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El Pensamiento Del Afuera

mariamotoag5 de Mayo de 2015

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MIENTO, HABLO (dedicado a Maurice Blanchot)

La verdad griega se estremeció, antiguamente, ante esta sola afirmación: “miento”. “Hablo” pone a prueba toda la ficción moderna.

Estas dos afirmaciones, a decir verdad, no tienen el mismo peso.

Ya se sabe que el argumento de Epiménides puede refutarse si se distingue, en el interior de un discurso que gira artificiosamente sobre sí mismo, dos proposiciones, de las cuales la una es objeto de la otra.

La configuración gramatical de la paradoja (sobre todo si está urdida en la simple forma de “miento”) por más que trate de esquivar esta esencial dualidad, no puede suprimirla. Toda proposición debe ser de un “tipo” superior a la que le sirve de objeto. Que se produzca un efecto de recurrencia de la proposición–objeto a aquella que la designa, que la sinceridad del Cretense, en el momento en que habla, se vea comprometida por el contenido de su afirmación, que pueda estar mintiendo al hablar de la mentira —todo esto es menos un obstáculo lógico insuperable que la consecuencia de un hecho puro y simple: el sujeto hablante es el mismo que aquel del que se habla.

En el momento en que pronuncio lisa y llanamente “hablo”, no me encuentro amenazado por ninguno de esos peligros; y las dos proposiciones que encierra ese único enunciado (“hablo” y “digo que hablo”) no se comprometen una a la otra en absoluto. Estoy a buen recaudo en la fortaleza inexpugnable donde la afirmación se afirma, ajustándose exactamente a sí misma, sin desbordar sobre ningún margen y conjurando toda posibilidad de error, puesto que no digo nada más que el hecho de que hablo. La proposición–objeto y aquella que la enuncia se comunican sin ningún obstáculo ni reticencia, no sólo por el lado de la palabra de que se trata, sino también por el lado del sujeto que articula esta palabra. Es por tanto verdad, irrefutablemente verdad, que hablo cuando digo que hablo.

Pero podría ocurrir que las cosas no fueran tan simples. Si bien la posición formal del “hablo” no plantea ningún problema específico, su sentido, a pesar de su aparente claridad, abre un abanico de cuestiones quizá ilimitado. “Hablo” en efecto se refiere a un discurso que, a la vez que le ofrece un objeto, le sirve de soporte. Ahora bien, este discurso está ausente; el “hablo” no es dueño de su soberanía más que en la ausencia de cualquier otro lenguaje; el discurso del que hablo no preexiste a la desnudez enunciada en el momento en que digo “hablo”; y desaparece en el mismo instante en que me callo. Toda posibilidad de lenguaje se encuentra aquí evaporada por la transitividad en que el lenguaje se produce. El desierto es su elemento. ¿A qué extrema sutileza, a qué punto singular y tenue, llegaría un lenguaje que quisiera reivindicarse en la despojada forma del “hablo”? A menos, precisamente, que el vacío en que se manifiesta la exigüidad sin contenido del “hablo” no sea una abertura absoluta por donde el lenguaje puede propagarse al infinito, mientras el sujeto —el “yo” que habla— se fragmenta, se desparrama y se dispersa hasta desaparecer en este espacio desnudo. Si en efecto el lenguaje sólo tiene lugar en la soberanía solitaria del “hablo”, nada tiene derecho a limitarlo, —ni aquel al que se dirige, ni la verdad de lo que dice, ni los valores o los sistemas representativos que utiliza; en una palabra, ya no es discurso ni comunicación de un sentido, sino exposición del lenguaje en su ser bruto, pura exterioridad desplegada; y el sujeto que habla no es tanto el responsable del discurso (aquel que lo detenta, que afirma y juzga mediante él, representándose a veces bajo una forma gramatical dispuesta a estos efectos), como la inexistencia en cuyo vacío se prolonga sin descanso el derramamiento indefinido del lenguaje.

Se acostumbra creer que la literatura moderna se caracteriza por un redoblamiento que le permitiría designarse a sí misma; en esta autorreferencia, habría encontrado el medio a la vez de interiorizarse al máximo (de no ser más que el enunciado de sí misma) y de manifestarse en el signo refulgente de su lejana existencia. De hecho, el acontecimiento que ha dado origen a lo que en un sentido estricto se entiende por “literatura” no pertenece al orden de la interiorización más que para una mirada superficial; se trata mucho más de un tránsito al “afuera”: el lenguaje escapa al modo de ser del discurso —es decir, a la dinastía de la representación—, y la palabra literaria se desarrolla a partir de sí misma, formando una red en la que cada punto, distinto de los demás, a distancia incluso de los más próximos, se sitúa por relación a todos los otros en un espacio que los contiene y los separa al mismo tiempo. La literatura no es el lenguaje que se identifica consigo mismo hasta el punto de su incandescente manifestación, es el lenguaje alejándose lo más posible de sí mismo; y si este ponerse “fuera de sí mismo”, pone al descubierto su propio ser, esta claridad repentina revela una distancia más que un doblez, una dispersión más que un retomo de los signos sobre sí mismos. El “sujeto” de la literatura (aquel que habla en ella y aquel del que ella habla), no sería tanto el lenguaje en su positividad, cuanto el vacío en que se encuentra su espacio cuando se enuncia en la desnudez del “hablo”.

