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Practicas De Crianza

shantilly23 de Noviembre de 2013

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Prácticas de crianza contemporáneas ¿subjetivantes?

Martes 13 de abril de 2010, por Raquel Ribeiro Toral La crianza como espacio y tiempo de subjetivación

La subjetivación es la posibilidad de que un individuo biológico se conforme como sujeto que se sostienen deseando algo en la vida, pudiendo así darle sentido y vivirla de maneras singulares. Las prácticas de crianza son subjetivantes porque en ellas, el recién nacido establece relaciones afectivas con quienes lo cuidan, que le posibilitan con el tiempo, conformarse como un yo, entendido como el “sí-mismo” de una persona que lo diferencia de otras.[1] En su artículo “Introducción del Narcisismo” (1914), Freud planteó que el deseo de sus padres hacia el bebé les permitirá imaginar como humano a ese individuo biológico, depositando expectativas en él y otorgándole un lugar en la familia como ser sexuado. Al nombrarlo, mirarlo y responder a sus necesidades, le transmitirán y lo insertarán en la cadena humana significante (cultura), inaugurando así la posibilidad de que se despliegue como sujeto en un mundo simbólico.

Esta perspectiva freudiana del proceso de subjetivación, sugiere que al principio se dará una relación de completud con el otro que le proporcionará una imagen corporal, permitiéndole reconocerse como parte de la especie humana. Esta acción psíquica llamada por Freud identificación primaria, es un proceso psicológico mediante el cual el bebé asimila un aspecto, propiedad o atributo de otro y se transforma sobre el modelo de éste, por lo que puede decirse que la identificación es la operación en virtud de la cual se constituye el sujeto humano.[2]

Posteriormente se modificará la relación, cuando el otro le demuestre que además de desearlo a él, desea a otros; lo que le permitirá quebrar la fantasía de completud y asumirse como un ser con carencias. Tal carencia lo llevará a desear lo que le falta, orillándolo a entrar en contacto con la realidad externa, de tal manera que como sujeto deseante pueda desplazarse en la cadena significante cultural. Esto puede verse en el paradigmático juego del Fort/Da analizado por Freud en su escrito “Más allá del principio del placer” (1920: 14-17). Se trataba de un niño de año y medio, quien lejos de llorar cuando su madre se ausentaba por horas, jugaba a arrojar lejos de sí ciertos juguetes para luego aparecerlos, mientras pronunciaba Se fue/Aquí está. Ello evidenciaba ciertos logros culturales del niño como su renuncia pulsional de admitir sin protestas la partida de la madre; su capacidad de procesar psíquicamente la situación al recrearla en el juego y manejarla a su antojo (jugando incluso a que él era quien desaparecía ante su madre); así como su posibilidad de nombrar la experiencia vivida. Ese juego significante dio lugar a un sujeto en falta, deseante, creador y lingüístico.

Con este aumento en la importancia de la realidad exterior en el psiquismo, se instituirán funciones como la atención, el registro, la memoria, el pensar (no inconciente) y el juicio, lo cual permitirá que la descarga motriz se mude en acción, tal como lo explica Freud en “Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico” (1911). Viene al caso profundizar en la función del enjuiciar, la cual –según la desarrolla Freud en “La Negación” (1925)- se trata de atribuir o desatribuir una propiedad a una cosa, y admitir o impugnar la existencia de una representación en la realidad. Para ello son necesarios dos referentes que permitan al pensar volver a hacer presente algo que una vez fue percibido, reproduciéndolo en la representación sin necesidad de que el objeto siga estando afuera. A partir de aquí se construyen las oposiciones entre afuera-adentro y subjetivo-objetivo, y entonces el juzgar puede poner fin a la dilación que significa el pensar y conduce al infante a actuar. De manera que el juicio, al permitirle establecer sus relaciones con el mundo y con los otros, traza el camino para que pueda darle significación a su vida y asumir un lugar en el mundo.

En este sentido, tenderá a reprimir aquellos deseos y acciones no permitidos culturalmente; debido a ello, las antiguas investiduras libidinales hacia sus padres, serán sustituidas por una identificación secundaria con ellos[3], lo que formará el núcleo de un ideal del yo, con el cual medirá su yo actual para actuar en concordancia. A este ideal del yo, que comenzó a formarse por la influencia crítica de los padres, se le sumarán con el tiempo, la identificación con los educadores, los prójimos, la opinión pública y la crítica de la sociedad; por lo que diríamos que se trata del ideal común de una familia, de un estamento, de una nación (Freud, 1914: 96-98). Sin embargo, lo reprimido retornará en la cotidianidad de su vida manifestándose en sueños, lapsus, síntomas, actos fallidos, mostrando justamente en esos actos al ser que las porta: un ser sexuado, neurótico, en falta, en síntesis, un ser humano.[4]

El contexto de la crianza contemporánea.

