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El Cuento De La Serpiente


Enviado por   •  6 de Junio de 2014  •  10.242 Palabras (41 Páginas)  •  220 Visitas

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EL CUENTO DE LA SERPIENTE VERDE

Johann Wolfgang Goethe

En su pequeña choza, ante el gran río cuya corriente habíase acaudalado por una fuerte

lluvia y que desbordaba sus riberas, estaba el viejo barquero descansando y durmiendo,

rendido por las labores del día. Le despertaron fuertes voces en medio de la noche;

escuchó que unos viajeros querían ser trasladados.

Al salir delante de la puerta vio dos grandes fuegos fatuos flotando encima del bote

amarrado y le aseguraron que se hallaban en los más grandes apuros y que estaban

deseosos de verse ya en la otra orilla. El anciano no se demoró en hacerse al agua y

navegó con su destreza acostumbrada a través del río mientras los forasteros siseaban

entre sí en un lenguaje desconocido y sumamente ágil, y estallaban, de vez en cuando, en

fuertes carcajadas saltando por momentos en los bordes o en el fondo de la barca.

—¡Se balancea el bote! —exclamó el viejo—. Si estáis tan inquietos puede volcarse.

¡Sentaos, fuegos fatuos!

Estallaron en grandes carcajadas ante esta advertencia, se mofaron del anciano y se

pusieron más inquietos que antes. Este soportó con paciencia sus malas maneras y, en

poco tiempo, arribó a la otra orilla.

—¡Aquí tenéis! ¡Por vuestro esfuerzo! —exclamaron los viajeros y, al sacudirse,

cayeron muchas y resplandecientes piezas de oro dentro de la húmeda barca.

—¡Santo cielo! ¿Qué hacéis? —exclamó el viejo—. Me exponéis al más grande apuro!

Sí una de estas piezas hubiera caído en el agua, el río, que no soporta este metal, se

hubiera levantado en terribles olas devorándonos al bote y a mí, ¡y quién sabe cómo os

hubiera ido! ¡Tomad de nuevo vuestro dinero!

—No podemos tomar nada de lo que nos hemos desprendido —respondieron ellos.

—Entonces, encima me dais el trabajo de tener que recogerlas y llevarlas a enterrar

bajo tierra —dijo el viejo, inclinándose para recoger las piezas de oro dentro de su gorra.

Los fuegos fatuos habían saltado del bote cuando el viejo exclamo:

—¿Y dónde queda mi paga?

—¡Quien no acepta oro tal vez quiera trabajar gratis!

—exclamaron los fuegos fatuos.

—Tenéis que saber que a mí sólo se me puede pagar con frutos de la tierra.

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—¿Con frutos de la tierra? Los detestamos y nunca los hemos disfrutado.

—Y sin embargo no os puedo soltar hasta que me hayáis prometido traerme tres coles,

tres alcachofas y tres grandes cebollas.

Los fuegos fatuos hicieron por escurrirse en medio de bromas pero se sintieron atados

al suelo de manera incomprensible; era la sensación más desagradable que jamás habían

sentido. Prometieron satisfacer en poco tiempo la demanda del anciano; éste los despachó

y partió. Ya se encontraba muy lejos cuando a sus espaldas le gritaron:

—¡Viejo! ¡Escuchad, viejo! ¡Hemos olvidado lo más importante!

Ya se había alejado y no los escuchaba. Se dejó llevar río abajo por el lado de esa

misma orilla, donde decidió enterrar el peligroso y bello metal; era una región montañosa

donde el agua nunca podía llegar. Allí, entre altos picachos, encontró un profundo

abismo, donde arrojó el oro, y se volvió a su choza.

En ese precipicio estaba la hermosa serpiente verde, que se despertó a causa del tintineo

de las monedas despeñadas. Apenas vio las doradas obleas, las devoró de inmediato con

gran avidez y buscó con mucho cuidado todas las piezas que se habían esparcido entre la

maleza y las grietas rocosas.

En cuanto las hubo devorado sintió, con el mayor agrado, fundirse el oro en sus

intestinos y expandirse a través de todo su cuerpo; notó, para su mayor alegría, que se

había vuelto transparente y luminosa. Desde mucho tiempo atrás le habían asegurado que

era posible este fenómeno; pero como ella recelaba de que esta luz perdurase mucho

tiempo, la curiosidad y el deseo de asegurarse para el futuro la impulsaron a salir de la

caverna a fin de investigar quién había arrojado en su interior el hermoso oro. No

encontró a nadie. Tanto más agradable sentía de admirarse ella misma y a su graciosa luz

que diseminaba a través del verde fresco mientras se arrastraba entre hierbas y

matorrales. Todas las hojas parecían de esmeralda, todas las flores aureoladas de la

manera más esplendorosa. En vano recorrió la solitaria y yerma tierra; pero tanto más

creció su esperanza cuando llegó a una planicie y vio en lontananza un resplandor

semejante al suyo.

—¡Por fin encuentro a alguien igual a mí! —exclamó, apresurándose a llegar a ese

sitio. No reparó en las fatigas que el arrastrarse a través de pantanos y cañaverales le

causaba, pues a pesar

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