El Milagro Mas Grande De Mundo
jennyvargas880427 de Marzo de 2014
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EL
MILAGRO
MÁS GRANDE
DEL MUNDO
OG MANDINO
Este libro fue pasado a formato Word para facilitar la difusión, y con el propósito de que así
como usted lo recibió lo pueda hacer llegar a alguien más. HERNÁN
Para descargar de Internet: Biblioteca Nueva Era
Rosario - Argentina
FWD: www.promineo.gq.nu
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CAPÍTULO 1
¿La primera vez que le vi?
Estaba, él, alimentando a las palomas.
Este sencillo acto de caridad no es por sí mismo un espectáculo poco común. Cualquier persona puede
encontrar ancianos que parecen necesitar una buena comida, arrojando migajas a los pájaros en los muelles de
San Francisco, en la Plaza de Boston, en las aceras de Time Square, y en todos los sitios de interés del mundo
entero.
Pero este viejo lo hacía durante la peor parte de una brutal tormenta de nieve que, de acuerdo con la estación de
noticias de la radio de mi auto, ya había derribado el récord anterior con veintiséis pulgadas de miseria blanca en
Chicago y sus alrededores.
Con las ruedas traseras de mi auto girando había logrado finalmente subir la leve inclinación de la acera hacia la
entrada del estacionamiento, que está una calle más allá de mi oficina, cuando me percaté por primera vez de su
presencia. Se encontraba de pie bajo el monstruoso fluir de la nieve sin prestar atención a los elementos,
mientras sacaba de una bolsa de papel café lo que parecía ser migajas de pan, echándoselas a un grupo de
pájaros que revoloteaban y descendían alrededor de los pliegues de su capote que casi le llegaba a los tobillos.
Lo observé por entre las barridas metronómicas de los sibilantes limpiadores mientras descansaba la barbilla en
el volante, tratando de producir la suficiente fuerza de voluntad para abrir la portezuela de mi auto, salir a la
ventisca y caminar hacia la puerta del estacionamiento. Me recordó aquellas estatuas de San Francisco para
jardines que pueden verse en las tiendas de plantas. La nieve casi cubría completamente su cabello, que le
llegaba hasta los hombros y le había salpicado la barba. Algunos copos se habían adherido a sus espesas cejas
acentuando más sus pómulos salientes. Alrededor de su cuello, había una correa de cuero de la cual pendía una
cruz de madera que oscilaba, mientras repartía pequeñas partículas de pan. Atado a su muñeca izquierda había
un pedazo de cuerda que se dirigía hacia abajo en donde se enrollaba en el cuello de un viejo basset cuyas orejas
se hundían profundamente en la acumulación de blancura que había estado cayendo desde ayer en la tarde.
Mientras observaba al viejo, su cara se iluminó con una sonrisa y empezó a platicar con los pájaros. En silencio
sacudí compasivamente la cabeza y así la manija de la puerta.
El recorrido de cincuenta y ocho kilómetros de mi casa a la oficina había requerido tres horas, medio tanque, de
gasolina y casi toda mi paciencia. Mi fiel 240-Z, con la trasmisión emitiendo una constante y monótona queja en
primera velocidad, corrió a través de un terreno irregular rebasando un sinnúmero de camiones y autos
descompuestos a lo largo de Willow Road, Edens ExpressWay, Touhy Avenue, Ridge, la parte este de Devon y la
intersección de Broadway hasta el estacionamiento de la calle Winthrop.
Había sido una locura de mi parte hacer el intento de llegar al trabajo esa mañana. Pero, durante las tres últimas
semanas había estado viajando por Estados Unidos promoviendo mi libro, El vendedor más grande del mundo, y
después de haber dado cuarenta y nueve audiencias, para radio y televisión, además de dos docenas de
entrevistas para los periódicos, en donde dije que la perseverancia era uno de los secretos más importantes del
éxito, no me quise dejar vencer ni siquiera por esa bruja enojada que es la madre naturaleza.
Más aún, había una junta de directores programada para el próximo viernes. Como presidente de la revista
Success Unlimited necesitaba, este lunes y todos los demás días de la semana, para revisar lo realizado el año
anterior y los proyectos para el próximo con cada uno de los jefes de departamento. Quería estar preparado,
como siempre lo he estado, para contestar cualquier pregunta inesperada que se me hiciera una vez que estuviera
de pie ante la cabecera de esa enorme mesa de la sala de juntas.