Ahora bien, las prácticas de crianza subjetivan de determinada manera, según las condiciones de posibilidad que brinda su cultura. Durante la sociedad disciplinaria, por ejemplo, la finalidad de la crianza era educar a los niños para hacer de ellos sujetos razonables, morales y disciplinados que se insertaran dócilmente a una sociedad del trabajo[5]. Siguiendo esta idea, cabría pensar que la crianza contemporánea subjetivaría de una manera particular. Sin embargo, una mirada analítica al contexto en que acontecen las prácticas actuales, me permitirá poner a discusión las dificultades de subjetivación que conllevan.

A inicios del siglo XXI, vivimos en un sistema de libre mercado, que según sus ideólogos, está autorregulado por fuerzas anónimas de oferta y demanda, por lo que en los individuos ya no tiene cabida el juicio personal ni la responsabilidad ética para guiar sus decisiones financieras ni de ningún tipo. En efecto, tal como argumentaban Adam Smith y Frederik Hayek[6], el libre mercado funcionaría mejor cuanto menos pensaran sus integrantes, porque establecer juicios perturbaría el estado de ánimo de los humanos tornándolos infelices y ello desordenaría al sistema. Por eso, más que establecer juicios, los individuos alcanzarían la felicidad si actuaran guiados por una ley del menor esfuerzo que los conduciría a responder a los estímulos emitidos por el sistema.

De ahí que hoy en día enjuiciar es considerado un acto de locos, desviados de la norma, como lo muestra Casanova (1990: 136-137) en su crítica a los manuales diagnósticos psiquiátricos, los cuales en su afán de clasificar toda desviación mental, consideran que sólo sería normal aquel que nunca pensara. En contraparte, el sistema pretende otorgarnos la felicidad mediante un control farmacológico que impida pensar en un su penar a aquellos a quienes le son dados y a aquellos que los dan. Tal es el caso de la pastilla Motivare y los recientes experimentos sobre reprogramación biotecnológica de nuestros cerebros. Este sistema, que pretende insertar a los humanos en él como piezas de engranaje para no obstaculizar la libre circulación de las mercancías, sosteniéndose en el control científico de la vida y de la cultura, ha sido llamado Biopolítico por Michael Foucault[8]. Según el autor, este biopoder o poder sobre la vida, se originó en los siglos XV y XVI, ligado a la incipiente ciencia moderna que por entonces aumentó la producción agrícola, la abundancia monetaria y por ende, la expansión demográfica. Como consecuencia, surgió una discusión política acerca del fundamento del Estado, imponiéndose –con el paso del tiempo- la idea de que éste no se fundamenta en reglas trascendentales (Dios, ideales filosóficos o morales) ni en representaciones jurídicas (territorio, soberanía) sino por la población que lo integra y la racionalidad para administrarla. Este pasaje del Estado de Justicia al Estado Administrativo, que consideró a la población como el fin e instrumento del gobierno, dio inicio a una sociedad controlada por dispositivos de seguridad, la que a partir del siglo XVIII tomó a su cargo la vida de los hombres como meros cuerpos vivientes. (Foucault, 1977-1978).

Ello fue posible, en parte, porque la ciencia favoreció el desarrollo de biosaberes -disciplinas como la pedagogía y fisiología-, que desde el siglo XVII estudiaban el cuerpo como máquina: su educación, el aumento de sus aptitudes, el arrancamiento de sus fuerzas, el crecimiento paralelo de su utilidad y su docilidad, su integración en sistemas de control eficaces y económicos. A partir del siglo XVIII, ciencias como la demografía y estadística, centraron sus estudios en el cuerpo-especie como soporte de los procesos biológicos de la población, permitiendo al Estado administrar los nacimientos, la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad. (Foucault, Tomo I, 1976: 168-169).

Esa gran tecnología (biológica e individualizante), permitió al biopoder invadir la vida enteramente, con técnicas diversas para administrar los cuerpos y controlar las poblaciones, posibilitando al capitalismo la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción, un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos, un ajuste entre la acumulación de los hombres y la del capital, la articulación entre el crecimiento de los grupos humanos y la expansión de las fuerzas productivas, así como la repartición diferenciada de las ganancias (Foucault, 1976:171).

Tal proyecto médico-político, organizó la administración de la población en torno a la norma, que le permitió medir, jerarquizar y distribuir lo viviente en un dominio de valor y de utilidad[9]. Actualmente,

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