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SEÑORITA VON R


Enviado por   •  12 de Septiembre de 2013  •  1.657 Palabras (7 Páginas)  •  278 Visitas

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n el otoño de 1892, un colega de mi amistad me pidió que examinase a una joven dama que desde hacía más de dos años padecía de dolores en las piernas y caminaba mal. -Agregó a su solicitud que consideraba el caso como una histeria, aunque no se hallara en él nada de los signos habituales de la neurosis. Conocía un poco a la familia y sabía que en los últimos años se habían abatido sobre ella muchas desdichas y muy pocas cosas alegres le pasaban. Primero había muerto el padre de la paciente; luego su madre debió someterse a una seria operación de los ojos, y poco después una hermana casada sucumbió, tras un parto, a una vieja dolencia cardíaca. En todas esas penas y todo ese cuidar enfermos nuestra paciente había tenido la mayor participación. No avancé mucho más en el entendimiento del caso después que hube visto por primera vez a esta señorita de veinticuatro años. Parecía inteligente y psíquicamente normal, y sobrellevaba con espíritu alegre su padecer, que le enervaba todo trato y todo goce; lo sobrellevaba' con la «belle indifférence» de los histéricos (1), no pude menos que pensar yo. Caminaba con la parte superior del cuerpo inclinada hacia adelante, pero sin apoyo; su andar no respondía a ninguna de las maneras de hacerlo conocidas por la patología, y por otra parte ni siquiera era llamativamente torpe. Sólo que ella se quejaba de grandes dolores al caminar, y de una fatiga que le sobrevenía muy rápido al hacerlo y al estar de pie; al poco rato buscaba una postura de reposo en que los dolores eran menores, pero en modo alguno estaban ausentes. El dolor era de naturaleza imprecisa; uno podía sacar tal vez en limpio: era una fatiga dolorosa. Una zona bastante grande, mal deslindada, de la cara anterior del muslo derecho era indicada como el foco de los dolores, de donde ellos partían con la mayor frecuencia y alcanzaban su máxima intensidad. Empero, la piel y la musculatura eran ahí particularmente sensibles a la presión y el pellizco; la punción con agujas se recibía de manera más bien indiferente. Esta misma hiperalgesia de la piel y de los músculos no se registraba sólo en ese lugar, sino en casi todo el ámbito de ambas piernas. Quizá los músculos eran más sensibles que la piel al dolor; inequívocamente, las dos clases de sensibilidad dolorosa se encontraban más acusadas en los muslos. No podía decirse que la fuerza motriz de las piernas fuera escasa; los reflejos eran de mediana intensidad, y faltaba cualquier otro síntoma, de suerte que no se ofrecía ningún asidero para suponer una afección orgánica más seria. La dolencia se había desarrollado poco a poco desde hacía dos años, y era de intensidad variable. No me resultaba fácil llegar a un diagnóstico, pero fui del mismo parecer que mi colega, por dos razones. En primer lugar, era llamativo cuán imprecisas sonaban todas las indicaciones de la enferma, de gran inteligencia sin embargo, acerca de los caracteres de sus dolores. Un enfermo que padezca de dolores orgánicos, si no sufre de los nervios {ner vós} además de esos dolores, los describirá con precisión y tranquilidad: por ejemplo, dirá que son lacerantes, le sobrevienen con ciertos intervalos, se extienden de esta a estotra parte, y que, en su opinión, los, provoca tal o cual influjo. El neurasténico (2) que describe sus dolores impresiona como si estuviera ocupado con un difícil trabajo intelectual, muy superior a sus fuerzas. La expresión de su rostro es tensa y como deformada por el imperio de un afecto penoso; su voz se vuelve chillona, lucha para encontrar las palabras, rechaza cada definición que el médico le propone para sus dolores, aunque más tarde ella resulte indudablemente la adecuada; es evidente, opina que el lenguaje es demasiado pobre para prestarle palabras a sus sensaciones, y estas mismas son algo único, algo novedoso que uno no podría describir de manera exhaustiva, y por eso no cesa de ir añadiendo nuevos y nuevos detalles; cuando se ve precisado a interrumpirlos, seguramente lo domina la impresión de no haber logrado hacerse entender por el médico. Esto se debe a que sus dolores han atraído su atención íntegra. En la señorita Von R. se tenía la conducta contrapuesta, y, dado que atribuía empero bastante valor a los dolores, era preciso inferir que su atención estaba demorada en algo otro -probablemente en pensamientos y sensaciones que se entramaban con los dolores-. Pero más determinante todavía para la concepción de esos dolores era por fuerza un segundo aspecto. Cuando en un enfermo orgánico o en un neurasténico se estimula un lugar doloroso, su fisonomía muestra la expresión, inconfundible, del desasosiego o el dolor físico; además el enfermo se sobresalta, se sustrae del examen, se defiende. Pero cuando en la señorita Von R. se pellizcaba u oprimía la piel y la musculatura hiperálgicas de la pierna, su rostro cobraba una peculiar expresión, más de placer que de dolor; lanzaba unos chillidos -yo no podía menos que pensar: como a raíz de unas voluptuosas cosquillas-, su rostro enrojecía, echaba la cabeza hacia atrás, cerraba los ojos, su tronco

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