El estacionamiento, que se encontraba en el centro de un vecindario ruinoso, cambiaba su carácter dos veces
cada veinticuatro horas. Durante la noche era ocupado por vehículos que podrían ser vendidos como chatarra, por
cualquier digno negociante de carros usados. Estos autos pertenecían a los moradores de los apartamentos
locales que no habían podido encontrar lugar en la estrecha calle que dividía los edificios llenos de hollín.
Después, cada mañana, todos partían en un éxodo masivo hacia las fábricas locales y suburbanas, y el lote se
llenaba de Mercedes, Cadillacs, Corvettes y BMW al venir, procedentes de los suburbios hacia la ciudad,
abogados, doctores y estudiantes de la Universidad Loyola, cada quien a lo suyo.
En cualquier otra época del año el lote era una mancha despreciable, una bofetada para todos los residentes de
la zona. Durante todo el tiempo que he dejado mi auto en ese lugar he visto a sus propietarios hacer toda clase de
intentos para quitar basura, aburridos periódicos, latas y botellas de vino vacías que se acumulan en sus propios
montones de enfermedad contra la barda de cadena oxidada. La única razón por la que el estacionamiento ha
sobrevivido es que no había otro lugar en donde dejar los automóviles, en un perímetro de diez cuadras.
Hoy, sin embargo, con los pecados enterrados debajo de casi un metro de nieve, el lote me recordó un tramo de
la playa Pacific Grove, de California, aun a pesar de sus montes blancos que habían sido automóviles hasta ayer.
En apariencia, los habitantes locales no habían salido esta mañana. Probablemente habían observado sus autos
enterrados, que ahora estaban convertidos en iglúes, y, o se habían ido en autobús o habían regresado a la
cama.
La entrada al estacionamiento estaba flanqueada por dos postes de concreto, con una distancia aproximada de
tres metros, sobre los cuales descansaba una barra de hierro hueco. Para entrar al lote y estacionarse, se
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depositaban cincuenta centavos en la ranura de una caja metálica blanca desportillada, se esperaba a que la
barra se elevara después de ser movida electrónicamente por las monedas, y entonces se conducía hacia el
interior. Para salir, se necesitaban otras dos monedas de veinticinco centavos cada una... a menos que se
poseyera una llave especial que podía rentarse mediante veinte dólares al mes. Las llaves se introducían en una
caja amarilla especial para activar la barra, tanto para entrar como para salir.
Cuando dejé de observar al samaritano que alimentaba a los pájaros, encontré mi llave de la barra en el
compartimiento para guantes, empujé la nieve acumulada que sobrepasaba considerablemente la parte inferior de
la puerta del auto, y me erguí cuidadosamente en el exterior. De inmediato me percaté de la incompetencia de un
hombre maduro tan tonto como para usar zapatos de goma en un día como este.
El viejo dejó de alimentar a los animales durante un lapso suficiente como para voltear a verme y saludar. El
perro ladró una vez y después fue callado por medio de unas palabras ininteligibles de su amo. Incliné la cabeza
hacia él e intenté una débil sonrisa. Mi "buenos días" sonó extraño y apagado por la interferente nieve.
Su respuesta, en la voz más profunda que jamás haya oído, pareció reverberar en los edificios de alrededor. Una
vez, Cuando Danny Thomas conoció al comentarista de radio, Paul Harvey, dijo:
-Es mejor que usted sea Dios porque suena igual que Él.
Esta voz hizo que mi amigo Paul sonara como la de un tímido niño de coro.
-¡Le saludo en un bello día como éste!
No tenía ni la fuerza ni el deseo de contradecir sus palabras. Viré la llave dentro de la caja amarilla hasta que
escuché que se activaba el mecanismo, y entonces, medio patinando, medio caminando, regresé al auto. Detrás
de mi, como había escuchado que respondía durante varios miles de mañanas, la barra crujió mientras se elevaba
para dejarme entrar.
Pero... no bien estaba dentro del auto, listo para cambiar a "maneje" y empezar a meterme al lote a través de la
nieve, cuando con un fuerte sonido metálico la barra descendió hasta su posición horizontal original.
Suspiré frustrado, cambié nuevamente la velocidad, volví a abrir la portezuela del auto, me paré en la fría nieve,
llegué hasta la caja amarilla y le di la vuelta a la llave. La barra se elevó una vez más, apuntó hacia el cielo lleno
de nieve, y volvió a caer. ¡Bong! Giré nuevamente la llave con impaciencia, casi hasta romperla. Lo mismo. ¿Sería
un corto en los cables debido a la humedad? ¡Qué más da! no había forma de que metiera mi auto en el
estacionamiento. Y si lo dejaba en la calle era seguro que se lo llevarían. Me quedé allí con la nieve hasta las
rodillas,
...