El libro de Isabela
Sofía R.Ensayo19 de Mayo de 2016
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EL CUADERNO DE ISABELLA
Cuentos
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Indice
AMADA Y AMANDA
CARMELA Y LA MUERTE
EL FUEREÑO
EL PADRE ADOLORIDO
LA CRUZ DEL OLVIDO
LA MÁS BELLA DE LAS ORQUIDEAS
LA BALA PERDIDA
LOS RECUERDOS DEL CIRCO
PASIONES OSCURAS
EJERCITO DE POBRES
VIEJITO VERDE
VIVA MARIA
AMADA Y AMANDA
Cuando ellas se asomaban a ese cerca alta, eran presente y remotas, como el aire tibio que alborotaba su larga cabellera. Amada y Amanda, no tenían edad, sin tiempo, porque Amada para mí no tuvo edad. Yo, en cambio, si era pequeño cuando empecé a fijarme en ella. No recuerdo cuando ni como la conocí, parece que la había visto desde que abrí los ojos. De lo que si me acuerdo es de la tarde que estaba capturando mariposas y sentí un ruido y por instinto volví la cabeza y ella estaba paseándose por el terreno de al lado.
La casa de Amada, estaba pintada de celeste y blanco, muy cuidada, envuelta por matas en flor de azaleas de diferentes tonos que en la noche aromaban el aire. Enmarañado jardín lleno de tinajones traídos de Nicaragua, matas de flores diversas y enredaderas traídas de no sé dónde. Los muchachos de nuestro barrio la llamábamos la Selva de Amada.
Cuando la vi, tenía la honda de hule canche y horqueta de caoba entre mis manos. Vi a Amada entre aquella frondosidad, separando las flores, agachándose y al hacerlo mostraba la parte trasera de sus muslos bien conformados. Aparecía y desaparecía detrás de los arbustos, con su pelo cayéndole en los hombros y en los brazos. Quedé paralizado. Hacía gestos raros, no sé si noté algo, parece que no me fije en todo, porque ahora, a veces, vienen a mi mente cosas que entonces no logre percibir.
Lo que pasó aquella tarde me impresionó de tal manera, que durante muchos años me ha estado dando vueltas en la cabeza y aturdiéndome. Para poderla observar sin que me viera, me escondí detrás de un tronco de árbol. Pero me vio, se acariciaba los muslos cuando me vio. Su mirada, entre las hojas, se encontró con la mía, y por primera vez la tierra se me fugó debajo de los pies; fue como si flotara.
Aturdido y confuso iba a entrar a mi casa cuando ella, con una mirada entre dulce, tímida y burlona, salió de atrás de las hojas y acercándose a la pared me llamó sonriendo:
__ Ven. ¿Qué haces ahí?
El aire le alborotó el pelo. Le dije que cazando mariposas, pero parece que lo dije aun deslumbrado y ella se dio cuenta y le gustó.
__ Ven, aquí las hay bellas y grandes. Ven, vamos a capturarlas juntos.
Eso dijo Amada. Me negué, estaba abochornado de que me hubiera descubierto espiándola y yo era muy tímido. Además, desde hacía tiempo sentía timidez por las mujeres. Pero, Amada abrió la puerta sonriendo, no sé si de mí confusión, o por antojo, y lo hizo de una forma que no pude negarme.
Ya estando en el jardín, me tomo de la mano. Sentí que la cara me ardía y volví la cabeza buscando la huida, pero parece que adivino mi intención, porque tirando con fuerza hacia ella, me apretó más la mano para impedir que me zafara, y de pronto, me apretó contra su cuerpo, mi cachete derecho fue a parar en medio de sus turgentes pechos, tan fuerte que tuve que hacer un gran esfuerzo para no gritar. No sé qué cara habré puesto, porque Amada se reía como una loca, mirándome, haciéndome cosquillas y pellizcándome y mientras me moría de vergüenza, parecía sentirse muy a gusto provocando aquello. Volvió a estrecharme contra ella, a restregarse contra mí. Yo no podía aguantar más y me aguante como los machos, temiendo el alboroto que formaría mi madre si nos veía así, si yo gritaba.
Cuando mi madre salió al portal, Amada le dijo que estábamos jugando y, para mi sorpresa, pasamos el resto de la tarde jugando de verdad, metiéndonos en los tinajones, cazando mariposas. Amada era tremenda.
