Habilidad Etica
095941362315 de Abril de 2014
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La gente tiende a temer todo lo que no conoce; el desconocimiento da paso a la incertidumbre, y la incertidumbre provoca insatisfacción; los fenómenos que no se pueden controlar son acontecimientos potencialmente peligrosos. Mientras sepamos por qué y cuándo van a pasar las cosas, nuestros planes podrán ajustarse sin demasiados problemas a las circunstancias externas.
Frente a la ignorancia, el ser humano ha adoptado históricamente dos reacciones antitéticas: unos han intentado comprender los fenómenos que desconocían, buscando las leyes subyacentes a la realidad; otros, en cambio, han preferido reprimir, y eliminar, los fenómenos que no comprendían. En lugar de intentar averiguar por qué suceden las cosas, mucha gente prefiere dedicarse a que no sucedan; y es que lo que no existe, ni se teme ni tiene por qué entenderse.
En otras palabras, frente a lo desconocido pueden adoptarse dos actitudes: la empresarial, perspicaz, abierta y científica o la timorata, reprimida, cerrada y superchera.
La globalización es un suceso tan poco entendido como vilipendiado, temido y combatido. Mientras que los liberales se dedican a estudiar y entender las razones que se encuentran detrás de la globalización, de la riqueza, de la pobreza y de la economía en general, la izquierda ha preferido reprimir y reducir la expansión de la globalización.
De nuevo, las dos actitudes se reproducen. Los liberales afrontamos las nuevas circunstancias de la globalización de una manera tolerante y comprensiva; la izquierda saca a relucir sus rasgos más totalitarios, primitivos y pueblerinos.
El liberalismo acepta la globalización como resultado de la libertad de actuación de los seres humanos; los individuos son libres para actuar tanto dentro como fuera de un Estado arbitrariamente definido. El socialismo, ante su profunda incomprensión de la sociedad, quiere eliminar cualquier atisbo de autonomía y decisión voluntaria.
Sin embargo, hay que reconocer a la izquierda una gran habilidad para vender sus complejos, su ignorancia y su autoritarismo. Los estatistas son conscientes de que necesitan embellecer sus propuestas de reprimir la globalización y la libertad individual para lograr sus objetivos oscurantistas: sólo así conseguirán el apoyo popular para ejecutar un programa político de corte ultraintervencionista.
Uno de los modos más recurrentes de adornar el mal es convirtiéndolo en un medio para fines superiores, calificados como valores. "Necesitamos robar para lograr la igualdad", "necesitamos matar para salvar a la raza", "necesitamos controlar la vida de las personas para que salvar el medio ambiente". En otras palabras, toda esta serie de valores supremos: igualdad, solidaridad, redistribución, patria, raza o clase, conformarían una telaraña ética que legitimaría el ataque y la coacción de los individuos.
Precisamente, la construcción de este conjunto de falsos valores liberticidas es el objetivo del libro Ética y globalización, una recopilación de cinco conferencias en las que diversos ponentes pergeñan ditirámbicos pretextos para parar, regular y controlar la globalización.
El esquema es el idéntico al ya descrito: una completa ignorancia de la globalización da paso a la construcción de una ética liberticida ad hoc. Ilustraremos este punto a través de dos de las conferencias. La primera, de Jesús de Garay, pretende explicarnos de dónde procede el malestar de la globalización; la segunda, de Adela Cortina, es un intento ético de resolver ese supuesto malestar.
Empecemos con Garay. Su punto de partida es una reflexión sobre el ser humano y la comunicación: "Una comunicación infinita sería aquella en la que los elementos comunes se han desarrollado tanto que todo ya es común. No quedan diferencias". En tanto la globalización es una forma de comunicación, su intensificación provoca la eliminación de las diferencias, esto es, la"imposición de las formas culturales occidentales a otras culturas".
Sin embargo, para Garay, con ser esto problemático, las complicaciones son aún más graves. La globalización, en realidad, focaliza la expansión de la comunicación en un ámbito concreto: el mercado. Las "relaciones comerciales mucho más intensas" dan lugar a una "mercantilización de la vida", donde "todas las cosas tienen precio".
De esta manera, dado que todo ha de tener un precio, la propiedad se convierte en la medida de nuestra libertad: cuanto más ricos seamos, más cosas podremos comprar y, por tanto, más libres seremos. Sensu contrario, en ausencia de propiedad no tenemos ningún tipo de libertad.
