ya es¬toy cerca: lo cerca que estoy de la muerte y sus gusanos. En fin, por ese apartamento de José Antonio, por entre sus relojes detenidos como fechas en las lápidas de los cementerios, pasaban infinidad de muchachos vivos. O sea, quiero decir, vivos hoy y mañana muertos que es la ley del mundo, pero asesinados: jóvenes asesinos ase¬sinados, exentos de las ignominias de la vejez por escan¬daloso puñal o compasiva bala. ¿Qué iban a hacer allí? Por lo general nada: venían de aburrirse afuera a abu¬rrirse adentro. En ese apartamento nunca se tomaba ni se fumaba: ni marihuana ni basuco ni nada de nada. Era un templo. Y ni eso, vaya: vaya a la Catedral o Basí¬lica Metropolitana para que vea rufianes fumando ma¬rihuana en las bancas de atrás. Distinga bien el olor del humo, que no se le confunda con el incienso. Pero bue¬no, entre tanto reloj callado tronaba un televisor furi¬bundo transmitiendo telenovelas, y entre telenovela y telenovela las alharacosas noticias: que hoy mataron a fulanito de tal y anoche a tantos y a tantos. Que a fulanito lo mataron dos sicarios. Y los sicarios del aparta¬mento muy serios. ¡Vaya noticia! ¡Cómo andan de desactualizados los noticieros! Y es que una ley del mundo seguirá siendo: la muerte viaja siempre más rá¬pido que la información.

¿Y qué se ganaba José Antonio con ese entrar y salir de muchachos, de criminales, por su casa? ¿Que le robaran? ¿Que lo mataran? ¿O es que acaso era su apartamento un burdel? Dios libre y guarde. José An¬tonio es el personaje más generoso que he conocido. Y digo personaje y no persona o ser humano porque eso es lo que es, un personaje, como sacado de una novela y no encontrado en la realidad, pues en efecto, ¿a quién sino a él le da por regalar muchachos que es lo más va¬lioso? "Los muchachos no

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