Desde hacía muchos años Amada era vecina de mamá y muy amigas. Casi diariamente Amada visitaba mi casa. Pero después de aquella tarde, a eso de las cuatro, Amada siempre se aparecía en casa con unas moras. Mamá hacia el refresco y nos quedábamos allí hasta que el marido de Amada regresaba del trabajo. A Silverio, mamá le tenía aprecio y decía que si algún defecto tenía aquel hombre, era mimar mucho a Amada, y después, dirigiéndose a Amada: “Solo él es capaz de entender tu cabecita de pájaro” __le dijo__, y Amada reía. A partir de entonces, Amada me perseguía sin paz ni tregua hasta convertirse en mi verdugo. Diciendo que me quería como una loca, me hacía travesuras delante de la gente, me ponía en cada aprieto que casi me venían ganas de llorar y desesperado, la agredía. Y entonces parecía incitarla a perseguirme aun con más ahínco. Y las vecinas acabaron por decir que se excedía en las bromas, y algunas, las más feas, opinaron que se tomaba demasiadas libertades con un niño como yo. Mi madre, buenota como siempre, decía que no podía esperarse otra cosa de una muchacha llena de mimos y que Amada nunca había dejado de ser una muchacha alegre, llena de vida.
Mi madre y Amada tenían más o menos la misma edad, pero en todo lo demás había entre ellas grandes diferencias. Mi madre era seria, callada y no tan linda como Amada, porque en Amada, más que hermosura sensual, había un algo especial que la diferenciaba de todas las vecinas y amigas de mamá, un no sé qué en su rostro, que brillaba.
Amada, me humillaba, se burlaba de mí; pero después, cuando se iba, yo salía al patio para ver si la miraba en el jardín, o me quedaba en algún rincón escondido de mi casa, para soñar despierto.
Un día de tantos, el vientre de Amada empezó a hincharse, y ya no nos visitaba tanto, y comenzó a cambiar, y todo fue cambiando con los años. Pasaron años y cosas con el tiempo. Dejó de visitarnos. Casi sin darme cuenta me hice hombre, me casé, tuve cuatro hijos, pero nunca nos cambiamos de casa, siempre estuve muy cerca de Amada, porque durante todos esos años, a ratos me paraba en el corredor y volvía a suspirar por las tardes antañonas, y Amada que para todos menos para mí, ya tenía el pelo gris y las arrugas habían comenzado a surcar en su bello rostro.
Cuántas veces, sentado solo, en un sillón de casa, ha vuelto aquella tarde y he vuelto a ver las mariposas ir hacia el pelo de Amada. Y las flores siguen teniendo aroma y el jardín sigue lleno de tinajones, flores y enredaderas, y hay mariposas.
Para poder observarla bien, sin que me vea, me levanto del sillón y temblando, me escondo detrás de los árboles. Pero me ve. Sus ojos, los ojos de Amada, mirándome desde entre las hojas. Con el sol por único testigo, su mirada clavada en la mía y la tierra que se me fuga debajo de los pies y es como si de nuevo flotara. Los ojos de Amada brillan desde entre las hojas de tal modo que me estremezco: han pasado trece años o más?…, el fuego subiéndome a la cara…, aquella tarde. Aturdido, confuso, voy a entrar a la casa, cuando ella, Amada, envolviéndome en una mirada tímida y burlona, aparece detrás de los arbustos de azaleas y el aire le alborota el pelo. Y, acercándose a esa orilla del cerco donde se asoman ellas, me llama sonriendo. Ellas están ahí, mirando, asomadas al borde de la cerca. Amada, Amanda, mirándome con una sola cara, sin edad, sin tiempo.
CARMELA Y LA MUERTE
__Buenos días__ dijo la muerte y ninguno de los de la casa la pudo reconocer. ¡Claro! Venía la que cortaba el hilo de la vida humana, con sus largas trenzas retorcidas bajo el sombrero de petate de ala ancha y sus manos huesudas y amarillas entre el bolsillo de su faldón, alta, delgada y de mirada profunda.
__Si no molesto __dijo__, quisiera saber dónde vive la señorita Carmela.
__Pues mire __le respondieron al unísono, y asomándose a la puerta, señaló un hombre con su dedo rudo de campesino: __Allá por las milpas, que mueve el aire, ¿mira? Hay un camino que sube el cerro colorado. Arriba hallará su rancho.
“Estoy hecha”, pensó la muerte y dando las gracias, echó a caminar aquella mañana en la que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.
Andando pues, miró la muerte el reloj y vio que eran las siete de la mañana. Para las doce y cuarto, pasado el meridiano estaba en su lista cumplida ya la señorita Carmela.
Menos mal, poco trabajo; un solo caso, se dijo satisfecha de no fatigarse y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino angosto.
Efectivamente, era el mes de mayo y con los primeros aguaceros caídos no hubo semilla ni brote que se quedara bajo tierra sin salir a buscar al sol. Los retoños de las hierbas eran transparentes. El tronco del cafeto soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la madera. Los cafetales no tenían una sola hoja amarilla. Verde era todo, desde el suelo al aire y un olor a vida silvestre, subiendo de las flores.
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