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Pensamiento


Enviado por   •  16 de Junio de 2013  •  3.250 Palabras (13 Páginas)  •  181 Visitas

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Uno de los descubrimientos más extraordinarios de este siglo ha sido el que los pensamientos son tan poderosos como las pilas eléctricas, tan buenos como la luz y tan peligrosos como el veneno. Si permitimos que un pensa¬miento triste o malo se introduzca en nuestra mente es tan arriesgado como dejar que un virus se apodere de nuestro cuerpo. Si se le permite quedarse, es posible que no podamos desprendernos nunca más de él.

Mientras en la mente de Mary no hubo más que pen¬samientos desagradables sobre las personas que no le agradaban, nada la contentaba y tampoco se interesaba por las cosas. Era una niña de cara amarillenta, enfermiza, aburrida y desdichada. Sin embargo, sin que ella se diera cuenta las circunstancias la ayudaron. Cuando en su men¬te sólo hubo pensamientos para petirrojos, pequeñas casas en el páramo y extraños jardineros, todo cambió. La pri¬mavera y el jardín la hicieron renacer, y en su mente ya no hubo espacio para pensamientos desagradables.

Igualmente, mientras Colin se encerró en su dormito¬rio a pensar sólo en su miedo y en su debilidad, detestan¬do a las personas que lo rodeaban y obsesionado por descubrir protuberancias o pensar en la muerte, fue un niño medio histérico e hipocondríaco. No conocía el sol ni la primavera. Tampoco suponía que podría levantarse y sanar. Cuando los nuevos pensamientos echaron fuera to¬dos esos horribles temores, la vida renació en él. La san¬gre corrió por sus venas y le inundó una enorme fuerza. Su pensamiento científico no tenía nada de extraño. Era una fórmula simple y práctica de desechar a tiempo los pensamientos sin esperanzas, para dar cabida a una enor¬me determinación y valentía.

Al mismo tiempo que el jardín secreto renacía, y dos niños volvían a la vida junto a él, un hombre se paseaba solo por hermosos fiordos noruegos y los va¬lles y montañas suizas. Durante diez años saturó su mente de negros y descorazonadores pensamientos, sin tener la valentía de rechazarlos. Había sido feliz, pero cuando repentinamente una enorme pena lo inundó, rehusó con obstinación toda clase de esperanza. Olvidó su hogar y desertó de él, abandonando sus deberes. Su aspecto desgraciado hacía que los extraños lo conside¬raran como un loco o, quizás, como alguien que tenía un secreto culpable. El era un hombre alto, de cara cansada y hombros torcidos. Su nombre era Archibald Craven.

Desde que recibiera a Mary en su escritorio, había recorrido muchos países sin detenerse en ninguno. Trepó montañas para observar cómo se iluminaban los cerros vecinos con el sol naciente; mas, a pesar de que tenía la sensación de que el mundo nacía en ese instante, esa luz jamás lo iluminó. Un día, caminando por un valle del Tirol austríaco, por primera vez en diez años se dio cuenta de que algo extraño le sucedía. Había caminado un largo trecho. Cansado, se recostó sobre el tapiz de musgo que cubría las orillas de un alegre riachuelo. En cierto momento creyó sentir una leve risa producida por el ruido del agua, en la que los pájaros acudían a ente¬rrar sus cabecitas para beber. Todo parecía tan vivo y, al mismo tiempo, la quietud era tan profunda... El valle estaba inmóvil.

Sentado, observando el agua, Archibald Craven sintió que su mente y su cuerpo gradualmente se calmaban. Pensó que se dormiría, pero no fue así. En cambio, atisbo los cientos de pequeños brotes azules que crecían al borde del agua, semejantes a los que viera muchos años atrás. Como entonces, le parecieron preciosos. Sin darse cuenta, este pensamiento lentamente empezó a calmar su corazón junto con el valle que se aquietaba cada vez más. El no sabía qué era lo que le sucedía, sólo que al levantarse sintió como un despertar. Dio un pro¬fundo y largo suspiro, maravillado al darse cuenta de que algo ocurría dentro de él, como dejándolo libre.

–¿Qué es? –dijo calladamente, pasándose la mano por la frente–. Siento como si estuviera vivo.

No le era posible comprender por qué le había suce¬dido algo tan maravilloso. No tenía explicación. Sólo va¬rios meses más tarde, estando de vuelta en Misselthwaite, recordaría ese momento al descubrir por casualidad que ese mismo día Colin, al entrar en el jardín secreto, había gritado: "Viviré por siempre jamás".

Archibald Craven conservó esta calma singular du¬rante toda la jornada; pero, desgraciadamente, al día siguiente de nuevo lo sobrecogieron sus obscuros pen-samientos. Sin embargo, por extraño que parezca, hubo minutos y hasta medias horas en que, sin que se diera cuenta, lo abandonaba su pesimismo y volvía a "vivir".

Cuando el dorado verano se transformó en otoño, se dirigió al lago Como, en donde, por fin, pudo soñar. Pasaba los días frente al azul cristalino del lago o camina-ba hasta que el cansancio lo rendía, por entre el verde follaje de los cerros para así tratar de dormir mejor.

A medida que la paz del lugar cambiaba sus pensa¬mientos, su cuerpo también se fortaleció. Recordó su casa y se preguntó si no era tiempo de volver. Pero desistió al recordar la cara marfileña de su hijo tendido en una cama.

Fue un día maravilloso; caminó hasta tan lejos que al volver a la villa la luna muy alta iluminaba el lago con sombras púrpuras y plateadas. Como el espectáculo era grandioso no entró a la villa, sino que atrajo una silla hasta el borde del agua para respirar el perfume de la noche. Se quedó dormido.

No supo en qué momento empezó a soñar, pero su sueño fue tan real que, al mismo tiempo que escuchaba el chapoteo del agua, oyó con claridad una voz que lo llamaba dulcemente:

–"¡Archie! ¡Archie!".

Tan real fue la voz que creyó que se había levantado bruscamente.

–"¡Lillias! ¡Lillias! –contestó–. ¿Dónde estás?".

–"En el jardín" –resonó la voz como si fuera una flauta dorada–. "En el jardín".

Ahí terminó el sueño, pero él no despertó.

A la mañana siguiente un sirviente le llevó una bande¬ja con varias cartas. Nuevamente a solas, Archibald volvió a quedarse inmóvil reflexionando sobre el sueño. "En el jardín –se dijo pensativo–. Pero la puerta está cerrada y la llave enterrada". Miró las cartas y vio que una de ellas, escrita con una letra de mujer que él no conocía, provenía de Yorkshire. La abrió.

"Estimado señor:

Soy Susan Sowerby, la que un día en el páramo se atrevió a interceder por la señorita Mary. Como en aquella ocasión, nuevamente le hablaré con franqueza. ¡Por favor, señor, vuelva

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