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Sueños realizados: Invitación a los relatos de Juan Carlos Onetti

maktub2004Reseña1 de Abril de 2014

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Sueños realizados:

Invitación a los relatos de Juan Carlos Onetti

En 1975, cuando Juan Carlos Onetti se exilió en España, su nombre era mucho

menos familiar para los lectores pasionales de la literatura latinoamericana que los

de García Márquez, Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa. Incluso los lectores, un

poco más sofisticados, de Carpentier, de Rulfo y de Borges era difícil que

conocieran la obra de Onetti, incluso que tuvieran referencias precisas sobre ella.

Los lectores españoles se alimentaban entonces con entusiasmo y con cierta envidia

de novelas escritas en el español de América, sobre las que tenían, o teníamos,

porque en este caso la tercera persona es de una deshonestidad insostenible, una idea

general determinada por la lectura de Cien años de soledad, La casa verde y

Rayuela. Las novelas sudamericanas habían de ser torrenciales, abrumadoras en su

extensión, en su complejidad y en su virtuosismo técnico, de un barroquismo entre

colonial y selvático que, según el razonamiento de Carpentier, era la única forma de

expresar la realidad de aquellos países: el llamado realismo mágico. En este

panorama, Borges ya era una irregularidad, con sus argumentos cerebrales y su

propensión a las ambientaciones nórdicas, con su laconismo y su ironía, tan lejanos

de los arrebatos tropicales y gramaticales de Carpentier, o de las alfombras

voladoras y los gitanos hechiceros de García Márquez.

El tardío hallazgo de Onetti trajo consigo una sorpresa semejante a la de los

cuentos de Borges. Sus narraciones carecían tan radicalmente de color local como

las de de Franz Kafka, con las que a veces no dejan de guardar un cierto parentesco.

En cuanto al barroquismo, al parecer obligatorio, dictado por Carpentier, no había ni

rastro de él en aquellas páginas que uno empezaba a frecuentar hacia los veinte años,

con la ilusión ávida y la nerviosa felicidad de los descubrimientos absolutos. Los

héroes de Onetti no disertaban adecuadamente sobre jazz en los cafés de París, no

fundaban naciones ni atravesaban cordilleras, no volaban por los aires ni se perdían

en selvas ni en laberintos simbólicos: los héroes de Onetti eran los más pacíficos, los

más perezosos, los más inútiles del mundo. Lo único que hacían era fumar,

preferiblemente echados bocarriba en la cama, fumar e inventarse cosas, contar

embustes y enamorarse de mujeres sensuales y perdidas, de mujeres pintadas que

bebían en los cafés o de muchachas angélicas cuya perfección y dulzura no podían

ser merecidas por nadie.

Al poco tiempo de llegar Onetti a Madrid le hicieron una entrevista en la

televisión. Yo la vi por casualidad, y no exagero si digo, al cabo de casi veinte años,

que aquella entrevista fue el principio de una influencia decisiva en mi vida. Yo no

había oído a nadie hablar de literatura con la falta de énfasis, con la mezcla de

pasión pudorosa y desapego no del todo ficticio con que hablaba aquel hombre de

apellido italiano y voz tan demorada como sus ademanes. Frente a la rimbombancia

española (los escritores españoles que aparecían entonces en la televisión tenían

aspecto de gobernadores civiles, o de mantenedores de Juegos Florales) aquel

hombre exhibía una naturalidad un poco ausente, fatigada y cortés. Por esa época yo

andaba enfermo de lo que el mismo Onetti llamó literatosis, que es una enfermedad

a la que sucumben siempre los aspirantes a escritores, los fervorosos artistas

adolescentes de provincias, y en virtud de la cual uno convierte la literatura en su

religión, su absolutismo y su martirio,

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