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Profesorado


Enviado por   •  16 de Octubre de 2014  •  26.797 Palabras (108 Páginas)  •  217 Visitas

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Introducción:

Nacemos con la maldad inyectada. Si esto no se acepta, no hay realidad comprensible.- También nacemos con la Bondad incorporada.-

Freud dice que el niño nace como un perverso polimorfo, que guiado por sus instintos de Vida y de Muerte, comete actos criminales y por la educación de sus padres bienhechores no los realiza (“Los Instintos y sus vicisitudes”).-

Juan Jacobo Rousseau en “Emilio o la Educación”: “El niño nace bueno y la Sociedad lo corrompe”.

Y para terciar Aristóteles expresa “no nace ni bueno ni malo, ni lo uno ni lo otro. Actúa según sus circunstancias”.

La Etología, “teoría de los Instintos” nos da la respuesta.-

Y es Konrad Lorenz, Premio Nobel de Medicina y de Histología (1973): que en su libro “Los ocho pecados mortales de la Humanidad” expresa que la mayor esperanza para mejorar o salvar la humanidad radica en seguir el consejo hebraico de buscar pareja en base a la bondad del alma, no a la belleza exterior o a las enfermedades del dinero o el status social.-

“Como si una orquesta compuesta por músicos del MAL interpretase su réquiem en la oscuridad. Cada fogonazo era un tono que se convertía en mortal proyectil”

Profundidades (Henning Mankell, Suecia, 2007)

1

Edgardo Alter dejó atrás la puerta de su casa, ubicada en un barrio de los alrededores de la gran ciudad, y comenzó a caminar por la vereda donde todavía se conservaban algunos plátanos que ponían una nota de verdor en las paredes y baldosas.

Si veían balcones casi a ras de la calle y de este modo el interior de las casas se abría inocentemente a la mirada distraída de los vecinos o de algún ocasional transeúnte que pasaba por el barrio sin intenciones aviesas.

A veces las puertas quedaban entornadas cuando la dueña o algunos integrantes de la familia salían a hacer una compra.

Los vecinos del barrio eran casi siempre amigos entre sí. O en todo caso, antiguos conocidos que pasaron a formar parte del entorno cotidiano y habitual.

Es que en los tiempos en que se habían construido aquellas casas no existía ningún peligro latente. Un aroma de plantas y flores llegaba hasta el que acertara a pasar por allí. Todas tenían un fondo donde se cultivaban flores y a veces, incluso, verduras. Y otras, hasta habían instalado un gallinero.

Algunos balcones tenían macetas antiguas de pesado barro cocido que daban abrigo y humedad a glicinas, malvones y jazmines, cuya tierra reseca en esa época del año, esperaba con ansias la próxima lluvia para recibir a la primavera con la alegría que correspondía. No existían los cerramientos ni los enrejados.

Un escalofrío de añoranza recorrió el cuerpo esmirriado de Edgardo, sin poder evitarlo, pero después procuró esbozar una sonrisa, más bien con un algo de resignación y un mucho de nostalgia por su querido barrio. Y trató de que esos recuerdos no se les mezclaran con otras evocaciones sufrientes de su niñez.

No. Definitivamente. Su barrio también debía formar parte de un presente para que el rencor no pueda destruir el regocijo del reencuentro con la cotidianidad inocente de sus años jóvenes.

Si bien eran pocas las vivencias felices de su niñez, no quería perderlas, necesitaba rescatarlas. Eran como tramos de una existencia en la que habían abundado las espesas sombras y escaseado los días de sol. Cuando pensaba en esa época se decía, sin embargo, que una niñez como la suya, era más o menos común en aquel tiempo…

¿Lo había sido realmente o así lo necesitaba creer?

Alter pensaba en sus amigos del barrio, en aquel entonces, la mayoría eran sus compañeros de colegio.

¿Cómo era el ambiente de las otras casas? ¿Cómo eran las familias de esos chicos con quienes solía jugar a la pelota en la calle? ¿Percibía la diferencia con su hogar cuando sus amigos lo invitaban?

Sí. No se equivocaba. Reverberaba en su mente el clima familiar que se vivía en otras casas, de puertas para adentro, donde todo era tranquilo, relajado… Las madres parecían tener siempre tiempo, a pesar del trabajo a veces intenso, para sonreír y ofrecerle una palabra amable al amiguito de su hijo.

Y después de jugar un rato a la pelota, el llamado habitual, mientras una madre que no era la suya, desde la puerta se asomaba para anunciar:

-¡A tomar la leche!

Y la entrada en tropel buscando una silla o un banquito alrededor de la mesa con mantel de hule, mientras llegaba la infaltable orden.

-¡A lavarse las manos!

Se servía la leche en tazones sin asa, agregándole dos cucharaditas de Toddy, acompañado con galletitas, o tostadas todavía tibias que se comían con manteca y dulce. ¡Todo un clima de fiesta para Edgardo!

