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TEORIA DE LA TIR

rdennysc18 de Febrero de 2015

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LA DECISIÓN DE INVERTIR Y LA TEORÍA DE OPCIONES

Seminario sobre "Toma de decisiones en ambientes profesionales" organizado por el Instituto de España Madrid, 16 de noviembre de 2000

La decisión de invertir, según la doctrina clásica, se apoya en dos fundamentos. Por un lado, el análisis financiero de los proyectos de inversión, para detectar su aceptabilidad o su orden de preferencia. Por otro lado, los criterios no necesariamente financieros que, en definitiva, determinan pasar de la "aceptabilidad" a la "aceptación".

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Empezando por lo segundo, hay que señalar que al responsable de la decisión de aceptar, además y antes de comprobar la aceptabilidad demostrada por las cifras, le conviene mucho conocer el talante humano y la calidad profesional del que ha presentado las cifras, teniendo en cuenta que, en estos casos, tan peligrosos pueden ser los excesivamente optimistas o lanzados como los temerosos, siempre dispuestos a huir del riesgo por miedo a equivocarse.

En cuanto al desarrollo del proyecto, supuesto que lo aceptemos, no es menos evidente que el éxito dependerá no tanto de lo que nos diga el análisis de aceptabilidad -con todo lo importante que es esa fase de la decisión- como del tesón, espíritu de trabajo y dedicación del responsable de "sacar adelante" el proyecto, adaptándose con habilidad a los cambios que, sin duda, se producirán a lo largo de la vida del proyecto. De hecho, todos conocemos a personas que sin grandes cálculos sobre la factibilidad de un proyecto, una vez que han "descubierto" la oportunidad de negocio -no se olvide el carácter heurístico de la actividad empresarial- lo han hecho rentable por su empeño en que lo fuera. Por otra parte, un proyecto cuya aceptabilidad financiera ha sido razonablemente demostrada "in abstracto", será sólo realmente aceptable en una empresa determinada, si se trata de una organización bien dirigida, que quiere decir, sobre todo, que en ella se han elegido bien las personas que ocupan los puestos directivos, a fin de que sean capaces de aceptar el reto de hacer rentables los proyectos, aunque siempre haya elementos de incertidumbre, entre otras cosas porque "para esto se les paga".

Una segunda línea de criterios, distintos de los financieros, para aceptar un proyecto de inversión viene dada por consideraciones estratégicas. Es un tema que se presta al debate puesto que nadie ignora -basta, por ejemplo, echar un vistazo a las sedes centrales de las grandes compañías financieras e industriales- que una gran parte de las decisiones de inversión se toman por razones de prestigio, con exclusión del análisis de inversión-beneficio-riesgo, y otra parte no menor se toma por razones de necesidad. Prestigio, necesidad, posicionamiento en el mercado, talla competitiva, son criterios invocados a la hora de tomar las decisiones.

Además, aunque no existan las razones de necesidad, conveniencia o imagen, que acabo de citar, puede ser perfectamente razonable, válido y conveniente tomar decisiones de inversión que financieramente no se justificarían por sí mismas, como lo prueban muchos negocios, en los que actualmente compiten con éxito empresas multidivisionales, y que se iniciaron a través de inversiones en proyectos de los que ya se sabía que, por sí mismos, no iban a ser rentables.

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En cuanto al análisis financiero de los proyectos que, como dije al empezar, es el otro fundamento para tomar la decisión de invertir, la teoría financiera predominante, desde hace muchos años, afirma que el mejor método para ver la aceptabilidad u ordenación de los proyectos de inversión consiste en averiguar el valor actual neto (VAN) de los flujos de caja -desembolsos y reembolsos- asociados al proyecto, a lo largo de un razonable período de programación, descontados al coste de capital, es decir, al coste promedio ponderado de los recursos propios y ajenos, a cualquier plazo, a utilizar por la empresa para la financiación de los proyectos en estudio. Si el VAN es igual a cero, lo que equivale a decir que la tasa interna de rentabilidad (TIR) del flujo analizado es igual al coste de capital utilizado para el descuento, el proyecto es financieramente aceptable, ya que es capaz de satisfacer las demandas contractuales de los suministradores de los recursos de deuda y las expectativas de los suministradores de recursos a riesgo. Si el VAN es negativo, lo que equivale a decir que la TIR es inferior al tipo de descuento, el proyecto es financieramente rechazable. Como se ve, el empleo del VAN o del TIR conducen al mismo resultado en cuanto a la aceptación o rechazo del proyecto. Pero no puede decirse lo mismo en cuanto a la ordenación de los proyectos en orden de preferencia. Si el VAN es positivo, significa que la TIR es superior al coste del capital, pero muy bien puede suceder que la ordenación de los proyectos de mayor a menor VAN, no coincida con la ordenación de los mismos proyectos de mayor a menor TIR; aunque, de manera en la que ahora no puedo detenerme, es fácil explicar la discrepancia y demostrar que, comparados los proyectos dos a dos, la TIR de los flujos diferenciales conduce a la misma ordenación que los VAN.

