La historiografía
agt1991Monografía20 de Abril de 2013
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Prólogo
En la historiografía contemporánea, caracterizada
por una profunda revolución de conceptos
y de métodos, constituye incuestionable entidad
—en su conjunto y contemplada con la serenidad
que proporciona la perspectiva de cierta distancia—
las novedades de la «escuela francesa». Un
sector de la misma escucha temprano la crítica
procedente del campo filosófico —recuérdense,
por ejemplo, las consideraciones demoledoras de
Nietzsche en De la utilidad y desventaja de la
Historia para la vida (1873)— y se aparta de
la manera de entender y de reconstruir el pasado
que venía practicándose durante la segunda mitad
del siglo XIX. Aunque no faltaron resistencias,
aquellos disidentes, poco a poco, fueron imponiéndose,
hasta prevalecer. Hubieron de luchar
con la rutina académica, atrincherada en las cátedras
y sostenida por los manuales; el arma fue
la Revue de Synthèse Historique. Creada en 1900
Por Henri Berr, en su torno agrupó un conjunto
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de colaboradores heterogéneos a los que unía el
común horror a las limitaciones de los especialistas
a ultranza: ellos influyeron en la formación
de la generación siguiente, que concretó aspiraciones
y precisó anhelos. Merced al feliz entendimiento
de Lucien Febvre y de Marc Bloch se
funda en 1929 los Annales d'histoire économique
et sociale, a través de cuyas páginas los estudiantes
de entonces no satisfechos con la monotonía
sin alcances de los cursos ordinarios, son alentados
con sugerencias y orientados con intuiciones.
Fácil es imaginar la perplejidad de los jóvenes
licenciados —habiendo al fin superado los exámenes
y acaso las oposiciones de agregados teniendo
que responder a programas absurdos—
con la pretensión de doctorarse haciendo su tesis
de conformidad con las inclinaciones despertadas
en su ánimo por las recientes tendencias. Tenían
en su favor, ciertamente, excelente preparación
erudita recibida de los viejos maestros, esto
es, sabían moverse en los archivos y en las bibliotecas
y manejar con tino fuentes inéditas e impresas,
confeccionando sobre la marcha, sutilmente,
papeletas escuetas, pero elocuentes, y
siendo factible tabular series, y representarlas
gráficamente, y discurrir con lógica positivista,
y, por supuesto, poseían el don de exponer de
palabra y por escrito, aprendido desde la escuela
primaria; habían leído a algunos economistas y
sociólogos, destacadamente a Francois Simiand;
conocían las exhortaciones de los Annales d'histoire
économique et sociale, y los privilegiados
gozarían de la dirección personal de Marc Bloch
(desapareció prematuramente, víctima de la guerra)
y de Luden Febvre (mentor generoso y perspicaz,
aunque exigente, de cuantos se le acercaban):
con todo hubieron de abrirse paso a golpes
de machete por la enredada selva virgen que eligieron
para sus penetraciones. No sorprenderá
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que sólo algunos llegaran al término. Otros se
desviaron hacia la narración política, ideológica,
social, económica, sin analizar, sin reconstruir. No
faltaron los que sucumbieron, abandonando la
tarea, apasionante pero dura de inmediato.
Tras de los estupendos resultados conseguidos
por E. Labrousse, que serían pauta segura para
múltiples seguidores que circunscribieron sus afanes
al período de transición que cabalga entre el
siglo XVIII y el siglo XIX —básicamente agrícola,
cuando la renta procedente de la tierra es el
sostén de la jerarquización social y del orden
económico, y fuente de acumulaciones primarias
para lanzamientos futuros, como ha demostrado
no hace mucho Pierre Vilar estableciendo la
dinámica del crecimiento de Cataluña—, vino Fernand
Braudel. Y con él la «escuela francesa» toma
otros derroteros, o si, se nos autoriza, más altos
vuelos.
