El Hombre Bicentenario
loli107 de Julio de 2015
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ISAAC ASIMOV
EL HOMBRE
BICENTENARIO
El Hombre Bicentenario Isaac Asimov
Cuento extraído del libro EL HOMBRE BICENTENARIO
Título original: The Complete Stories II (extracto)
Traducción: Carlos Gardini
© 1998 Ediciones B, S.A.
Av. Las Torres 1375-A Santiago de Chile
ISBN 956-7510-11-3 (Rústica)
Depósito legal: B.32.259-1997
Edición Electrónica: El Trauko
Versión 1.0 - Word 97
“La Biblioteca de El Trauko”
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Chile - diciembre 2000
Texto digital # 29
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1
EL HOMBRE BICENTENARIO
Isaac Asimov
1
Las Tres Leyes de la robótica:
1.— Un robot no debe causar daño a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano
sufra ningún daño.
2.— Un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres humanos, excepto cuando
dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley.
3.— Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no esté reñida ni con
la Primera ni con la Segunda Ley.
—Gracias —dijo Andrew Martin, aceptando el asiento que le ofrecían. Su semblante no delataba
a una persona acorralada, pero eso era.
En realidad su semblante no delataba nada, pues no dejaba ver otra expresión que la tristeza de
los ojos. Tenía el cabello lacio, castaño claro y fino, y no había vello en su rostro. Parecía recién afeitado.
Vestía anticuadas, pero pulcras ropas de color rojo aterciopelado.
Al otro lado del escritorio estaba el cirujano, y la placa del escrito incluía una serie indentificatoria
de letras y números, pero Andrew no se molestó en leerla. Bastaría con llamarle “doctor”.
—¿Cuándo se puede realizar la operación doctor? —preguntó.
El cirujano murmuró, con esa inalienable nota de respeto que un robot siempre usaba ante un ser
humano:
—No estoy seguro de entender cómo o en quién debe realizarse esa operación, señor.
El rostro del cirujano habría revelado cierta respetuosa intransigencia si tal expresión —o
cualquier otra— hubiera sido posible en el acero inoxidable con un ligero tono de bronce.
Andrew Martin estudió la mano derecha del robot, la mano quirúrgica, que descansaba en el
escritorio. Los largos dedos estaban artísticamente modelados en curvas metálicas tan gráciles y
apropiadas que era fácil imaginarlas empuñando un escalpelo que momentáneamente se transformaría
en parte de los propios dedos.
En su trabajo no habría vacilaciones, tropiezos, temblores ni errores. Eso iba unido a la
especialización tan deseada por la humanidad que pocos robots poseían ya un cerebro independiente.
Claro que un cirujano necesita cerebro, pero éste estaba tan limitado en su capacidad que no reconocía a
Andrew. Tal vez nunca le hubiera oído nombrar.
—¿Alguna vez ha pensado que le gustaría ser un hombre? —le preguntó Andrew.
El cirujano dudó un momento, como si la pregunta no encajara en sus sendas positrónicas.
—Pero yo soy un robot, señor.
—¿No sería preferible ser un hombre?
—Sería preferible ser mejor cirujano. No podría serlo si fuera hombre, sólo si fuese un robot más
avanzado. Me gustaría ser un robot más avanzado.
El Hombre Bicentenario Isaac Asimov
2
—¿No le ofende que yo pueda darle órdenes, que yo pueda hacerle poner de pie, sentarse,
moverse a derecha e izquierda, con sólo decirlo?
—Es mi placer agradarle. Si sus órdenes interfiriesen en mi funcionamiento respecto de usted o
de cualquier otro ser humano, no le obedecería. La primera Ley, concerniente a mi deber para con la
seguridad humana, tendría prioridad sobre la Segunda Ley, la referente a la obediencia. De no ser así, la
obediencia es un placer para mí... Pero ¿a quién debo operar?
—A mí.
—Imposible. Es una operación evidentemente dañina.
—Eso no importa —dijo Andrew con calma.
—No debo infligir daño —objetó el cirujano.
—A un ser humano no, pero yo también soy un robot.
2
Andrew tenía mucha más experiencia de robot cuando acabaron de manufacturarlo. Era como
cualquier otro robot, con diseño elegante y funcional.
Le fue bien en el hogar adonde lo llevaron, en aquellos días en que los robots eran una rareza en
las casas y en el planeta.