Este espacio neutro es el que caracteriza en nuestros días a la ficción occidental (y esta es la razón por la que ya no es ni una mitología ni una retórica). Ahora bien, lo que hace que sea tan necesario pensar esta ficción —cuando antiguamente de lo que se trataba era de pensar la verdad—, es que el “hablo” funciona como a contrapelo del “pienso”.

Éste conducía en efecto a la certidumbre indudable del Yo y de su existencia; aquél, por el contrario, aleja, dispersa, borra esta existencia y no conserva de ella más que su emplazamiento vacío. El pensamiento del pensamiento, toda una tradición más antigua todavía que la filosofía nos ha enseñado que nos conducía a la interioridad más profunda. La palabra de la palabra nos conduce por la literatura, pero quizás también por otros caminos, a ese afuera donde desaparece el sujeto que habla. Sin duda es por esta razón por lo que la reflexión occidental no se ha decidido durante tanto tiempo a pensar el ser del lenguaje: como si presintiera el peligro que haría correr a la evidencia del “existo” la experiencia desnuda del lenguaje.

2

LA EXPERIENCIA DEL AFUERA

La transición hacia un lenguaje en que el sujeto está excluido, la puesta al día de una incompatibilidad, tal vez sin recursos, entre la aparición del lenguaje en su ser y la consciencia de sí en su identidad, es hoy en día una experiencia que se anuncia en diferentes puntos de la cultura: en el mínimo gesto de escribir como en las tentativas por formalizar el lenguaje, en el estudio de los mitos y en el psicoanálisis, en la búsqueda incluso de ese Logos que es algo así como el acta de nacimiento de toda la razón occidental. Nos encontramos, de repente, ante una hiancia* que durante mucho tiempo se nos había ocultado: el ser del lenguaje no aparece por sí mismo más que en la desaparición del sujeto. ¿Cómo tener acceso a esta extraña relación? Talvez mediante una forma de pensamiento de la que la cultura occidental no ha hecho más que esbozar, en sus márgenes, su posibilidad todavía incierta. Este pensamiento que se mantiene fuera de toda subjetividad para hacer surgir como del exterior sus límites, enunciar su fin, hacer brillar su dispersión y no obtener más que su irrefutable ausencia, y que al mismo tiempo se mantiene en el umbral de toda positividad, no tanto para extraer su fundamento o su justificación, cuanto para encontrar el espacio en que se despliega, el vacío que le sirve de lugar, la distancia en que se constituye y en la que se esfuman, desde el momento en que es objeto de la mirada, sus certidumbres inmediatas, —este pensamiento, con relación a la interioridad de nuestra reflexión filosófica y con relación a la positividad de nuestro saber, constituye lo que podríamos llamar en una palabra “el pensamiento del afuera”.

Algún día habrá que tratar de definir las formas y las categorías fundamentales de este “pensamiento del afuera”. Habrá, también, que esforzarse por encontrar las huellas de su recorrido, por buscar de dónde proviene y qué dirección lleva. Podría muy bien suponerse que tiene su origen en aquel pensamiento místico que, desde los textos del Seudo–Dionisio, ha estado merodeando por los confines del cristianismo: quizá se haya mantenido, durante un milenio más o menos, bajo las formas de una teología negativa. Sin embargo, nada menos seguro: pues si en una experiencia semejante de lo que se trata es de ponerse “fuera de sí”, es para volverse a encontrar al final, envolverse y recogerse en la interioridad resplandeciente de un pensamiento que es de pleno derecho Ser y Palabra, Discurso por lo tanto, incluso si es, más allá de todo lenguaje, silencio, más allá de todo ser, nada.

Es menos aventurado suponer que la primera desgarradura por donde el pensamiento del afuera se abre paso hacia nosotros, es, paradójicamente, en el monólogo insistente de Sade. En la época de Kant y de Hegel, en un momento en que la interiorización de la ley de la historia y del mundo era imperiosamente requerida por la ciencia occidental como sin duda nunca lo había sido antes, Sade no deja que hable, como ley sin ley del mundo, más que la desnudez del deseo. Es por la misma época cuando en la poesía de Hölderlin se manifestaba la ausencia resplandeciente de los dioses y se enunciaba como una ley nueva la obligación de esperar,

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