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Educacion Sexual

juliethalvarez18 de Octubre de 2013

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Comienzo mi historia como un acontecimiento de la época en que yo tenía diez años e

iba al Instituto de letras de nuestra pequeña ciudad.

Muchas cosas conservan aún su perfume y me conmueven en lo más profundo con

pena y dulce nostalgia: callejas oscuras y claras, casas y torres, campanadas de reloj y

rostros humanos, habitaciones llenas de acogedor y cálido bienestar, habitaciones llenas

de misterio y profundo miedo a los fantasmas. Olores a cálida intimidad, a conejos y a

criadas, a remedios caseros y a fruta seca. Dos mundos se confundían allí: de dos polos

opuestos surgían el día y la noche.

Un mundo lo constituía la casa paterna; más estrictamente, se reducía a mis padres.

Este mundo me resultaba muy familiar: se llamaba padre y madre, amor y severidad,

ejemplo y colegio. A este mundo pertenecían un tenue esplendor, claridad y limpieza; en

él habitaban las palabras suaves y amables, las manos lavadas, los vestidos limpios y las

buenas costumbres. Allí se cantaba el coral por las mañanas y se celebraba la Navidad.

En este mundo existían las líneas rectas y los caminos que conducen al futuro, el deber

y la culpa, los remordimientos y la confesión, el perdón y los buenos propósitos, el amor

y el respeto, la Biblia y la sabiduría. Había que mantenerse dentro de este mundo para

que la vida fuera clara, limpia, bella y ordenada.

El otro mundo, sin embargo, comenzaba en medio de nuestra propia casa y era

totalmente diferente: olía de otra manera, hablaba de otra manera, prometía y exigía

otras cosas. En este segundo mundo existían criadas y aprendices, historias de

aparecidos y rumores escandalosos; todo un torrente multicolor de cosas terribles,

atrayentes y enigmáticas, como el matadero y la cárcel, borrachos

y mujeres chillonas, vacas parturientas y caballos desplomados; historias de robos,

asesinatos y suicidios. Todas estas cosas hermosas y terribles, salvajes y crueles, nos

rodeaban; en la próxima calleja, en la próxima casa, los guardias y los vagabundos

merodeaban, los borrachos pegaban a las mujeres; al anochecer las chicas salían en

racimos de las fábricas, las viejas podían embrujarle a uno y ponerle enfermo; los

ladrones se escondían en el bosque cercano, los incendiarios caían en manos de los

guardias. Por todas partes brotaba y pululaba aquel mundo violento; por todas partes,

excepto en nuestras habitaciones, donde estaban mi padre y mi madre. Y estaba bien

que así fuera. Era maravilloso que entre nosotros reinara la paz, el orden y la

tranquilidad, el sentido del deber y la conciencia limpia, el perdón y el amor; y también

era maravilloso que existiera todo lo demás, lo estridente y ruidoso, oscuro y brutal, de

lo que se podía huir en un instante, buscando refugio en el regazo de la madre.

Y lo más extraño era cómo lindaban estos dos mundos, y lo cerca que estaban el uno

del otro. Por ejemplo, nuestra criada Lina, cuando por la noche rezaba en el cuarto de

estar con la familia y cantaba con su voz clara, sentada junto a la puerta, con las manos

bien lavadas sobre el delantal bien planchado, pertenecía enteramente al mundo de mis

padres, a nosotros, a lo que era claro y recto. Pero después, en la cocina o en la leñera,

cuando me contaba el cuento del hombrecillo sin cabeza o cuando discutía con las

vecinas en la carnicería, era otra distinta: pertenecía al otro mundo y estaba rodeada de

misterio. Y así sucedía con todo; y más que nada conmigo mismo. Sí, yo pertenecía al

mundo claro y recto, era el hijo de mis padres; pero adondequiera que dirigiera la vista

y el oído, siempre estaba allí lo otro, y también yo vivía en ese otro mundo aunque me

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Historia de la juventud de Emil Sinclair

Hermann Hesse

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resultara a menudo extraño y siniestro, aunque allí me asaltaran regularmente los

remordimientos y el miedo. De vez en cuando prefería vivir en el mundo prohibido, y

muchas veces la vuelta a la claridad, aunque fuera muy necesaria y buena, me parecía

una vuelta a algo menos hermoso, más aburrido y vacío. A veces sabía yo que mi meta

en la vida era llegar a ser como mis padres, tan claro y limpio, superior y ordenado

como ellos; pero el camino era largo, y para llegar a la meta había que ir al colegio y

estudiar, sufrir pruebas y exámenes; y el camino iba siempre bordeando el otro

mundo más oscuro, a veces lo atravesaba y no era del todo imposible quedarse y

hundirse en él. Había historias de hijos perdidos a quienes esto había sucedido, y yo las

