Exprecion Oral Y Escrita
nubeborja8 de Enero de 2014
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CON CARA DE PÁJARO
Lautaro Gordillo
-Bolivarense, 1925-
Era un muchachito esbelto y pálido, con dos grandes ojos soñadores que le comían la
cara, pelo ensortijado e indómito, y un aire atractivo que hacía pensar: “Este chico ve
más allá de sus narices”.
Su madre le había regalado, haciendo ahorros de su modesto sueldo de lavandera, un
cajón de lustrabotas que era un tesoro: pintado de azul, con su huella única de caucho
sobre el lomo y ese arsenal de botellas, cepillo, betunes y franelas que él se empeñaba
en conservar limpias a toda costa. Por supuesto, no obtenía así ningún provecho y
era el dolor de cabeza de la madre: él prefería conservar su cajón como oro en polvo.
Lo limpiaba, ordenaba por tamaños y colores los frascos de tinta y las cajas de betúnsegún el brillo de cada una. Las franelas, dobladas, parecían banderas esperando el
día de fiestas.
Cuando su madre le regañaba y le daba uno que otro coscorrón, con suave energía, él
replicaba: “Mamita: se va a poner todo tan feo cuando empiece a lustrar”. Y postergaba
día a día el momento de comenzar.
Para sus amigos, Pepe era “El Golondrina”. Le habían puesto ese nombre un poco
por el aspecto delgaducho y vestido de negro, gracias a la oscura caridad de algún
tío empleado en la funeraria; otro poco, porque el muchacho tenía una habilidad
fantástica para el salto y parecía siempre dispuesto a volar.
Para él, barandas, escaleras, árboles y tapiales eran simples trampolines para llegar
casi hasta las estrellas. Y lo hacía con tanta gracia, ¡como una golondrina! Un día en sus
correrías dominicales, sus amigos le vieron dar tal salto del muro del cementerio abajo,
que creyeron que no le encontrarían con vida. Pero al llegar, anhelantes, después de
haber cruzado la puerta, le encontraron que repetía su hazaña como si volara.
Ese era el problema de Pepe Golondrina: había nacido con una obsesión que le
cosquilleaba el alma. Si dormía, soñaba que volaba; al bajar una escalera, le bastaba
dar un pequeño impulso y su cuerpo se hundía en el aire como una flecha; saltaba, y
desde arriba podía ver las cúpulas de las iglesias, verdes como limones partidos. Las
gentes se le hacían diminutos duendecillos; los ríos como hebras de seda; los árboles
como motas de terciopelo.
A Pepe Golondrina le gustaba el día, porque podía correr de un lado a otro, dando
grandes brincos, con su cajón en bandolera. Todos los pretiles altos del barrio le
parecían ya demasiado pequeños para sus ansias y empezó a hacer exploraciones
cada vez más amplias por la ciudad. Pero siempre volvía ilusionado a su casa a dormir,
pues sabía que solo en sueños alcanzaba las mayores alturas: pasaba los árboles, las
lomas, los cerros, y hasta podía calentarse a la luz de algún lucero.
En una de esas correrías en busca de alturas no conocidas descubrió un viejo puente,
sobre el lecho reseco de un enjuto río. Calculó, midió, comparó y cuando ya se decidía
a dar el salto, un dolorcillo angustioso en el estómago, como si alguna víscera se le
hubiera quedado agarrada a las moras que tenía a sus espaldas, le hizo detenerse
anhelante. ¡Mas no se decidió! No se decidió ni ese día, ni al otro, ni en muchos días
más. ¡Aquel salto llegó a obsesionarle!, tanto y más aún cuanto que, desde que no
pudo decidirse, tampoco en sueños alcanzaba nada.
Las noches ya no le daban ilusión. Tenía un sueño pesado, pesado, denso que le hacía
darse vueltas en la cama, incapaz de elevarse ni un palmo del suelo. Y de día, no
hacía ya caso ni
...