Introduccion Al Gran Otro - Lacán
silviarosato26 de Octubre de 2013
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Introducción del Gran Otro (Jacque Lacan)
25 de Mayo de 1955
Por qué no hablan los planetas. La paranoia post-analítica. El esquema en Z. Del otro lado del muro del lenguaje. Reconstitución imaginaria y reconocimiento simbólico. Por qué hay formación de analistas.
La última vez los dejé con una pregunta quizás un tanto extraña, pero que estaba en la línea de lo que les venía diciendo: ¿por qué no hablan los planetas?
No somos en absoluto semejantes a planetas, cosa que podemos comprobar en todo momento; pero esto no nos impide olvidarlo. Permanentemente tendemos a razonar sobre los hombres como si se tratara de lunas, calculando sus masas, su gravitación.
No es ésta una ilusión exclusiva de los eruditos: es especialmente tentadora para los políticos.
Pienso en una obra olvidada y que no era tan ilegible, pues probablemente no era su autor quien la firmó: se llamaba Mein Kampf: Pues bien, en esta obra del tal Hitler, que ha perdido mucho de su actualidad, se hablaba de las relaciones entre los hombres cual si fuesen relaciones entre lunas. Y estamos tentados siempre de hacer una psicología y un psicoanálisis de lunas, cuando para percibir la diferencia basta con remitirse inmediatamente a la experiencia.
Por ejemplo, rara vez estoy contento. En la última reunión no lo estuve en absoluto, porque intenté volar sin duda demasiado alto, y estos aleteos tal vez no fueron lo que les habría dicho si todo hubiese estado bien preparado. Sin embargo, algunas personas benevolentes, las que me acompañan a la salida, me dijeron que todo el mundo estaba contento. Posición, supongo, muy exagerada. No importa, así me dijeron. En ese momento, por lo demás, no quedé convencido. Pero, ¡vamos! Me hice esta reflexión: si los otros están contentos, eso es lo principal. En esto difiero yo de un planeta.
No es simplemente que me hago esta reflexión, además es verdad: lo esencial es que ustedes estén contentos. Diré aún más: al serme corroborado que estaban contentos, pues bien, Dios mío, me puse contento yo también. Pero, de todos modos, con una pequeña diferencia. No del todo contento contento. Hubo un espacio entre ambos. En el lapso de darme cuenta de que lo esencial es que el otro esté contento, yo habría seguido con mi no-contento.
Entonces, ¿en qué momento soy verdaderamente yo? ¿En el momento en que no estoy contento, 0 en el momento en que estoy contento porque los otros están contentos? Cuando se trata del hombre, tal relación entre la satisfacción del sujeto y la satisfacción del otro-entiéndanlo bien, en su forma más radical-siempre está en tela de juicio.
Quisiera que el hecho de tratarse, en esta ocasión, de mis semejantes, no les engañe. Tomé este ejemplo porque me había jurado tomar el primero que apareciera tras la pregunta con que los dejé la vez pasada. Pero espero hacerles ver hoy que sería errado creer que se trata aquí del mismo otro que ese otro del que a veces les hablo, ese otro que es el yo, o, para ser más precisos, su imagen. Aquí hay una diferencia radical entre mi no satisfacción y la satisfacción supuesta del otro. No hay imagen de identidad, reflexividad, sino relación de alteridad fundamental.
Hay que distinguir, por lo menos, dos otros: uno con una A mayúscula, y otro con una a minúscula que es el yo. En la función de la palabra de quien se trata es del Otro.
Lo que les digo merece ser demostrado. Como de costumbre, no puedo hacerlo sino a nivel de nuestra experiencia. Recomiendo calurosamente, a quienes deseen ejercitarse en pequeñas operaciones mentales destinadas a ablandarles las articulaciones, la lectura, a todas luces útil, del Parménides, donde la cuestión del uno y el otro fue enfrentada del modo más vigoroso y sostenido. Por este motivo, es sin duda una de las obras más incomprendidas, cuando después de todo basta para ello con las facultades medias —y no es decir poco— de un descifrador de palabras cruzadas. No olviden que muy formalmente les aconsejé en un texto hacer palabras cruzadas. Lo único esencial es atender hasta el final en el desarrollo de nueve hipótesis. Sólo se trata de eso, de prestar atención. No hay cosa en el mundo más difícil de obtener del lector medio, debido a las condiciones en las que se practica ese deporte de la lectura. Aquel de mis alumnos que pudiera consagrarse a un comentario psicoanalítico del Parménides, haría algo útil y permitiría orientarse en muchos problemas a la comunidad.
Volvamos a nuestros planetas. ¿Por qué no hablan? ¿Quién quiere articular algo?
