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Monsieur René, un francés, propietario de un restaurante en la calle de Bolívar de la ciudad de México

reynerExamen27 de Septiembre de 2011

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AMISTAD

Monsieur René, un francés, propietario de un restaurante en la calle de Bolívar de la ciudad de México, se percató una tarde de la presencia de un perro negro de tamaño mediano, sentado cerca de la puerta abierta, sobre la banqueta. Miraba al restaurantero con sus agradables ojos cafés, de expresión suave, en los que brillaba el deseo de conquistar su amistad. Su cara tenía la apariencia cómica y graciosa que suele tener el rostro de ciertos viejos vagabundos, que encuentran respuesta oportuna y cargada de buen humor aun para quienes avientan una cubeta de agua sucia sobre sus únicos trapos. El perro, al darse cuenta de que el francés lo miraba con atención, movió la cola, inclinó la cabeza y abrió el hocico en una forma tan chistosa que al restaurantero le pareció que le sonreía cordialmente. No pudo evitarlo, le devolvió la sonrisa y por un instante tuvo la sensación de que un rayito de sol le penetraba el corazón calentándoselo. Moviendo la cola con mayor rapidez, el perro se levantó ligeramente, volvió a sentarse y en aquella posición avanzó algunas pulgadas hacia la puerta, pero sin llegar a entrar al restaurante. Considerando aquella actitud en extremo cortés para un perro callejero hambriento, el francés, amante de los animales, no pudo contenerse. De un plato recién retirado de una mesa por una de las meseras que lo llevaba a la cocina, tomó un bistec que el cliente, inapetente de seguro, había tocado apenas. Sosteniéndolo entre sus dedos y levantándolo, fijó la vista en el perro y con un movimiento de cabeza lo invitó a entrar a tomarlo. El perro, moviendo no sólo la cola, sino toda su parte trasera, abrió y cerró el hocico rápidamente, lamiéndose los bordes con su rosada lengua, tal como si ya tuviera el pedazo de carne entre las quijadas. Sin embargo, no entró, a pesar de comprender, sin lugar a duda, que el bistec estaba destinado a desaparecer en su estómago. Olvidando su negocio y a sus clientes, el francés salió de atrás de la barra y se aproximó a la puerta llevando el bistec, que agitó varias veces ante la nariz del perro, entregándoselo finalmente. El perro lo tomó con más suavidad que prisa, lanzó una mirada de agradecimiento a su favorecedor, como ningún hombre y sólo los animales saben hacerlo. Después se tendió sobre la banqueta y empezó a comer el bistec con la tranquilidad del que goza de una conciencia limpia. Cuando había terminado, se levantó, se aproximó a la puerta, se sentó cerca de la entrada esperando a que el francés advirtiera nuevamente su presencia. En cuanto el hombre se volvió a mirarle, el perro se levantó, movió la cola, sonrió con aquella expresión graciosa que daba a su cara, y movió la cabeza de modo que sus orejas se bamboleaban. El restaurantero pensó que el animal se aproximaba en demanda de otro bocado. Pero cuando al rato se acercó a la puerta llevándole una pierna de pollo casi entera, sé encontró con que el perro había desaparecido. Entonces comprendió que el can había vuelto a presentársele con el único objeto de darle las gracias, pues de no haber sido así, habría esperado hasta conseguir un cacho más. Olvidando casi en seguida el incidente, el francés consideró al perro como a uno más de la legión de callejeros que suelen visitar los restaurantes de vez en cuando, buscando bajo las mesas o parándose junto a los clientes para implorar un bocado y ser echados fuera por las meseras.

Al día siguiente, sin embargo, aproximadamente a la misma hora, es decir, a la tres y media en punto, el perro volvió a sentarse a la puerta abierta del restaurante. Monsieur René, al verlo allí sentado, le sonrió como a un viejo conocido, y el perro le devolvió la sonrisa con aquella expresión cómica de su cara que tanto gustaba al dueño de este lugar. Cuando el animal se percató de la acogida amistosa del hombre, se incorporó a medias

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