Se suben o se quedan
albertousobiagaEnsayo25 de Febrero de 2024
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Manuel Escandón no paraba
Cada individuo se esfuerza siempre para encontrar la inversión más provechosa para el capital que tenga. Al perseguir su propio interés frecuentemente fomenta el de la sociedad mucho más que si en realidad tratase de fomentarlo.
Adam Smith. 1776
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¡¡Coughhh!!!… ¡¡coughh!!… ¡cough!...
¡¡¡Cough!!!… ¡¡coughh!!… ¡cooough!... la fuerte tos no presagiaba nada bueno.
La diligencia avanzaba con torpeza, lentamente, como teniendo en cuenta la aflicción pulmonar de su pasajero, por el peligroso camino que descendía estrepitosamente desde los ricos yacimientos de plata de la zona minera, Real del Monte, hasta llegar, ya en la planicie, a la pequeña villa de Pachuca de Soto, a la que la gente llamaba, con esa extraña manifestación de cariño muy mexicana, la Bella Airosa.
¡¡Cauughh, caauugh, caugh!!, … el cochero, alarmado, detuvo la diligencia, como si parándola la tos de Don Manuel también lo haría.
No, siguió tosiendo, las puertas y las cortinillas de las ventanas se mantenían cerradas. Las caras del cochero y su acompañante reflejaban la gravedad de la enfermedad de viajero. Esa tarde de finales de marzo del memorable año 1862, el aire corría con fuerza sobre la ladera del cerro lleno de túneles que se hicieron buscando plata; ese año en que los acontecimientos en México atraerían las sorprendidas a la vez que recelosas miradas de las potencias europeas al recién emancipado país. Un país insurgente, que enfrentaba dificultades enormes al buscar convertirse en nación soberana después de tres largos siglos de colonización española, y más de cuatro décadas de desorden social.
¡Don Manuel, don Manuel! ¿podemos hacer algo? Por favor, no salga, hay un airón de miedo. Pronto llegaremos a Pachuca y ahí podrán atenderlo. ¡Aguante patroncito, por el amor de la Virgencita de Guadalupe, quien nos está esperando en su basílica para quitarle esa pinche tos tan horrible que trae!
Escandón no pudo evitar, a pesar de su mal estado, sonreír ante las muestras de fidelidad filial de sus cocheros. “Me quieren”. Sus azules ojos, ahora acuosos, brillaban; su risueña cara mostraba serenidad, a pesar de saber que se estaba muriendo. Entrecerró sus ojos y su seño mostró más que preocupación, enojo. “Falta mucho para que el ferrocarril comience a andar”, cruzó por su mente. Enseguida, su rostro se volvió a relajar al pensar en su hermano menor, Antonio. Le vino el presagio. “Él lo terminará”, y la sonrisa volvió a la cara del enfermo pasajero.
La tos finalmente cedió y, tras escuchar la orden, los cocheros reanudaron el tortuoso viaje, pensando que en un par de horas llegarían a Pachuca, y ahí su patrón tendría oportunidad de descansar, aunque sospechaban que recibirían órdenes de continuar pese a todo. No se equivocaban. Manuel Escandón no paraba. Nunca paró.
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Fijó su mirada en una nopalera. Las pencas de las plantas tenían un tamaño inusitado, le parecieron extraordinariamente grandes. Manchas amarillas, rosas, anaranjadas las rodeaban. Estaban en flor. También había tunas, color semejante al del vino. “Nochtli, de un color muy mexicano”, recordó que así se decía en náhuatl. Ensimismado, dirigiendo sus ojos a esos frutos, sin verlos, comenzó a recordar[a]…
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Las ruedas de la diligencia volvieron a girar, Manuel dirigió su pensamiento a la figura del presidente de la República: Don Benito Juárez, a quien admiraba, con quien negoció las enmiendas a la ya muy desgastada concesión del ferrocarril.
Durante ese proceso, se creó empatía y hasta podría decirse que cierta amistad entre estos dos personajes, lo que parecería un tanto imposible ante los ojos de los demás, aunque no para ellos. Dos mexicanos ciertamente distintos en apariencia y extracción. Dos mexicanos que se reconocieron uno al otro. Dos mexicanos que México requería. El ilustrado político y gobernante de mayor relevancia en la historia de su país y ejemplo para muchos otros de la región. El empresario seguidor de las ideas del Siglo de las Luces cuyas acciones incidieron en el progreso y desarrollo de su atribulado país como las de ningún otro[b]. Casi de la misma edad, uno oaxaqueño, el otro veracruzano. De Guelatao y Orizaba, respectivamente. Sí, aunque mucha gente lo pondría en duda, entre ellos hubo una amistad y una mutua admiración no revelada.
Manuel recordaba. A mediados del mes de septiembre del año anterior, 1861, Juárez, preocupado por las consecuencias del decreto sobre la suspensión del pago de la deuda externa dictado por él el pasado 17 de julio, se presentó inesperadamente a una reunión de negociación sobre la concesión del ferrocarril que se estaba llevando a cabo en un salón de Palacio Nacional, en donde se encontraba tanto Manuel como Antonio Escandón, quienes negociaban con un grupo de servidores públicos muy cercano a Don Benito. Todos los presentes, respetuosos, se pusieron de pie. El presidente, cortés, pidió a sus colaboradores que dejaran un momento el salón para que pudiese hablar confidencialmente con los hermanos empresarios.
Una vez solos, el presidente les dio a conocer su preocupación de las posibles consecuencias de la suspensión de pagos de la enorme deuda, justificándose al señalar que era imposible cubrirla. Antonio, el menor de los tres, se incomodó, aunque trató de ocultarlo, sin éxito: los dos personajes con quienes estaba no pasaban por alto absolutamente nada. Previendo lo que el presidente iba a decir a continuación, Manuel se adelantó, con la audacia que le caracterizaba, ofreciéndole su incondicional apoyo en el delicado asunto. Sin manifestar sorpresa, los ojos negros de Juárez se posaron fijamente en los azules del de la voz. Inmediatamente supieron que ya tenían un acuerdo.
Juárez comentó lo que Escandón ya sabía, incluso con mayor detalle que el mandatario: se debían cerca de 80 millones de pesos y los acreedores más importantes eran firmas inglesas, francesas y españolas. No acababa de hablar Don Benito cuando Manuel ya sabía que, con los ingleses y los españoles, muy probablemente llegaría a algún acuerdo. Con los lambiscones del sobrino de Napoleón no estaba tan seguro. El que ahora gobernaba en Francia tenía, en opinión de Manuel, enmarañada su cabeza, y no estaba a la altura de las circunstancias. “Qué diferente habría sido negociar con el que, a fuerza de inteligencia, voluntad, sangre, y sobre todo dinero imprescindible para ganar en la guerra se había hecho emperador y sojuzgó a medio mundo. En cambio, este fifí de sobrino…”
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