Sin embargo, hay muchas cosas que decir. Lo curioso no es que ustedes no digan ninguna, sino que no muestren darse cuenta de que las hay a montones. Si sólo osaran pensarlo. Saber cuál es la última de las razones no es demasiado importante. Pero es seguro que si se intenta enumerarlas -cuando les pedí que lo hicieran yo no tenía ninguna idea preconcebida sobre la manera en que eso se podía exponer-, las razones que se nos presentan están estructuradas como aquellas cuyo juego ya encentramos varias veces en la obra de Freud, a saber, las que evoca en el sueño de la inyección de Irma a propósito del caldero agujereado. Los planetas no hablan: primero, porque no tienen nada que decir; segundo, porque no tienen tiempo; tercero, porque se los ha hecho callar.
Las tres cosas son ciertas, y podrían permitirnos desarrollar importantes relaciones respecto a lo que llaman un planeta, es decir, eso que he escogido como término de referencia para mostrar lo que nosotros no somos.
Le hice la pregunta a un eminente filósofo, uno de los que vinieron este año a darnos una conferencia. El se ha ocupado mucho de la historia de las ciencias, y formuló sobre el newtonismo las reflexiones más pertinentes y profundas que pueda haber. Cuando nos dirigimos a personas que parecen especialistas, siempre nos decepcionamos, pero verán que yo no me decepcioné en realidad. La pregunta no pareció presentarle demasiadas dificultades. Me contestó: Porque no tienen boca.
En primera instancia, me decepcioné un poco. Siempre que uno se decepciona, está equivocado. Nunca hay que decepcionarse de las respuestas que se reciben, porque si uno se decepciona, estupendo, prueba de que fue una verdadera respuesta, es decir, aquello que precisamente no esperábamos.
Este punto importa mucho para el problema del otro. Tenemos demasiada tendencia a dejarnos hipnotizar por el llamado sistema de lunas, y a modelar nuestra idea de la respuesta sobre lo que imaginamos cuando hablamos de estímulo-respuesta. Cuando obtenemos la respuesta que esperábamos, ¿es de verdad una respuesta? He aquí otro nuevo problema, pero por ahora no me abandonaré a este pequeño entretenimiento.
En resumidas cuentas, la respuesta del filósofo no me decepcionó. Nadie está forzado a entrar en el laberinto de la pregunta por ninguna de las tres razones que mencioné, aunque volveremos a hallarlas, porque son las verdaderas. También se puede entrar en él por una respuesta cualquiera, y la que se me dio es sumamente esclarecedora, siempre y cuando se la sepa oír. Y yo estaba en excelentes condiciones para oírla, porque soy psiquiatra.
No tengo boca: oímos esto al comienzo de nuestra carrera, en los primeros servicios de psiquiatría a los que llegamos como unos despistados. En medio de ese mundo milagroso nos encontramos con damas muy añejas, con viejas solteronas, cuya primera declaración ante nosotros es: No tengo boca. Ellas nos hacen saber que tampoco tienen estómago, y además que no morirán nunca. En síntesis, tienen una relación muy grande con el mundo de las lunas. La única diferencia es que para esas añejas damas, víctimas del llamado síndrome de Cotard, o delirio de negación, al fin y al cabo es verdad. Están identificadas con una imagen donde falta toda hiancia, toda aspiración, todo vacío del deseo, o sea, justamente lo que constituye la propiedad del orificio bucal. En la medida en que se opera la identificación del ser con su imagen pura y simple, tampoco hay sitio para el cambio, es decir, para la muerte. De eso se trata en su tema: están muertas y a la vez ya no pueden morir, son inmortales, como el deseo. En la medida en que aquí el sujeto se identifica simbólicamente con lo imaginario, realiza en cierto modo el deseo.
Que las estrellas tampoco tengan boca y sean inmortales es algo de otro orden: no se puede decir que sea verdad, es real. No es cuestión de que las estrellas tengan boca. Y, al menos para nosotros, el término inmortal se ha vuelto, con el tiempo, puramente metafórico. Es indiscutiblemente real que la estrella no tiene boca, pero a nadie se le ocurriría pensar en ello, si no hubiera, para observarlo, seres provistos de un aparato de proferir lo simbólico, a saber, los hombres.
Las estrellas son reales, íntegramente reales, en principio, en ellas no hay absolutamente nada del orden de una alteridad a ellas mismas, son pura y simplemente lo que son. El hecho de que las encontremos siempre en el mismo lugar es una de las razones por las que no hablan.
Han observado que de vez en cuando oscilo entre los planetas y las estrellas. Esto no es casual. Porque el siempre en el mismo lugar no nos lo mostraron primero los planetas, sino las estrellas. El movimiento perfectamente regular del día sideral es, con seguridad, lo que por vez primera permitió a los hombres experimentar la estabilidad del cambiante mundo que los rodea, y comenzar a establecer la dialéctica de lo simbólico y lo real, donde lo simbólico brota aparentemente de lo real, lo cual naturalmente no está más justificado que el pensar que las llamadas estrellas fijas giran realmente alrededor de la Tierra. De igual modo, no debería creerse que los símbolos
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