Braudel inicia por 1923 sus investigaciones sobre
el mundo mediterráneo y durante más de
quince años, hasta 1939, afronta problemas que la
encuesta científicamente por él conducida le iba
sucesivamente planteando, los cuales, hasta entonces,
nunca habían sido atisbados. Nadie, efectivamente,
había osado abarcar un espacio dilatado,
casi inmenso, donde además se conjuga el elemento
líquido y las tierras que le circundan, prolongando
elásticamente éstas hasta los límites
lejanos que determinaban complejas repercusiones
e influencias emanadas del centro de gravedad.
Y esa percepción no se reducía a un instante;
se extendía lo suficiente como para captar la mecánica
que operaba los movimientos, las fluctuaciones
observables. Fue la tarea acometida una
empresa intelectual sencillamente gigantesca, que
requirió, a cada paso, improvisar el procedimiento
con arreglo al cual cernir la masa de conocíhttp://
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mientos cualitativos y cuantitativos que se iban
desvelando. No había precedentes, insístese, que
permitieran establecer un contraste, y frecuentemente
las referencias disponibles eran desorientadoras.
Pero las dificultades acumuladas, es sabido,
afianzan a un indagador auténtico en la
resolución de vencerlas. Sólo hay un riesgo: dejarse
captar en el recorrido por un paisaje abierto
y atrayente y, deleitándose en su admiración, generalizar
después lo que allí, extendiendo la vista
y la mano, se ve y se toca. Los que se hayan
asomado a un depósito de documentos no ignoran
el esfuerzo que supone abandonar unos filones
rápida y fácilmente explotables para pasar a otros
fondos en la certeza de toparse con una maraña
inextricable. Pero ése es el precio que han de pagar
cuantos no se conforman con aquello que
en la jerga profesional se llama una monografía.
Los ficheros así reunidos constituyen para quien,
mientras los integraba, vivió desde el presente los
acontecimientos pasados, singulares experiencias
personales. Al clasificar ese material ingente fue
haciéndose paulatinamente patente que los fenómenos
captados entrañaban, según su peculiar naturaleza,
una duración diferente del tiempo que
respectivamente les había sido preciso para desenvolverse.
Algunos tenían sus orígenes remotos,
decenios, si no centurias, atrás, lentamente habían
ido tomando forma y vigor, y, llegados a la actualidad
de 1550 a 1600, influían decisivamente,
siendo incuestionable que se proyectarían en el
futuro más o menos, no faltando los que aún
persisten. Otros no eran de tan prolongada existencia,
aunque sí tuviesen eficacia durante un
cierto período; en fin, abundaban los que siendo
brillantes, espectaculares, aparecían y desaparecían
con celeridad. La gama de fenómenos en función
de su correspondiente tiempo era múltiple.
Simplificando, Braudel las redujo a tres tipos:
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fenómenos de larga duración, fenómenos de duración
media y fenómenos de corta duración. Los
fenómenos de corta duración —un momento, unas
horas, unos días, unas semanas o unos años—
son los acontecimientos: la suspensión de pagos
a los acreedores de la Real Hacienda de Castilla
en 1557, 1560, 1575, 1596, la sublevación de los
Países Bajos, la batalla de Lepanto, las sucesivas
treguas hispano-turcas, la muerte de Felipe II,
también cualquier operación de crédito con o sin
ricorsa entre un ganadero de Segovia y un tejedor
de Venecia con éste o aquél mercader-banquero, o
la compra de una hidalguía o de un señorío por
cualquier enriquecido. Los fenómenos de duración
media son menos nerviosos: la prosperidad que
cunde por doquier entre 1540 y 1560, la
contracción que se denota cuando termina el
siglo XVI y comienza el siglo XVII; la pujanza
que pierde la burguesía y gana la nobleza de viejo
o de nuevo cuño, con simultaneidad a la disminución
en él campo de la pequeña propiedad y al
aumento de los dominios enormes; la insuficiencia
del trigo de Sicilia para el abastecimiento de
su clientela suplicante y la recepción de cereales
del Báltico; las alternativas de los precios y de
la producción y del consumo. Por último, los fenómenos
de larga duración, sin duda los más
importantes: el desplazamiento de los montañeses
a las poblaciones de la planicie próxima; la
mediatización de las ciudades sobre su jurisdicción
rural; el barbecho de las tierras de labrantío
entre cosecha y cosecha; la trashumancia o el sedentarismo
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