El problema particular de la globalización se encuentra en que no redistribuye la propiedad, sino que, como repite incesantemente la izquierda, los ricos son cada vez más ricos y los pobres más pobres: "Tales diferencias de recursos tienden a perpetuarse e incluso a incrementarse, puesto que los mayores recursos ofrecen mayor capacidad de acción en el mercado".
La globalización y el mercado, por tanto, son esencialmente conflictivos e injustos. La gente debe combatir por unos recursos cada vez más escasos y que sólo unos pocos acaparan. El monopolio único anticipado por Karl Marx constituye el horizonte último de la globalización: "El mercado es comunidad, pero también es un espacio de conflicto, donde cada poder aspira a su expansión, frecuentemente a costa de otros poderes. El capital –otro nombre para el poder– siempre busca crecer. La globalización, por eso, es la ampliación y universalización del conflicto".
Las carencias e incongruencias de la argumentación de Jesús de Garay son múltiples. En primer lugar, no es cierto que una comunicación infinita dé lugar a la total uniformidad. La acción humana es esencialmente creativa, da lugar a un nuevo volumen de información que no existía y que, por tanto, rompe la comunidad.
La información no está dada, por lo que siempre hay espacio para una ulterior comunicación. Mientras los seres humanos sigan actuando la comunicación nunca será infinita, pues cabrá una comunicación superior.
Pero es que, además, no puede sostenerse que la comunicación sea un resultado involuntario, dañino y no deseado de la globalización. Precisamente, la globalización es ese proceso de mayor comunicación e interacción entre individuos. Esa mayor comunicación es el mejor medio del que disponen las personas, cada persona, para satisfacer sus necesidades.
De ahí que la apocalíptica destrucción de culturas que menciona Garay carezca completamente de sentido. Las culturas son un conjunto de convenciones que coordinan la acción de los distintos agentes; en tanto la acción individual cambie influida por una información útil, las culturas cambiarán. No se trata de que unas culturas destruyan a otras, sino que unos individuos escogen voluntariamente la información que mejor sirve a sus intereses. Como declaró Christopher Demuth en Libertad Digital: "McDonalds sólo se dedica a vender hamburguesas. Difícilmente podría convertirse en una amenaza a las culturas locales".
¿Alguien en su sano juicio está diciendo que vender hamburguesas destruye culturas? Nadie vende si otra parte no compra, y nadie compra nada si no lo considera un avance para su modo de vida.
El siguiente error de Garay consiste en suponer que la globalización supone una mercantilización de las relaciones humanas. Ésta es una idea claramente reduccionista de la globalización: las interrelaciones de los individuos pueden tener lugar en forma mercantil o no hacerlo. El mestizaje, el turismo o los cambios culturales son consecuencia de la globalización (de la libertad de movimientos) y no suponen una mercantilización –entendiéndola como una fijación universal de precios– de la vida humana.
Las cosas tienen precio porque su propietario no quiere desprenderse de ellas gratis et amore; espera recibir a cambio algo que valore más que aquello que entrega. En otras palabras, los precios posibilitan la cooperación expansiva entre los seres humanos, son un do ut des. Sin precios, la colaboración social y la división del trabajo se colapsaría y regresaríamos a un estadio primitivo de las relaciones humanas: la tribu y el clan. El autismo y la ausencia de globalización.
Tampoco es cierto, como afirma Garay, que la propiedad sea una medida de la libertad. La libertad se refiere a la posibilidad de ejercer un poder último sobre nuestros recursos y de relacionarnos voluntariamente con otras personas. No tiene nada que ver con el abanico de posibilidades de nuestra acción. Los pájaros no son más libres que los hombres por el hecho de que puedan volar con sus propias alas: simplemente tienen otras opciones.
El rico no es más libre que el pobre; puede que sea más feliz o que disfrute más de la vida (incluso estos extremos resultan dudosos cuando se pretende generalizarlos), pero no es más libre. Si libertad se corresponde con el número de opciones, el asesino o el ladrón son más libres que los individuos que respetan los derechos ajenos; incluso el esclavo que sirve a un amo rico y poderoso sería más libre que el pobre no coaccionado.
Ahora bien, si hay un argumento disparatado dentro del razonamiento de Garay es el de que la propiedad, a través de la globalización, tiende a acumularse en unas pocas manos. Sólo este argumento ya denota una profunda incomprensión de la economía. Los individuos no combaten entre ellos
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