-¡Ah… y los días de lluvia!

Creyó haberlos olvidado, pero son huellas que quedan muy adentro, imposibles de borrar.

En la casa de sus vecinos se hacían tortas fritas ¡un manjar que salía de las manos cariñosas de una madre!

No puedo dejar de hacer comparaciones. Quizás esto no lo había pensado nunca con tanta claridad como ahora, pero en lo profundo de su alma de niño, cuando las sombras se abalanzaban sobre su pequeña existencia y la hacían estremecer, se había preguntado por qué en su casa se vivía un clima distinto…

Y como la respuesta lo angustiaba demasiado, trató de no registrarlo y recurrió al olvido, por lo menos en la superficie de su memoria.

A veces, en aquellas épocas buscaba autoconvencerse que en todos los hogares se vivía de un modo similar, y lo que sucedía en la suya era lo común en todas las casas, donde había momentos buenos y momentos no tan buenos que era necesario sobrellevar…

Simplemente porque así es la vida.

Pero algo en el fondo le gritaba con una voz velada de lágrimas, que era una mentira piadosa para no sufrir.

Y con el correr de los años, cuando intento indagar en su memoria, cuando trató de recuperar algún recuerdo nítido, se encontró con las manos vacías, con el espíritu y la memoria ausentes de notas estimulantes, esperanzadoras.

Todo lo referido a su casa paterna, estuvo teñido de sombras y turbulencias. El ámbito donde transcurrieron los primeros tiempos de su vida, no fue un sitio para apoyarse… para detenerse… para descansar. Era más bien como una estación de paso en la que el tren solo se detiene un momento, el indispensable… antes de seguir viaje, y su casa nunca fue una estación de partida ni de llegada.

Edgardo Alter se crió en un hogar muy mal avenido donde el desapego afectivo acompañó su infancia infeliz y solitaria. Su padre fue un hombre violento y ausente y la madre, una mujer irascible y cíclica. Las travesuras eran castigadas cruelmente. Con impiedad.

De todos los años de su infancia, solo había un recuerdo, un querido recuerdo, profundamente rescatable: el amor de su abuelo.

Con los ojos inundados en lágrimas, tantos años después se dijo que “no era poco”. Muchos chicos en el mundo carecían de afecto y atención, sin poder aferrarse y conservar mínimos momentos de amor.

Lo cierto es que todas esas remembranzas estaban tatuadas en su memoria con caracteres indelebles. Y aunque no fue una infancia que pudiera llamarse envidiable, hubiera dado toda su vida actual por recuperar un solo minuto junto a su abuelo; porque en la adultez de sus años comprendió que un solo instante de felicidad se convierte en un tesoro inmensurable. La felicidad a veces dura lo mismo que una estrella fugaz… ¡solo hay que gozarla!

Y es que hubo un antes y un después en su infancia.

No cabía duda que el barrio fue parte de ese entorno y se constituyó desde su nacimiento hasta su adolescencia en el único escenario donde disfrutó, por ejemplo, del carrito del lechero que transitaba y se detenía en cada casa haciendo tintinear el tachito de latón donde se medía hasta arriba, hasta el mismo borde, el litro de leche blanca y espumosa que hacía agua la boca.

Sin duda, era todo un ritual el paso del carro del lechero, con su sonido característico que aún desde lejos, podía distinguirse y entonces, salían a recibirlo con los frascos de vidrio, prestos para ser llamados un momento después.

A Edgardo le gustaba mirar, especialmente, con su andar cansino y dócil. Quién sabe por qué se sentía en cierto modo identificado viendo cómo cumplían su deber diariamente, sin quejas ni reproches, habituados a las riendas de su patrón que le indicaban el camino. Aprendió dónde debía detenerse, cuándo seguir avanzando… en qué momento se terminaba su jornada de reparto.

Alter supo que el potrillo del carro lechero se llamaba Tordillo y nunca dejó de sorprenderse al comprobar que ni siquiera era necesario ajustarle las riendas sobre su lomo brillante de sudor en verano, mientras que en invierno lo cubría con una manta de lana para protegerlo del frio.

Con el tiempo, se preguntó, si realmente se llamaba Tordillo y no era ésa otra de sus ocurrencias, sino que él le inventó el nombre porque su presencia cotidiana le traía alegría a sus días.

Edgardo Alter tuvo una infancia taciturna y esta circunstancia lo llevó a inventar amigos imaginarios para compensar el desasosiego proveniente de su soledad.

Edgardo Alter aprendió de los otros, que era posible vivir en un mundo tranquilo, con gente que se apreciaba y cuyas penas compartían, unidos por la amistad.

Lamentablemente admitió que esas no eran las enseñanzas recibidas de sus padres y que en su hogar no hubo

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