Constitucion Dogmatica Dei Verbum Sobre La Divina Revelación
HvR133723 de Octubre de 2011
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CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA
DEI VERBUM
sobre la Divina Revelación
SACROSANTO CONCILIO ECUMENICO
VATICANO SEGUNDO
PABLO OBISPO
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
JUNTO CON LOS PADRES DEL SACROSANTO CONCILIO
PARA PERPETUA MEMORIA
PROEMIO
1. El Santo Concilio, escuchando religiosamente la palabra de Dios y
proclamándola con confianza, hace suya la frase de S. Juan, que dice: "Os
anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que
hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también
en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra sea con el Padre y con su
Hijo Jesucristo" (1 Jn., 1, 2-3). Por tanto, siguiendo las huellas de los Concilios
Tridentino y Vaticano I, se propone exponer la doctrina genuina sobre la divina
revelación y sobre su transmisión, para que todo el mundo, oyendo, crea el
anuncio de salvación; creyendo, espere; y esperando, ame[1].
CAPÍTULO I: LA REVELACIÓN EN SÍ MISMA
Naturaleza y objeto de la Revelación
2. Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el
misterio de su voluntad (cf. Ef., 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de
Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen
consortes de la naturaleza divina (cf. Ef., 2, 18; 1 Pe., 1, 4). Así, pues, por esta
revelación Dios invisible (cf. Col., 1, 15; 1 Tim., 1, 17), movido por su gran amor,
habla a los hombres como amigos (cf. Ex., 33, 11; Jn., 15, 14-15) y trata con ellos
(cf. Bar., 3, 38), para invitarlos y recibirlos a la comunión con El. Este plan de la
revelación se realiza con palabras y hechos intrínsecamente conexos entre sí, de
modo que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y
confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por
su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas. Pero la
verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta
por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la
revelación[2].
Preparación de la revelación evangélica
3. Dios, creando (cf. Jn., 1, 3) y conservándolo todo por su Verbo, da a los
hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas (cf. Rom., 1, 19-20), y,
queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además,
personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio. Después de su
caída les animó a la esperanza de la salvación (cf. Gén., 3, 15) con la promesa de
la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna
a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras (cf.
Rom., 2, 6-7). A su tiempo llamó a Abraham para hacerlo padre de un gran pueblo
(cf. Gén., 12, 2-3), al que después de los Patriarcas instruyó por Moisés y por los
Profetas para que lo reconocieran Dios único, vivo y verdadero, Padre providente
y justo juez, y para que esperaran al Salvador prometido, y de esta forma, a través
de los siglos, fue preparando el camino del Evangelio.
Cristo, culmen de la revelación
4. Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los
Profetas, "últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo" (Heb., 1, 1-2), pues
envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para
que viviera entre ellos y les manifestara los secretos de Dios (cf. Jn., 1, 1-18);
Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, "hombre enviado a los hombres"[3], "habla
palabras de Dios" (Jn., 3, 34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre
le confió (cf. Jn., 5, 36; 17, 4). Por tanto, Jesucristo -ver al cual es ver al Padre (cf.
Jn., 14, 9),- con toda su presencia y manifestación de sí mismo, con sus palabras
y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa
de entre los muertos, con el envío, finalmente, del Espíritu de verdad, completa
la revelación y confirma con testimonio divino que Dios está con nosotros para
librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna.
La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva nunca pasará,
y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa
manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tim., 6, 14; Tit., 2, 13).
La revelación hay que recibirla con fe
5. Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe" (Rom., 16, 26;
cf. Rom., 1, 5; 2 Cor., 10, 5-6), por la que el hombre se entrega libre y totalmente
a Dios, prestando "a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la
voluntad"[4] y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El. Para
profesar esta fe necesitamos la gracia de Dios que previene y ayuda, y los auxilios
internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre
los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad"[5]
. Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu
Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones.
Las verdades reveladas
6. Mediante la revelación divina quiso Dios manifestarse a sí mismo y manifestar
los eternos decretos de su voluntad acerca de la salvación de los hombres, "para
comunicarles los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la
inteligencia humana"[6].
Confiesa el Santo Concilio "que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser
conocido con seguridad por la luz natural de la razón humana, partiendo de las
criaturas" (cf. Rom., 1, 20); pero enseña que hay que atribuir a su revelación "el
que todos, aun en la presente condición del género humano, puedan conocer
fácilmente, con firme certeza y sin ningún error, las cosas divinas que por su
naturaleza no son inaccesibles a la razón humana"[7].
CAPÍTULO II TRANSMISION DE LA REVELACION DIVINA
Los Apóstoles y sus sucesores, heraldos del Evangelio
7. Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación
de todos los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo
a todas las generaciones. Por eso, Cristo Señor, en quien se consuma la
revelación total de Dios altísimo (cf. 2 Cor., 1, 30; 3, 16; 4, 6), mandó a los
Apóstoles, comunicándoles los dones divinos, que el Evangelio, que prometido
antes por los Profetas, El completó y promulgó con su propia boca, lo predicaran a
todos los hombres[8] como fuente de toda verdad salvadora y de toda ordenación
de las costumbres. Esto lo realizaron fielmente tanto los Apóstoles, que en la
predicación oral transmitieron con ejemplos e instituciones lo que habían recibido
por la palabra, por la convivencia y por las obras de Cristo, o habían aprendido
por la inspiración del Espíritu Santo, como los Apóstoles y varones apostólicos
que, bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo, escribieron el mensaje de la
salvación[9].
Mas, para que el Evangelio se conservara constantemente íntegro y
vivo en la Iglesia, los Apóstoles dejaron como sucesores suyos a los
Obispos, "entregándoles su propio cargo de magisterio"[10]. Por consiguiente,
esta sagrada Tradición y la Sagrada Escritura de ambos Testamentos son como
un espejo en que la Iglesia peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien todo
lo recibe, hasta que le sea concedido el verlo cara a cara, tal como es (cf. 1 Jn., 3,
2).
La sagrada Tradición
8. Así, pues, la predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial
en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una
sucesión continua. De ahí que los Apóstoles, comunicando lo que ellos mismos
han recibido, amonestan a los fieles que conserven las tradiciones que han
aprendido o de palabra o por escrito (cf. 2 Tes., 2, 15), y que combatan por la
fe que se les ha dado una vez para siempre (cf. Jud., 3)[11]. Ahora bien, lo que
enseñaron los Apóstoles encierra todo lo necesario para que el Pueblo de Dios
viva santamente y aumente su fe, y de esta forma la Iglesia, en su doctrina, en su
vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella
es, todo lo que cree.
Esta Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la
asistencia del Espíritu Santo[12]: puesto que va creciendo en la comprensión
de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio
de los creyentes, que las meditan en su corazón (cf. Lc., 2, 19 y 51), ya por la
percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio
de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la
verdad. Es decir, la Iglesia, en el decurso
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