ClubEnsayos.com - Ensayos de Calidad, Tareas y Monografias
Buscar

Comprensión Lectora


Enviado por   •  19 de Junio de 2015  •  2.206 Palabras (9 Páginas)  •  117 Visitas

Página 1 de 9

El regalo de los Reyes Magos

Autor: O. Henry

The Gift Of The Magi

UN dólar con ochenta y siete centavos: eso era todo. Y, además, sesenta de los centavos en moneda menuda, en peniques ahorrados con trabajo, uno a uno o dos a dos, protestándole al del almacén y al verdulero y al carnicero, hasta que a una se le subían los colores a la cara por la silenciosa acusación de avaricia que aquel afanoso regateo traía consigo. Delia contó el dinero tres veces. Sí: un dólar ochenta y siete. Y el día siguiente era el de Navidad.

Estaba claro que no podía hacer más que echarse sobre la cama miserable y llorar. Y eso fue lo que Delia hizo y lo que nos lleva a pensar de nuevo que la vida está compuesta por gemidos, resoplidos de fastidio y sonrisas, si bien con predominio de los resoplidos. Mientras esta ama de casa pasa poco a poco de la primera situación a la segunda, echemos un vistazo a su hogar. Se trata de un pisillo amueblado de los de ocho dólares a la semana. No puede decirse realmente que sea algo indescriptible, pero sí que merece ser clasificado por la policía como antro de mendicantes.

En el zaguán de la planta baja existía un buzón donde no podía echarse ninguna carta y un timbre eléctrico del que ningún dedo mortal habría podido arrancar un sonido. Asimismo formaba parte de la entrada al zaquizamí una tarjeta en la que podía leerse: SEÑOR JAIME DILLINGHAM YOUNG.

Aquel anuncio había nacido a las caricias del viento en un período anterior y próspero, cuando su dueño cobraba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus ingresos se habían reducido a veinte, las letras del apellido Dillingham estaban borrosas, como si pensaran seriamente en reducirse a su vez a una modesta, humildísima D. Sin embargo, cada vez que el señor James Dillingham Young regresaba a casa y llegaba a su piso de la primera planta se le seguía llamando «Jim» y era cariñosamente abrazado por la señora Dillingham Young, que ya ha sido presentada al lector con el nombre de Delia. Todo lo cual está bastante bien.

Al acabar de llorar, Delia se retocó las mejillas con una borla, se incorporó junto a la ventana y miró con tristeza a un gato gris que caminaba sobre un patio gris por una tapia gris. Al día siguiente era Navidad y ella no tenía más que un dólar ochenta y siete para comprarle un regalo a Jim. Había luchado durante meses por ahorrar todos los peniques posibles, y ese era el resultado; con veinte dólares a la semana no se puede llegar muy lejos, mientras que los gastos habían superado con mucho a sus cálculos… como ocurre siempre. De manera que sólo un dólar ochenta y siete para comprarle un regalo a Jim. A su Jim. Y había pasado muchas horas alegres planeando algo realmente bonito para él. Algo hermoso, original y auténtico, algo un tanto digno del honor de ser poseído por Jim.

Entre las ventanas de aquella habitación había un alto espejo de pared. Quizá haya visto usted un espejo de pared en un apartamento de ocho dólares. Observando su imagen en una rápida sucesión de bandas longitudinales, una persona muy delgada y muy ágil puede tener una visión bastante exacta de su aspecto. Y, como Delia era esbelta, había conseguido dominar ese arte.

De pronto, se alejó de la ventana y se detuvo ante el espejo. Sus ojos brillaban, pero su cara se puso pálida a los veinte segundos. Con un gesto veloz, Delia se soltó el pelo y lo dejó caer cuan largo era.

Bueno, es necesario aclarar ya que Jaime Dillingham Young y su mujer se enorgullecían de dos cosas: del reloj de oro de Jim, heredado de su padre y de su abuelo, y de la mata de pelo de ella. Si la misma Reina de Saba hubiera vivido enfrente, en el apartamento del otro lado de la escalera, Delia habría podido dejar colgar alguna vez su cabellera por la ventana, tanto para secarla como para demostrar a Su Majestad que le traían sin cuidado joyas y presentes. Y si el Rey Salomón hubiera sido el portero y tenido todos sus tesoros amontonados en el sótano, Jim siempre habría sacado su reloj al pasar, nada más que para verlo mesarse las barbas de envidia.

De manera que, en este momento, el hermoso pelo de Delia cae sobre sus hombros en oleadas, reluciendo como una cascada de aguas castañas. Le llegaba más abajo de las rodillas; era casi un vestido. De momento, Delia volvió a recogérselo ágil y nerviosa. Se desalentó un instante y permaneció inmóvil mientras un par de lágrimas salpicaba la raída alfombra carmesí.

Después, Delia se encajó su vieja chaqueta marrón y su viejo sombrero marrón, y, con un revolotear de faldas y aquel fulgor brillante en los ojos, salió apresuradamente y bajó las escaleras hacia la calle.

MADAME SOFRONIE. PELO DE TODAS CLASES, rezaba el letrero ante el que se detuvo poco después. Subió a la carrera un tramo de escalera y se detuvo jadeando. Demasiado blanca y demasiado fría, Madame Sofronie no parecía ser la «Sofronie» de su anuncio.

—¿Quiere comprarme el pelo? —preguntó Delia.

—Compro pelo —dijo Madame Sofronie—. Quítese el sombrero y vamos a ver.

Delia dejó caer su cascada de cabellos castaños.

—Veinte dólares —tasó Madame levantando con mano experta aquella gloria.

—Démelos pronto —dijo Delia.

Y las dos horas siguientes discurrieron para ella ligeras, como sobre rosadas alas (perdónesenos la manida comparación): Delia se dedicó a recorrer las tiendas buscando el regalo para Jim.

Por fin lo encontró. Ideal. Sin duda lo habían hecho para Jim y para nadie más; en ninguna otra tienda vendían algo que pudiera comparársele y ella se las había trotado todas. Era una cadena de reloj, de platino, y de sencillo y pudoroso aspecto que hablaba a las claras de su valor, dado ya por el metal mismo y sin ninguna decoración bastarda, como deben ser todas las cosas de verdadero mérito. Era incluso digna del reloj, y, apenas le puso la vista encima, Delia entendió que tenía que ser para Jim. Se parecía a él: poseía serenidad y valor, dos cosas igualmente aplicables a la cadena y al que iba a ser su dueño. Le pidieron veintiún dólares por ella y volvió precipitadamente a casa con los ochenta y siete centavos. Y no le cabía duda de que, con aquella cadena en su reloj, Jim podría lucir una justificada ansiedad por saber la hora en cualquier momento y en compañía de cualquiera. Aunque su reloj era magnífico, Jim solía mirarlo a hurtadillas, dada la vieja correíta de cuero que usaba a manera de cadena.

Pero cuando Delia volvió a casa, su entusiasmo cedió paso en parte a la prudencia y la razón. Tomó sus

...

Descargar como (para miembros actualizados)  txt (12.9 Kb)  
Leer 8 páginas más »
Disponible sólo en Clubensayos.com