Destruid al tirano
yeredere30 de Mayo de 2014
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1. Destruid al tirano
El paulatino incremento de su poder y la progresiva extensión de su fama rivalizaban con el grado de las penas y la severidad del castigo que mi imaginación hubiera deseado infligirle. Así, en los primeros tiempos, me habría conformado con una derrota electoral, con un enfriamiento del entusiasmo que provocaba en las masas. Un poco más tarde, yo ya requería su encarcelación; pasado el tiempo, su exilio a alguna isla desierta y llana con una sola palmera, que, como un asterisco negro, hiciera referencia directa al abismo de un infierno eterno hecho de soledad, de desgracia y de impotencia. En el momento actual, finalmente, nada salvo su muerte me satisfaría plenamente.
Como en las gráficas que demuestran visualmente su encumbramiento, indicando el número de sus seguidores mediante el aumento gradual de una pequeña figura que se va haciendo cada vez más grande y luego enorme, mi odio hacia él, de brazos cruzados como los de sus fotografías, fue asimismo acrecentándose amenazadoramente en el centro del espacio de mi alma, hasta casi llenarla por completo, dejando libre tan sólo una estrecha franja de luz en su circunferencia externa (que más parecía la corona de la locura que el halo del martirio), aunque presiento ya el día en que llegará a producirse en mi alma un eclipse total.
Sus primeros retratos, en los periódicos y en los escaparates así como en los diversos carteles, que también proliferaban ei nuestra patria, bien irrigada de lágrimas y sangre, estaban un poco difuminados: eso era cuando yo todavía albergaba mis dudas acer ca del resultado mortal de mi odio. Un cierto apunte de humani dad, cierta posibilidad de que fracasara, su posible hundimiento quizá una enfermedad, Dios sabe qué, todo ello se vislumbraba débilmente en alguna de aquellas fotografías donde posaba fortui tamente en diferentes formas y actitudes que todavía no se habia estandarizado así como en una mirada vacilante que aún no había encontrado la conocida expresión con la que pasaría a la historia. Poco a poco, sin embargo, su semblante se consolidó: sus mejillas y pómulos, en los retratos oficiales, se vieron cubiertos por un brillo celestial, el óleo oliváceo del afecto público, el barniz de una obra maestra terminada; llegó a ser imposible imaginarse aquella nariz necesitada de un pañuelo, o aquel dedo introduciéndose bajo el labio para sacarse una partícula de comida alojada detrás de un colmillo con caries. La variedad experimental de los primeros retratos dio paso a una uniformidad canonizada que estableció el hoy célebre aspecto glacial, sin brillo, de esos ojos suyos, ni inteligentes ni crueles, y a pesar de todo insoportablemente misteriosos. Estableció asimismo la carnosidad sólida de su barbilla, el bronce de sus mandíbulas, y un rasgo que ya se ha convertido en bien común de todos los caricaturistas del mundo y que casi automáticamente consiguió crear un aire de verosimilitud, una gruesa arruga cruzándole la frente, el sedimento de grasa que no la cicatriz del pensamiento. Me veo obligado a creer que su rostro ha conocido el masaje de todo tipo de bálsamos medicinales, de otra manera no puedo entender su calidad metálica, porque en tiempos lo conocí, cuando era un rostro hinchado, enfermizo, mal afeitado, hasta el punto de que se oía el roce de los pelos contra el sucio almidón del cuello de la camisa cuando volvía la cabeza. Y las gafas, ¿qué ha pasado con las gafas que llevaba cuando era joven?
2.
No sólo no me ha fascinado nunca la política, sino que apenas he leído un solo editorial, ni siquiera un breve informe de algún congreso del partido. Los problemas sociológicos nunca me han intrigado, y hasta el día de hoy no me puedo imaginar tomando parte en una conspiración o sencillamente sentado en una habitación llena de humo entre gente seria, tensa, preocupada por la política, que discute métodos de lucha a la luz de los últimos acontecimientos. No me importa en absoluto el bienestar de la humanidad, y no sólo no creo que ninguna mayoría tenga automáticamente la razón, sino que tiendo a reconsiderar la cuestión de si es conveniente luchar por un estado de cosas en el que cada persona se vea literalmente alimentada a medias y educada también a medias. Sé además que mi madre patria, esclavizada por él en este momento, está destinada, en un futuro distante, a sufrir muchas otras convulsiones independientemente de cualquier acto que realice este tirano. Sin embargo, hay que matarlo.
3.