Había cuatro personas en la casa: el “señor”, la “señora”, la “señorita” y la “niña”. Conocía los
nombres, pero nunca los usaba. El Señor se llamaba Gerald Martin.
Su número de serie era NDR... No se acordaba de las cifras. Había pasado mucho tiempo, pero
si hubiera querido recordarlas habría podido hacerlo. Sólo que no quería.
La Niña fue la primera en llamarlo Andrew, porque no era capaz de pronunciar las letras, y todos
hicieron lo mismo que ella.
La Niña... Llegó a vivir noventa años y había fallecido tiempo atrás. En cierta ocasión, él quiso
llamarla Señora, pero ella no se lo permitió. Fue Niña hasta el día de su muerte.
Andrew estaba destinado a realizar tareas de ayuda de cámara, de mayordomo y de criado. Eran
días experimentales para él y para todos los robots en todas partes, excepto en las factorías y las
estaciones industriales y exploratorias que se hallaban fuera de la Tierra.
Los Martin le tenían afecto y muchas veces le impedían realizar su trabajo porque la Señorita y la
Niña preferían jugar con él.
Fue la Señorita la primera en darse cuenta de cómo se podía solucionar aquello.
—Te ordenamos a que juegues con nosotras y debes obedecer las órdenes —le dijo.
—Lo lamento, Señorita —contestó Andrew—, pero una orden previa del Señor sin duda tiene
prioridad.
—Papá sólo dijo que esperaba que tú te encargaras de la limpieza —replicó ella—. Eso no es
una orden. Yo sí te lo ordeno.
Al Señor no le importaba. El Señor sentía un gran cariño por la Señorita y por la Niña, incluso
más que la Señora, y Andrew también les tenía cariño. Al menos, el efecto que ellas ejercían sobre sus
actos eran aquellos que en un ser humano se hubieran considerado los efectos del cariño. Andrew lo
consideraba cariño, pues no conocía otra palabra designarlo.
Talló para la Niña un pendiente de madera. Ella se lo había ordenado. Al parecer, a la Señorita le
habían regalado por su cumpleaños un pendiente de marfilina con volutas, y la Niña sentía celos. Sólo
tenía un trozo de madera y se lo dio a Andrew con un cuchillo de cocina.
Andrew lo talló rápidamente.
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3
—Qué bonito, Andrew —dijo la niña—. Se lo enseñaré a papá.
El Señor no podía creerlo.
—¿Dónde conseguiste esto Mandy? —Así llamaba el Señor a la Niña. Cuando la Niña le aseguró
que decía la verdad, el Señor se volvió hacia Andrew—. ¿Lo has hecho tú, Andrew?
—Sí Señor.
—¿De dónde copiaste el diseño?
—Es una representación geométrica, Señor, que armoniza con la fibra de la madera.
Al día siguiente, el Señor le llevó otro trozo de una madera y un vibrocuchillo eléctrico.
—Talla algo con esto, Andrew. Lo que quieras.
Andrew obedeció y el Señor le observó; luego, examinó el producto durante un largo rato.
Después de eso, Andrew dejó de servir la mesa. Le ordenaron que leyera libros sobre diseño de
muebles, y aprendió a fabricar gabinetes y escritorios.
El Señor le dijo:
—Son productos asombrosos, Andrew.
—Me complace hacerlos, Señor.
—¿Cómo que te complace?
—Los circuitos de mi cerebro funcionan con mayor fluidez. He oído usar el término “complacer” y
el modo en que usted lo usa concuerda con mi modo de sentir. Me complace hacerlos, Señor.
3
Gerald Martin llevó a Andrew a la oficina regional de Robots y Hombres Mecánicos de Estados
Unidos. Como miembro de la Legislatura Regional, no tuvo problemas para conseguir una entrevista con
el jefe de robopsicología. Más aún, sólo estaba calificado para poseer un robot por ser miembro de la
Legislatura. Los robots no eran algo habitual en aquellos días.
Andrew no comprendió nada al principio, pero en años posteriores, ya con mayores
conocimientos, evocaría esa escena y lo comprendería.
El robopsicólogo, Merton Mansky, escuchó con el ceño cada vez más fruncido y realizó un
esfuerzo para no tamborilear en la mesa con los dedos. Tenía tensos los rasgos y
...