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El Cuento De La Serpiente

parsifal16 de Junio de 2014

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EL CUENTO DE LA SERPIENTE VERDE

Johann Wolfgang Goethe

En su pequeña choza, ante el gran río cuya corriente habíase acaudalado por una fuerte

lluvia y que desbordaba sus riberas, estaba el viejo barquero descansando y durmiendo,

rendido por las labores del día. Le despertaron fuertes voces en medio de la noche;

escuchó que unos viajeros querían ser trasladados.

Al salir delante de la puerta vio dos grandes fuegos fatuos flotando encima del bote

amarrado y le aseguraron que se hallaban en los más grandes apuros y que estaban

deseosos de verse ya en la otra orilla. El anciano no se demoró en hacerse al agua y

navegó con su destreza acostumbrada a través del río mientras los forasteros siseaban

entre sí en un lenguaje desconocido y sumamente ágil, y estallaban, de vez en cuando, en

fuertes carcajadas saltando por momentos en los bordes o en el fondo de la barca.

—¡Se balancea el bote! —exclamó el viejo—. Si estáis tan inquietos puede volcarse.

¡Sentaos, fuegos fatuos!

Estallaron en grandes carcajadas ante esta advertencia, se mofaron del anciano y se

pusieron más inquietos que antes. Este soportó con paciencia sus malas maneras y, en

poco tiempo, arribó a la otra orilla.

—¡Aquí tenéis! ¡Por vuestro esfuerzo! —exclamaron los viajeros y, al sacudirse,

cayeron muchas y resplandecientes piezas de oro dentro de la húmeda barca.

—¡Santo cielo! ¿Qué hacéis? —exclamó el viejo—. Me exponéis al más grande apuro!

Sí una de estas piezas hubiera caído en el agua, el río, que no soporta este metal, se

hubiera levantado en terribles olas devorándonos al bote y a mí, ¡y quién sabe cómo os

hubiera ido! ¡Tomad de nuevo vuestro dinero!

—No podemos tomar nada de lo que nos hemos desprendido —respondieron ellos.

—Entonces, encima me dais el trabajo de tener que recogerlas y llevarlas a enterrar

bajo tierra —dijo el viejo, inclinándose para recoger las piezas de oro dentro de su gorra.

Los fuegos fatuos habían saltado del bote cuando el viejo exclamo:

—¿Y dónde queda mi paga?

—¡Quien no acepta oro tal vez quiera trabajar gratis!

—exclamaron los fuegos fatuos.

—Tenéis que saber que a mí sólo se me puede pagar con frutos de la tierra.

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—¿Con frutos de la tierra? Los detestamos y nunca los hemos disfrutado.

—Y sin embargo no os puedo soltar hasta que me hayáis prometido traerme tres coles,

tres alcachofas y tres grandes cebollas.

Los fuegos fatuos hicieron por escurrirse en medio de bromas pero se sintieron atados

al suelo de manera incomprensible; era la sensación más desagradable que jamás habían

sentido. Prometieron satisfacer en poco tiempo la demanda del anciano; éste los despachó

y partió. Ya se encontraba muy lejos cuando a sus espaldas le gritaron:

—¡Viejo! ¡Escuchad, viejo! ¡Hemos olvidado lo más importante!

Ya se había alejado y no los escuchaba. Se dejó llevar río abajo por el lado de esa

misma orilla, donde decidió enterrar el peligroso y bello metal; era una región montañosa

donde el agua nunca podía llegar. Allí, entre altos picachos, encontró un profundo

abismo, donde arrojó el oro, y se volvió a su choza.

En ese precipicio estaba la hermosa serpiente verde, que se despertó a causa del tintineo

de las monedas despeñadas. Apenas vio las doradas obleas, las devoró de inmediato con

gran avidez y buscó con mucho cuidado todas las piezas que se habían esparcido entre la

maleza y las grietas rocosas.

En cuanto las hubo devorado sintió, con el mayor agrado, fundirse el oro en sus

intestinos y expandirse a través de todo su cuerpo; notó, para su mayor alegría, que se

había vuelto transparente y luminosa. Desde mucho tiempo atrás le habían asegurado que

era posible este fenómeno; pero como ella recelaba de que esta luz perdurase mucho

tiempo, la curiosidad y el deseo de asegurarse para el futuro la impulsaron a salir de la

caverna a fin de investigar quién había arrojado en su interior el hermoso oro. No

encontró a nadie. Tanto más agradable sentía de admirarse ella misma y a su graciosa luz

que diseminaba a través del verde fresco mientras se arrastraba entre hierbas y

matorrales. Todas las hojas parecían de esmeralda, todas las flores aureoladas de la

manera más esplendorosa. En vano recorrió la solitaria y yerma tierra; pero tanto más

creció su esperanza cuando llegó a una planicie y vio en lontananza un resplandor

semejante al suyo.