Cuando los dioses solían asumir forma humana y, vestidos con ropajes de tonos violeta, con pasos recatados y enérgicos de sus pies musculosos calzados en sandalias que nunca habían conocido el polvo, se aparecían a los campesinos o a los pastores de las montañas, no veían con ello disminuir su divinidad; al contrario, el encanto de la humanidad que alentaba en ellos era la más elocuente confirmación de su esencia celestial. Pero cuando un hombrecillo limitado, tosco, poco educado —a primera vista un fanático de tercer orden y en realidad un ser vulgar, taciturno, brutal, de cerebro de asno y preso de una patológica ambición—, cuando semejante hombre se viste con arreos celestiales, uno siente la tentación de pedir excusas a los dioses. Sería inútil que me trataran de convencer de que él no tiene en verdad nada que ver con ello, que lo que le elevó a un trono de hierro y cemento y lo que ahora le mantiene en él es la implacable evolución de oscuras ideas, zoológicas, zoocráticas que se han apoderado de la imaginación de mi madre patria. Una idea tan sólo selecciona el mango, el hombre es libre para completar la hoja —y para utilizarla.
Por eso, permitidme que repita de nuevo que no sirvo para distinguir lo que es bueno o malo para un estado, ni tampoco por qué la sangre mana del mismo como el agua de un ganso. Entre todas las cosas y todos los hombres sólo hay un individuo que me interese. Él es mi enfermedad, mi obsesión, y al mismo tiempo algo que de alguna manera me pertenece y que me ha sido confiado sólo a mí para que lo juzgue. Desde mi primera infancia, y ya no soy joven, la maldad en la gente siempre me ha parecido particularmente odiosa, insoportable casi hasta asfixiarme, algo que exige el desprecio y la destrucción inmediatas, mientras que, por otra parte, apenas me doy cuenta de lo bueno en la gente, hasta tal punto que siempre me ha parecido la condición normal, indispensable, algo dado e inalienable como, por ejemplo, la posibilidad de respirar es algo que está implícito en el hecho de estar vivos. Con el paso de los años he desarrollado un olfato extremadamente fino para el mal, pero mi actitud hacia el bien ha sufrido un ligero cambio, al irme dando cuenta de que su frecuencia y universalidad, que habían condicionado mi indiferencia, eran en verdad tan poco frecuentes y universales que no podía estar seguro de contar con ella en el caso de que tuviera necesidad de la misma. Por esa razón he llevado una vida dura, solitaria, siempre indigente, en viviendas pobres; y sin embargo, siempre he tenido la oscura sensación de que mi verdadero hogar estaba a la vuelta de la esquina, esperándome, y que podía entrar en él tan pronto como hubiera acabado con las mil cuestiones imaginarias que agobiaban mi existencia. Dios mío, ¡cómo detestaba las aburridas mentes cuadriculadas, qué poco justo podía ser con una persona amable en la que había descubierto algo cómico, como la tacañería, o un cierto respeto por los ricos! Y ahora tengo ante mí no sólo una débil solución de maldad, como la que puede encontrarse en cualquier hombre, sino el mayor concentrado preparado del mal, sin diluir, en una probeta inmensa llena hasta el borde y bien sellada.
4.
Transformó mi país asilvestrado y florido en un huerto doméstico donde se cuidan con esmero especial las coles, las remolachas y los nabos; de esta forma, todas las pasiones de la nación se vieron reducidas a la pasión por el nabo más gordo que pueda existir en la buena tierra. Un huerto junto a una fábrica con la inevitable compañía de una locomotora de maniobras en algún lugar cercano; el desesperado y monótono cielo de los alrededores de la ciudad y todo lo que la imaginación asocia con una escena así: una valla, una lata oxidada entre unos matojos, vidrios rotos, excrementos, unas ruidosas moscas negras bajo nuestros pies —ésta es la imagen actual de mi país. La imagen del más extremo abatimiento, aunque debemos puntualizar que en el país se favorece el abatimiento y hay un eslogan que él lanzó (en el cubo de la basura de la estupidez) —«medio país debe ser cultivado, el otro medio asfaltado»—, que repiten los imbéciles como si fuera la expresión suprema de la felicidad humana. Podríamos excusarle hasta cierto punto si nos alimentara con las máximas de pacotilla que en tiempos aprendió leyendo a los sofistas más banales, pero nos alimenta con la broza de aquellas verdades, y lo que se nos exige no es un pensamiento basado sencillamente en una falsa sabiduría, sino en su ruido y en sus escollos. Para mí, sin embargo, tampoco es ése el nudo de la cuestión, ya que es evidente que incluso si esa idea de la que somos esclavos tuviera un origen supremo, exquisito, refrescante y brillante en cada uno de sus matices, la esclavitud seguiría siendo esclavitud mientras la idea nos fuera impuesta. No, el nudo estriba en que, conforme crecía su poder, empecé a darme cuenta de que las obligaciones de los ciudadanos, las amonestaciones, las restricciones, los decretos, y todas las otras formas de presión a las que nos veíamos sometidos empezaban a parecerse cada vez más al hombre mismo, mostrando una relación inequívoca con ciertos trazos
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