El método de la TIR es más laborioso, puesto que para decidir si el proyecto es aceptable o no, requiere el cálculo de la TIR para compararla con el coste de capital y, además, puede suceder que, para determinados flujos, dicho cálculo arroje dos o más soluciones, dificultando la comparación con el coste de capital. Todo esto se obvia utilizando el método del VAN, ya que el descuento del flujo al coste de capital dice directamente si el proyecto es aceptable o no. Pero, al margen de estas consideraciones operativas, el propio objetivo financiero de la empresa conduce a concluir que el mejor método para analizar proyectos de inversión, para ponerlos en orden de deseabilidad, es el basado en el VAN. La razón es que si el VAN es positivo, significa que el proyecto, además de satisfacer las exigencias del capital de deuda y cubrir las expectativas de los accionistas, generará un excedente, atribuible exclusivamente a los accionistas, creando, en principio, valor para ellos. Y tanto más valor cuanto mayor sea el VAN, con independencia de que la TIR ordene los proyectos de otra manera.

He dicho, en principio, porque el excedente para los accionistas medido por el VAN debe traducirse, ceteris paribus, en aumento del valor de las acciones, lo que, efectivamente, constituye el objetivo financiero de la empresa. Pero las "otras cosas" que influyen en las bolsas donde se cotizan las acciones, no siempre se mantienen "paribus", es decir, no se mantienen igual. Y bien puede suceder que un fuerte excedente generado por los proyectos se vea acompañado por un descenso de la cotización y que con un pequeño excedente, o sin él, la cotización de las acciones suba. Sin embargo, esto, debido a factores exógenos a la gestión empresarial, no obsta para reafirmar que el método de análisis de los proyectos de inversión, para su aceptación y ordenación, debe ser el del VAN al coste de capital.

No ignoro que siendo el VAN una cifra absoluta y la TIR un porcentaje, los empresarios, que tienden a hablar en tantos por ciento, sientan inclinación instintiva por la TIR, ya que les dice cuánto por encima de la rentabilidad exigida por el mercado está el proyecto en análisis. Esta reluctancia al VAN es fácilmente vencible, si el VAN se "derrama" a lo largo del período de planificación, en la cuantía anual equivalente, al coste de capital. Bastará después referir esta cuota anual al valor de la inversión en el origen del proyecto, para conocer, en tanto por ciento, cuál es la "rentabilidad" del proyecto, por encima del coste de capital y su devolución.

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Esta es, en forma simplificada, pero suficiente, a mi entender, para lo que hoy nos ocupa, la teoría sobre el análisis de los proyectos de inversión. Sin embargo, a esta teoría se le puede objetar que se refiere a un caso particular y muy concreto de inversión: aquel en el que los flujos del proyecto son ciertos, como sucede, por ejemplo, en la inversión en un título de renta fija. En efecto; en todo lo dicho hasta ahora se ha prescindido de las variaciones que los factores no controlados por el decisor, es decir, lo que se llama "estado de la naturaleza", pueden producir sobre los flujos del proyecto. Al no decir otra cosa, se puede suponer que, implícitamente, aceptamos que los flujos esperados se van a producir por el importe calculado y que, por ejemplo, en la hipótesis de que habrá inflación, los precios crecerán a un ritmo cierto. Proceder de esta forma es equivalente a actuar como actuaríamos si nos halláramos en ambiente de certidumbre. En esa situación, se parte del principio de que el decisor conoce con certeza el estado de la naturaleza y, por tanto, sabe que su decisión dará lugar a un único resultado perfectamente definido. Realmente, no hay apuesta y el decisor opera sobre seguro, limitándose a evaluar resultados ciertos para saber, a tenor del criterio establecido, si estos resultados son aceptables o no lo son, o si siendo aceptables, son mejores o menos buenos que otros resultados alternativos igualmente ciertos. Pero la situación descrita no responde, por lo general, a la realidad en la que el decisor empresario ha de moverse. En el mundo en que vivimos las decisiones hay que tomarlas esperando obtener de ellas unas determinadas y deseables consecuencias. Pero, esperanza es aquel estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos;

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