leía con verdadera pasión. El retorno al hogar paterno y al bien era siempre redentor y

grandioso, y yo sentía que aquello era lo único bueno y deseable; pero la parte de la

historia que se desarrollaba entre los malos y los perdidos siempre resultaba más

atractiva y, si se hubiera podido decir o confesar, daba casi pena que el hijo pródigo se

arrepintiese y volviera. Pero aquello no se decía y ni siquiera se pensaba; existía

solamente como presentimiento y posibilidad, muy dentro de la conciencia. Cuando

imaginaba al diablo, podía representármelo muy bien en la calle, disfrazado o al

descubierto, en el mercado o en una taberna, pero nunca en nuestra casa.

Mis hermanas pertenecían también al mundo claro. Estaban, así me parecía a mí, más

cerca de nuestros padres; eran mejores, más modosas y con menos defectos que yo.

Tenían imperfecciones y faltas, pero a mi me parecía que no eran defectos profundos;

no les pasaba como a mí, que estaba más cerca del mundo oscuro y sentía, agobiante y

doloroso, el contacto con el mal. A las hermanas había que respetarías y cuidarlas como

a los padres; y cuando se había reñido con ellas se consideraba uno, ante la propia

conciencia, malo, culpable y obligado a pedir perdón. Porque en las hermanas se ofendía

a los padres, a la bondad y a la autoridad. Había misterios que yo podía compartir mejor

con el más golfo de la calle que con mis hermanas. En días buenos, cuando todo era

radiante y la conciencia estaba tranquila, era delicioso jugar con las hermanas, ser

bueno y modoso con ellas y verse a sí mismo con un aura bondadosa y noble. ¡Así debía

sentirse uno siendo ángel! Era la suma perfección que conocíamos; y creíamos que debía

ser dulce y maravilloso ser ángel, rodeado de melodías suaves y aromas deliciosos como

la Navidad y la felicidad. ¡Y qué pocas veces seguíamos aquellos momentos y aquellos

días! En los juegos -juegos buenos, inofensivos, permitidos- yo era de una violencia

apasionada, que acababa por hartar a mis hermanas y nos llevaba a la riña y al

desastre; y cuando me dominaba la ira, me convertía en un ser terrible que hacia y

decía cosas cuya maldad sentía profunda y ardientemente mientras las hacía y decía.

Luego venían las horas espantosas y negras del arrepentimiento y la contrición, el

momento doloroso de pedir perdón hasta que surgía un rayo de luz, una felicidad

tranquila y agradecida, sin disensión, que duraba horas o instantes.

Yo iba al Instituto de letras. El hijo del alcalde y el del guardabosques mayor eran

compañeros míos de clase y a veces venían a mi casa; eran chicos salvajes pero que

pertenecían al mundo bueno y permitido. A pesar de ello, mantenía amistad estrecha

con chicos vecinos, alumnos de la escuela de primera enseñanza a quienes

generalmente despreciábamos. Con uno de ellos he de empezar mi relato.

Una tarde en que no teníamos clase -andaba yo por los diez años- vagaba con dos

chicos de esta vecindad cuando se nos unió un chico mayor, más fuerte y brutal que

nosotros, de unos 13 años, alumno de la escuela e hijo de un sastre. Su padre era un

bebedor crónico y toda la familia tenía mala fama. Yo conocía bien a Franz Kromer; le

tenía miedo y no me gustó que se uniera a nosotros. Tenía ya modales de hombre e

imitaba los andares y la manera de hablar de los jóvenes obreros de las fábricas. Bajo su

mando descendimos a la orilla del río, junto al puente, y nos ocultamos a los ojos del

mundo bajo el primer arco. La estrecha orilla entre la pared arqueada del puente y el

agua, que fluía lentamente, estaba cubierta de escombros, cacharros rotos y trastos,

ovillos enredados de alambre oxidado y otras basuras. Allí se encontraban de vez en

cuando cosas aprovechables; bajo la dirección de Franz Kromer nos pusimos a registrar

el terreno para traerle lo que encontrábamos. Franz Kromer se lo guardaba o lo tiraba al

agua. Nos llamaba la atención sobre objetos de plomo o zinc, y luego se lo guardaba

todo, hasta un viejo peine de concha. Yo me sentía muy cohibido en su compañía; y no

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porque supiera que mi padre me prohibiría tratarme con él si se enteraba, sino por

miedo a Franz mismo. Sin embargo, estaba contento de que me aceptara y me tratara

como a los demás. Franz daba las órdenes y nosotros obedecíamos como si aquello

fuera una vieja costumbre, aunque en verdad era la primera vez

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