—¡Por fin encuentro a alguien igual a mí! —exclamó, apresurándose a llegar a ese

sitio. No reparó en las fatigas que el arrastrarse a través de pantanos y cañaverales le

causaba, pues a pesar de que prefería vivir en los prados secos de los montes y entre las

altas grietas de las rocas, en las que disfrutaba de las hierbas aromáticas y solía calmar la

sed con tierno rocío y agua fresca de las fuentes, habría hecho todo lo que uno le hubiera

impuesto por el amado oro, así de hechizada estaba por retener el hermoso resplandor.

Extenuada, llegó por fin a un húmedo juncal, donde nuestros dos fuegos fatuos se

entretenían en juegos. Se dirigió rápidamente hacia ambos, los saludó celebrando

encontrar caballeros de su parentela tan agradables. Los fuegos fatuos se aproximaron,

saltaron por encima de ella y se rieron a su modo.

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—Señora Mume —dijeron ellos—, aunque vos séais de la línea horizontal, eso no

significa nada entre nosotros; se comprende que somos parientes por lo que toca al

resplandor, pues vea nada más —y en eso ambos fuegos se alargaron tanto como su

volumen se lo permitió—: ¡qué bien nos sienta a los caballeros de la línea vertical esta

esbelta longitud! No se enfade con nosotros, amiga mía, ¿qué familia puede vanagloriarse

de esto? Desde que existen fuegos fatuos, ninguno ha estado sentado o acostado.

La serpiente se sentía muy incómoda en presencia de estos parientes; pues por más

esfuerzos que hiciera al querer levantar la cabeza más alto, sentía sin embargo que tenía

que bajarla de nuevo hacia el suelo para poder impulsarse; y cuanto más se había

complacido consigo misma entre la oscura floresta, tanto más parecía disminuir a cada

momento su resplandor en presencia de estos parientes, e incluso temía que al final se

extinguiera del todo.

En medio de tal turbación preguntó rápidamente si los caballeros no le podían dar

noticia de dónde venía el reluciente oro que hacía poco había caído dentro de la cueva;

suponía que hubiese sido una lluvia áurea que manara directamente del cielo. Los fuegos

fatuos se sacudieron de risa y una gran cantidad de monedas de oro saltó en torno suyo.

La serpiente se abalanzó sobre ellas para devorarlas.

—Que os aproveche, señora Mume —dijeron los gentiles caballeros—. Aun podemos

servirla con más.

Se sacudieron varias veces más con gran destreza, de manera que la serpiente no podía

tragar más rápido el preciado alimento. Comenzó a aumentar visiblemente su esplendor

y, en verdad, destellaba incomparablemente hermosa mientras los fuegos fatuos iban

volviéndose magros y pequeños aunque sin perder la más leve pizca de su buen humor.

—Os agradezco eternamente —dijo la serpiente, al haberse recobrado después de su

comida—. ¡Exigid de mí lo que queráis! Os concederé lo que esté a mi alcance.

—¡Muy bien! —exclamaron los fuegos fatuos—. Dinos dónde habita la bella Azucena.

¡Llévanos lo antes posible al palacio y a los jardines de la hermosa Azucena! Morimos de

impaciencia por postrarnos ante ella.

—Ese servicio —replicó la serpiente con un profundo suspiro— no os lo puedo

conceder de inmediato. Por desgracia, la bella Azucena vive más allá del agua.

—¿Más allá del agua? ¡Y nosotros que nos dejamos transportar en esta noche tan

tormentosa! ¡Qué cruel es el río que ahora nos separa! ¿No sería posible llamar otra vez

al viejo?

—Os esforzaríais en vano —dijo la serpiente—. Pues aunque vosotros lo encontrarais

de este lado del agua no os llevaría; puede traer a esta orilla a todo aquel que lo quiera,

pero no le está permitido llevar a nadie hacia allá.

—¡Mal estamos, pues! ¿No hay otro medio para trasponer el agua?

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—Hay algunos otros más, sólo que no en este momento. Y yo misma puedo transportar

a los caballeros pero únicamente al mediodía.

—Esa es una hora en la que no nos gusta viajar.

—Entonces podréis transbordar al anochecer sobre la sombra del gigante.

—¿Cómo puede ser eso?

—El gran gigante, que vive no lejos de aquí, tiene impedido hacer nada con su cuerpo;

sus manos no levantan una sola paja, sus hombros no llevarían ningún leño. Por eso es

más poderoso al levantarse y ponerse el sol, y así, basta sólo con sentarse en la nuca de su

sombra al caer la noche: entonces el gigante se acerca suavemente a la orilla y su sombra

conduce al viajero a través del agua. Pero si queréis llegar a aquel rincón del bosque a la

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